En el 144 de la calle Fuego, el último suspiro de García Márquez
El escritor, que murió en su casa de la Ciudad de México, será incinerado en privado y recibirá un homenaje el lunes en el Palacio de Bellas Artes
Una legión de seguidores peregrinó hasta su domicilio para dar su último adiós al colombiano
Juan Diego Quesada
México, El País
En el número 144 de la calle Fuego, al sur de la Ciudad de México, una muchacha de vaqueros y sudadera negra dejó a las 15.30 un ramo de margaritas. Mónica Hernández había leído Cien años de soledad por orden de una profesora con la desgana propia de los encargos. Años después cayó en sus manos una reedición de la Real Academia de la Lengua Española y lo devoró con el fanatismo de los conversos. Ser la primera lectora en llegar a la casa donde hacía un ratito había muerto el colombiano Gabriel García Márquez a los 87 años fue una manera de pedir perdón por aquella afrenta juvenil y de rendirle homenaje a uno de los más grandes escritores en español.
Desde que hace tres días se conociera que García Márquez estaba recibiendo cuidados paliativos en su hogar, una bonita residencia colonial con una enredadera de buganvillas trepando por la fachada, una decena de informadores hacia guardia en la acera. De vez en cuando se acercaba algún lector preguntando por la salud de su ídolo y se iba con gesto contrariado al conocer las malas noticias. A las 14.56 de este día soleado, un Jueves Santo con la ciudad medio vacía por las vacaciones, se presentó en la puerta de la casa la periodista mexicana Fernanda Familiar, una íntima amiga del escritor y su mujer Mercedes Barcha. Llegó llorando y sin mediar palabra accedió al interior. Fue la primera señal externa de que el premio Nobel de Literatura había muerto.
Cinco minutos después, a bordo de un taxi apareció el escritor colombiano Guillermo Angulo. Llevaba una maleta, una bolsa blanca y un gorro de cazador. También entró sin decir ni una palabra. El asistente personal de García Márquez, Genovevo Quiroz, salía a dar instrucciones a los dos primeros policías que comenzaron a resguardar la calle. Una vecina, María del Carmen Estrada, asomaba la cabeza en la puerta contigua a la del Nobel y recordaba el día que le dio un gran abrazo al topárselo. “No había leído ninguno de sus libros, pero la gente le quería mucho, y yo le tomé mucho cariño. Era un vecino ejemplar”.
Comunicado del Conaculta
El Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, a petición de la familia de Gabriel García Márquez, informa que los restos del escritor serán incinerados en privado. Se hace del conocimiento del público que en la funeraria García López no se llevarán a cabo honras fúnebres.
Asimismo, se comunica que el próximo lunes 21 de abril, a partir de las 16:00 horas, se realizará un homenaje luctuoso en el Palacio de Bellas Artes, donde el público podrá celebrar su legado.
El escritor será incinerado en una ceremonia privada, según contó en nombre de la familia y en la puerta de la vivienda, la directora del Instituto Nacional de Bellas Artes, María García Cepeda. Hizo el anuncio junto a Jaime Abello Banfi, amigo de García Márquez, esos de los que tienen pleno derecho a llamarle Gabo, y también director general de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano.
Antes, sobre las 16.35, cuando comenzaba ya a nublarse la tarde en la capital mexicana, un coche fúnebre color gris había llegado a la casa para trasladar sus restos a una funeraria cercana. La camioneta llevaba tapados los logos de la compañía pero el papel se transparentaba y dejaba al descubierto el nombre de la empresa García López. Aunque allí no se celebrarán honras fúnebres. Como los grandes personajes mexicanos, como en su día Mario Moreno Cantinflas, García Márquez será homenajeado el lunes por la tarde en el Palacio de Bellas Artes. La máxima distinción para un difunto en estas tierras.
