El Madrid tuvo puño de hierro


San Sebastián, As
Cuando Illarramendi volvió a pisar Anoeta, su casa desde juvenil, quizá abrigó la ingenua esperanza de hacer un buen partido que no ofendiera a nadie. Una actuación ponderada por su entrenador y bien valorada por los críticos, pero inadvertida para el público. Desde el calentamiento comprendió que es imposible hacerse invisible, especialmente con una camiseta naranja. Los pitos que le recibieron se repetían cada vez que tocaba el balón. Diría que eso le hizo parecer más tímido que de costumbre, más ligero en el toque.


Mientras capeaba el temporal de reproches, la idea de marcar un gol no se le podía ni pasar por la cabeza. Básicamente porque hasta ayer sólo había marcado dos goles como profesional, uno en Liga y otro en Copa. Pero el destino es un travieso inmaduro. Más aún cuando hay un balón de por medio.

Illarramendi todavía se estará preguntando qué hacía él, un centrocampista de contención, en boca de gol, a un minuto del final de la primera parte. Sólo hay una respuesta: hasta allí le empujaron los hados. El resto lo hicieron en colaboración con un genial Benzema. El francés, muy inspirado toda la noche, controló dentro del área, escorado a la izquierda, y amagó dos veces hasta encontrar una rendija para armar la diestra. Bravo rechazó el disparo e Illarramendi, jugador de natural tibio, puso en este caso la tibia, concretamente la derecha. No se recuerda un goleador más cabizbajo, y bien que lo agradeció su cuadrilla, que por un instante temió la dedicatoria.

Hasta el gol de Illarra, el partido había discurrido en un equilibrio caótico, sin pausa y sin dominio de nadie, repleto de ataques desordenados. Del desgobierno participaban los asistentes del árbitro, señores Fernández Miranda y Aboy Rivas, incapaces de atinar en los fueras de juego. Por suerte para ellos, ninguno de sus errores terminó en gol. Se lo tendrán que agradecer sobre todo a Diego López, que rechazó un tiro a bocajarro de Vela en una acción mal anulada.

La Real que volvió del descanso no fue la misma. Es posible que estuviera tan desconcertada como Illarramendi, o que hubiera entendido el golpe como una señal del cielo. El caso es que el partido perdió gas y quedó pendiente de alguna genialidad. La firmó Bale. Y también hubo mucho de simbólico en su gol.

Sin Cristiano, el galés estaba llamado a ser el héroe del Madrid en Anoeta. Pero no lo estaba siendo. La sombra que debía cubrir era demasiado alargada. Según pasaban los minutos, sólo le podía rescatar algo tan especial como lo que hizo, un zurdazo magnífico que condenaba desde 30 metros el mal saque del portero, un chutazo preciso y fulminante. Un gol de estrella. De estrella distinta a Cristiano.

Con la Real grogui, Pepe marcó el tercero a la salida de un córner y Morata puso el cuarto al culminar (silbando) un gran envío de Di María, 19 pases de gol esta temporada.

Probablemente, quien más se alegró por el resultado final fue quien menos exteriorizó su alegría: Illarramendi. Después de tantas peripecias, su gol se había quedado antiguo, la luz dejaba de enfocarle y la cuadrilla salía bien librada. La Liga, por cierto, sigue siendo posible.

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