Ardió Múnich, espera la Décima
Repaso histórico del Madrid al Bayern, al que desarmó y goleó. Dos cabezazos de Ramos decidieron la eliminatoria y la remató Cristiano con un doblete. Lección de orden defensivo y contra.
Munich, As
Como dice el tango, “siempre se vuelve al primer amor”, aunque sea doce años después. Lo mejor del Madrid, como lo mejor de McArthur, sucede cada vez que promete regresar y regresa. A la Champions, naturalmente, a la vieja Copa de Europa, al único torneo que calma su sed. Así se explica la felicidad del madridismo a estas horas, de nuevo en una gran final.
Ni soñado se hubiera imaginado mejor, tan repleto de lujos: exhibición en Múnich y aplastamiento del Bayern, el enemigo necesario, porque sólo en su compañía se puede calcular el tamaño de una proeza europea. Gigantesca, en este caso. Tan monumental como el resbalón de Guardiola.
La continuación del análisis exige que pidamos sinceras disculpas. Nos equivocamos en el reparto de papeles, pecamos de clásicos, de prejuiciosos. Las nacionalidades ya no tienen nada que ver con la geografía, especialmente en el fútbol. Las nacionalidades son actitudes y cada uno elige la suya. De tal manera que los alemanes, esta noche, no eran los de rojo, ni era infierno lo de la grada; era tomatina. Los alemanes, los que mejor respondían al tópico futbolístico (directos, precisos, avasalladores), iban vestidos de blanco. Tal vez por eso jugaron como en casa.
También se equivocó Guardiola cuando dijo que en Madrid, antes de jugar, ya celebraban la final, y hasta el título. No lo leyó en ningún sitio, ni lo escuchó en ninguna parte, sólo lo temía. Y lo que se teme se mastica entre dientes, y se dice, y se oye. Su situación no será cómoda a partir de ahora. A estas horas, el Kaiser Beckenbauer estará afilando el pincho de su casco prusiano.
Ya no es sólo que el Madrid venciera en Múnich, donde nunca había ganado, haciendo gala de las virtudes que tenemos por germánicas. Es que el Bayern concentró en su ser todos los defectos de los equipos blandos y pusilánimes, de los visitantes afligidos, esos que algún día fuimos nosotros.
Los dos primeros goles fueron un bofetón en su orgullo bávaro, además de un caos organizativo que apunta directamente a Guardiola, prescriptor de la defensa en zona para contrarrestar las jugadas a balón parado. Su teoría es que la defensa al hombre concede la iniciativa a quien ataca y favorece a los rematadores corpulentos, mientras que la zona evita el contacto y exige un trabajo de concentración responsabilidad común. Valdés nunca estuvo muy de acuerdo con ese argumento y será difícil que Neuer lo esté.
El hecho es que Sergio Ramos jamás se habrá sentido tan a gusto en un saque de esquina. Lo puso en juego Modric y el central cabeceó sin que nadie le obstaculizara, como en un sueño, como quien se arroja a una cama para rematar un gol decisivo, seguramente de una semifinal de Champions en el Allianz Arena. En el segundo gol no tuvo tanto tiempo, pero le bastó. Di María templó la pelota, Pepe la peinó con sus rizos de escarola y Ramos la empujó en dirección a Lisboa. Sólo habían transcurrido veinte minutos de partido.
Es inevitable pensarlo: quizá la crisis del Barcelona sea al mismo tiempo la crisis de Guardiola, aunque ambos estén separados por mil kilómetros de distancia. La crisis de un estilo que ha sido atropellado por otro más “atlético”, por utilizar un adjetivo de su cosecha. Es verdad que el Bayern de Pep conquistó la Bundesliga el pasado 25 de marzo, pero no es menos cierto que la pasada temporada otro Bayern, el de Heynckes, sumó a ese título todos los que estaban en juego.
Pero quede claro: no venció el Madrid por dos jugadas a balón parado. Lo hubiera logrado de cualquier modo y manera. Antes del primer gol, el equipo de Ancelotti había respondido al etéreo dominio del Bayern con peligro real. Bale pudo marcar después de una mala salida de Neuer, que fuera del área es un buceador con aletas. Benzema también estuvo cerca de abrir la cortina en una contra lanzada por Di María.
Después asistimos a los cabezazos de Sergio Ramos, su consagración como mejor central del mundo con gol. El tercer tanto llegó porque el Madrid no podía cerrar una noche histórica sin marcar al contragolpe, esa jugada que ha convertido en arte y seña de identidad. La ejecución fue primorosa: Di María, Benzema, Bale, Cristiano. Léanlo rápido porque cada nombre fue un toque.
El cuarto gol llegó para honrar a Cristiano Ronaldo, 16 tantos en Champions, 51 en 50 partidos disputados en este torneo, tanto talento como ambición. Su puntilla, por cierto, volvió a ridiculizar al Bayern, cuya barrera se abrió lastimosamente en el tiro de falta, para mayor dolor de Beckenbauer.
En mitad de la alegría, sólo hay una pena que reseñar. Xabi Alonso vio una amarilla y no estará en la final de Lisboa. La vio, además, con el pase decidido (0-3) y se arrepintió de la entrada según caía, pero cayó. Habrá que pensar que no hay triunfo sin herida y que otro final más redondo hubiera convertido la épica en una película de Disney.