Poco a poco la calle se fue llenando de gente. Un joven con camisa rosa abierta, dejando entrever el vello del pecho, pantalones blancos y unos zapatos con punta de pico. Parecía recién salido de los vallenatos que tanto le gustaban al novelista. A los colombianos Juan Pablo Castro y Rosana Vergara, un matrimonio con un niño, les pilló la noticia de visita en el DF y supieron de inmediato que la coincidencia obligaba a realizar este peregrinar hasta la vivienda. Dejaron en la entrada un bocadillo, un típico dulce colombiano elaborado a partir de la guayaba. Una amiga, Valeria Hurtada, había arrancado una veranera en el jardín de un vecino y la lanzó sobre el coche fúnebre que trasladaba el cuerpo del escritor. La flor se mantuvo en el techo del vehículo hasta que este aceleró y se perdió tras la primera curva de la avenida empedrada.
El oficial de policía Cantellano fue el encargado de desplegar un contingente de agentes por la calle Fuego. Cantellano cortó con vallas la circulación de vehículos y frente al portón del escritor mandó formar a los suyos con arengas marciales. Implementó un perímetro de seguridad alrededor de la puerta principal y el garaje. "Estamos ante una misión muy importante", decía por bajo el oficial. Sus hombres, intentando mantener el tipo, aguantaron formados durante horas ante el número 144. De vez en cuando se concedían un respiro y ayudaban a algún seguidor de Gabo a dejar flores, libros y velas en la entrada. El policía García no conocía al escritor ("ni me suena") pero dado el despliegue y la severidad con la que trasmitía órdenes Cantellano entendió la importancia del momento: "No conocía al señor pero ahorita me pongo a leerlo".
Bruno Uribe apareció por allí con una vela y un encendedor largo, de esos que se usan en los fogones de las cocinas industriales. García, cuyo nombre destellaba en la placa que llevaba en el bolsillo derecho del uniforme, lo dejó pasar y prender la vela. La dejó a un metro de la puerta, junto a una copia de Memorias de mis putas tristes. "Es el pequeño homenaje que le hacemos mi familia y yo", acertó a decir y se fue. Del cuello le colgaba un rosario.
Mónica Hernández, después de haber dejado aquel ramillete de margaritas en el portón de madera, deambuló un poco confundida por el barrio. Se acercó a una vecina que lloraba y ambas parecían encontrar consuelo en el abrazo mutuo. Estaban a punto de dar las cinco de la tarde. Comenzaba a chispear, a punto de romper a llover.
Una legión de seguidores peregrinó hasta su domicilio para dar su último adiós al colombiano
Juan Diego Quesada
México, El País
En el número 144 de la calle Fuego, al sur de la Ciudad de México, una muchacha de vaqueros y sudadera negra dejó a las 15.30 un ramo de margaritas. Mónica Hernández había leído Cien años de soledad por orden de una profesora con la desgana propia de los encargos. Años después cayó en sus manos una reedición de la Real Academia de la Lengua Española y lo devoró con el fanatismo de los conversos. Ser la primera lectora en llegar a la casa donde hacía un ratito había muerto el colombiano Gabriel García Márquez a los 87 años fue una manera de pedir perdón por aquella afrenta juvenil y de rendirle homenaje a uno de los más grandes escritores en español.
Desde que hace tres días se conociera que García Márquez estaba recibiendo cuidados paliativos en su hogar, una bonita residencia colonial con una enredadera de buganvillas trepando por la fachada, una decena de informadores hacia guardia en la acera. De vez en cuando se acercaba algún lector preguntando por la salud de su ídolo y se iba con gesto contrariado al conocer las malas noticias. A las 14.56 de este día soleado, un Jueves Santo con la ciudad medio vacía por las vacaciones, se presentó en la puerta de la casa la periodista mexicana Fernanda Familiar, una íntima amiga del escritor y su mujer Mercedes Barcha. Llegó llorando y sin mediar palabra accedió al interior. Fue la primera señal externa de que el premio Nobel de Literatura había muerto.
Cinco minutos después, a bordo de un taxi apareció el escritor colombiano Guillermo Angulo. Llevaba una maleta, una bolsa blanca y un gorro de cazador. También entró sin decir ni una palabra. El asistente personal de García Márquez, Genovevo Quiroz, salía a dar instrucciones a los dos primeros policías que comenzaron a resguardar la calle. Una vecina, María del Carmen Estrada, asomaba la cabeza en la puerta contigua a la del Nobel y recordaba el día que le dio un gran abrazo al topárselo. “No había leído ninguno de sus libros, pero la gente le quería mucho, y yo le tomé mucho cariño. Era un vecino ejemplar”.