La Copa de Europa todavía está lejos, pero algo sabemos ya. El Madrid ha vuelto. Como McArthur. Como siempre.
Munich, As
Como dice el tango, “siempre se vuelve al primer amor”, aunque sea doce años después. Lo mejor del Madrid, como lo mejor de McArthur, sucede cada vez que promete regresar y regresa. A la Champions, naturalmente, a la vieja Copa de Europa, al único torneo que calma su sed. Así se explica la felicidad del madridismo a estas horas, de nuevo en una gran final.
Ni soñado se hubiera imaginado mejor, tan repleto de lujos: exhibición en Múnich y aplastamiento del Bayern, el enemigo necesario, porque sólo en su compañía se puede calcular el tamaño de una proeza europea. Gigantesca, en este caso. Tan monumental como el resbalón de Guardiola.
La continuación del análisis exige que pidamos sinceras disculpas. Nos equivocamos en el reparto de papeles, pecamos de clásicos, de prejuiciosos. Las nacionalidades ya no tienen nada que ver con la geografía, especialmente en el fútbol. Las nacionalidades son actitudes y cada uno elige la suya. De tal manera que los alemanes, esta noche, no eran los de rojo, ni era infierno lo de la grada; era tomatina. Los alemanes, los que mejor respondían al tópico futbolístico (directos, precisos, avasalladores), iban vestidos de blanco. Tal vez por eso jugaron como en casa.
También se equivocó Guardiola cuando dijo que en Madrid, antes de jugar, ya celebraban la final, y hasta el título. No lo leyó en ningún sitio, ni lo escuchó en ninguna parte, sólo lo temía. Y lo que se teme se mastica entre dientes, y se dice, y se oye. Su situación no será cómoda a partir de ahora. A estas horas, el Kaiser Beckenbauer estará afilando el pincho de su casco prusiano.
Ya no es sólo que el Madrid venciera en Múnich, donde nunca había ganado, haciendo gala de las virtudes que tenemos por germánicas. Es que el Bayern concentró en su ser todos los defectos de los equipos blandos y pusilánimes, de los visitantes afligidos, esos que algún día fuimos nosotros.
Los dos primeros goles fueron un bofetón en su orgullo bávaro, además de un caos organizativo que apunta directamente a Guardiola, prescriptor de la defensa en zona para contrarrestar las jugadas a balón parado. Su teoría es que la defensa al hombre concede la iniciativa a quien ataca y favorece a los rematadores corpulentos, mientras que la zona evita el contacto y exige un trabajo de concentración responsabilidad común. Valdés nunca estuvo muy de acuerdo con ese argumento y será difícil que Neuer lo esté.
El hecho es que Sergio Ramos jamás se habrá sentido tan a gusto en un saque de esquina. Lo puso en juego Modric y el central cabeceó sin que nadie le obstaculizara, como en un sueño, como quien se arroja a una cama para rematar un gol decisivo, seguramente de una semifinal de Champions en el Allianz Arena. En el segundo gol no tuvo tanto tiempo, pero le bastó. Di María templó la pelota, Pepe la peinó con sus rizos de escarola y Ramos la empujó en dirección a Lisboa. Sólo habían transcurrido veinte minutos de partido.
Es inevitable pensarlo: quizá la crisis del Barcelona sea al mismo tiempo la crisis de Guardiola, aunque ambos estén separados por mil kilómetros de distancia. La crisis de un estilo que ha sido atropellado por otro más “atlético”, por utilizar un adjetivo de su cosecha. Es verdad que el Bayern de Pep conquistó la Bundesliga el pasado 25 de marzo, pero no es menos cierto que la pasada temporada otro Bayern, el de Heynckes, sumó a ese título todos los que estaban en juego.
Pero quede claro: no venció el Madrid por dos jugadas a balón parado. Lo hubiera logrado de cualquier modo y manera. Antes del primer gol, el equipo de Ancelotti había respondido al etéreo dominio del Bayern con peligro real. Bale pudo marcar después de una mala salida de Neuer, que fuera del área es un buceador con aletas. Benzema también estuvo cerca de abrir la cortina en una contra lanzada por Di María.
Después asistimos a los cabezazos de Sergio Ramos, su consagración como mejor central del mundo con gol. El tercer tanto llegó porque el Madrid no podía cerrar una noche histórica sin marcar al contragolpe, esa jugada que ha convertido en arte y seña de identidad. La ejecución fue primorosa: Di María, Benzema, Bale, Cristiano. Léanlo rápido porque cada nombre fue un toque.
El cuarto gol llegó para honrar a Cristiano Ronaldo, 16 tantos en Champions, 51 en 50 partidos disputados en este torneo, tanto talento como ambición. Su puntilla, por cierto, volvió a ridiculizar al Bayern, cuya barrera se abrió lastimosamente en el tiro de falta, para mayor dolor de Beckenbauer.
En mitad de la alegría, sólo hay una pena que reseñar. Xabi Alonso vio una amarilla y no estará en la final de Lisboa. La vio, además, con el pase decidido (0-3) y se arrepintió de la entrada según caía, pero cayó. Habrá que pensar que no hay triunfo sin herida y que otro final más redondo hubiera convertido la épica en una película de Disney.
La Copa de Europa todavía está lejos, pero algo sabemos ya. El Madrid ha vuelto. Como McArthur. Como siempre.