Comunicado del Conaculta
El Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, a petición de la familia de Gabriel García Márquez, informa que los restos del escritor serán incinerados en privado. Se hace del conocimiento del público que en la funeraria García López no se llevarán a cabo honras fúnebres.
Asimismo, se comunica que el próximo lunes 21 de abril, a partir de las 16:00 horas, se realizará un homenaje luctuoso en el Palacio de Bellas Artes, donde el público podrá celebrar su legado.
El escritor será incinerado en una ceremonia privada, según contó en nombre de la familia y en la puerta de la vivienda, la directora del Instituto Nacional de Bellas Artes, María García Cepeda. Hizo el anuncio junto a Jaime Abello Banfi, amigo de García Márquez, esos de los que tienen pleno derecho a llamarle Gabo, y también director general de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano.
Antes, sobre las 16.35, cuando comenzaba ya a nublarse la tarde en la capital mexicana, un coche fúnebre color gris había llegado a la casa para trasladar sus restos a una funeraria cercana. La camioneta llevaba tapados los logos de la compañía pero el papel se transparentaba y dejaba al descubierto el nombre de la empresa García López. Aunque allí no se celebrarán honras fúnebres. Como los grandes personajes mexicanos, como en su día Mario Moreno Cantinflas, García Márquez será homenajeado el lunes por la tarde en el Palacio de Bellas Artes. La máxima distinción para un difunto en estas tierras.
Poco a poco la calle se fue llenando de gente. Un joven con camisa rosa abierta, dejando entrever el vello del pecho, pantalones blancos y unos zapatos con punta de pico. Parecía recién salido de los vallenatos que tanto le gustaban al novelista. A los colombianos Juan Pablo Castro y Rosana Vergara, un matrimonio con un niño, les pilló la noticia de visita en el DF y supieron de inmediato que la coincidencia obligaba a realizar este peregrinar hasta la vivienda. Dejaron en la entrada un bocadillo, un típico dulce colombiano elaborado a partir de la guayaba. Una amiga, Valeria Hurtada, había arrancado una veranera en el jardín de un vecino y la lanzó sobre el coche fúnebre que trasladaba el cuerpo del escritor. La flor se mantuvo en el techo del vehículo hasta que este aceleró y se perdió tras la primera curva de la avenida empedrada.
El oficial de policía Cantellano fue el encargado de desplegar un contingente de agentes por la calle Fuego. Cantellano cortó con vallas la circulación de vehículos y frente al portón del escritor mandó formar a los suyos con arengas marciales. Implementó un perímetro de seguridad alrededor de la puerta principal y el garaje. "Estamos ante una misión muy importante", decía por bajo el oficial. Sus hombres, intentando mantener el tipo, aguantaron formados durante horas ante el número 144. De vez en cuando se concedían un respiro y ayudaban a algún seguidor de Gabo a dejar flores, libros y velas en la entrada. El policía García no conocía al escritor ("ni me suena") pero dado el despliegue y la severidad con la que trasmitía órdenes Cantellano entendió la importancia del momento: "No conocía al señor pero ahorita me pongo a leerlo".
Bruno Uribe apareció por allí con una vela y un encendedor largo, de esos que se usan en los fogones de las cocinas industriales. García, cuyo nombre destellaba en la placa que llevaba en el bolsillo derecho del uniforme, lo dejó pasar y prender la vela. La dejó a un metro de la puerta, junto a una copia de Memorias de mis putas tristes. "Es el pequeño homenaje que le hacemos mi familia y yo", acertó a decir y se fue. Del cuello le colgaba un rosario.
Mónica Hernández, después de haber dejado aquel ramillete de margaritas en el portón de madera, deambuló un poco confundida por el barrio. Se acercó a una vecina que lloraba y ambas parecían encontrar consuelo en el abrazo mutuo. Estaban a punto de dar las cinco de la tarde. Comenzaba a chispear, a punto de romper a llover.