ANÁLISIS / La banalidad del milagro
Abolido el abogado del diablo por Juan Pablo II, los procesos santificadores se resuelven como diga el Papa
Juan G. Bedoya, El País
Se quejaba Giovanni Papini en 1946 de la escasez de santos. Sobre todo, muy pocos papas santos, decía quien ya se había hecho famoso con El crepúsculo de los filósofos. Pasaron cuatro papas más (Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo I), y seguía la sequía, hasta que accedió al pontificado quien desde ayer es san Juan Pablo II. Todos sus predecesores necesitaron veinte siglos para elevar a los altares a 2.500 personas. El polaco Wojtyla celebró él solo 500 canonizaciones y 1.500 beatificaciones. Pero no se atrevió a extender esa generosidad a los papas. Sigue habiendo pocos papas santos: 80 con los dos canonizados ayer, entre ellos los 50 primeros de la historia. Desde san Pío V, el papa de la contrarreforma, tuvieron que pasar 382 años hasta otra canonización, la de Pío X, papa entre 1903 y 1914. Lo hizo santo Pío XII en 1954. Juan Pablo II rompió la tendencia beatificando a Juan XXIII, aunque con la mala compañía de Pío IX, el pontífice que fulminó la modernidad con la pasión de un psicópata y que dijo de sí mismo, como dogma, que era infalible. Francisco lo apeó del proceso, pero sustituyéndole por el propio Juan Pablo II, como si el bueno de san Juan XXIII sirviera de comodín para procesos que por sí solos resultarían escandalosos.
Pese a llamarse a sí mismos Santo Padre o Su Santidad, se pensaba —así malició Papini— que los papas no son modelo de las enseñanzas del fundador cristiano, pobre entre los pobres y poco amigo de ricos y poderosos. Los papas se creen infalibles, ostentan el título de pontifex maximus, viven en palacios y se dicen vicarios de Dios. Pocos resistirían el juicio de un defensor del diablo, que es como se llamaba hasta 1983 a la persona encargada de hurgar en la vida y milagros de los candidatos. Martín Descalzo la retrató muy bien en La frontera de Dios.
Abolida esa figura por Juan Pablo II, los procesos santificadores se resuelven como diga el Papa. Pasa lo mismo con los milagros, prescindibles si el Papa lo decide. ¿Qué milagros? La Biblia está llena de ellos, para quien crea: resurrección de Lázaro, caminar sobre las aguas y el mejor de todos, que ya querríamos ahora: dar de comer a cinco mil pobres con solo cinco panes y cinco peces. La ciencia moderna, salvo la papal, no se extraña de curaciones de cánceres incurables. Muchos médicos lo logran a diario, gracias a Dios (como suele decirse).
Seria exagerado hablar de la banalidad de la santidad (como se ha banalizado el mal), pero es evidente que se han abaratado los procesos. Cómo razonar la beatificación de Wojtyla por Benedicto XVI, su íntimo amigo, apenas tres años después de sucederlo con aquel clamor que señalaba al polaco. “¡Cuanta suciedad entre nosotros!”, denunció Ratzinger. Hágase santo al responsable si Francisco quiere, pero extraña que al evento acudan, romeros de postín, las primeras autoridades españolas, oficialmente aconfesionales. Así persiste la España nacionalcatólica.
Juan G. Bedoya, El País
Se quejaba Giovanni Papini en 1946 de la escasez de santos. Sobre todo, muy pocos papas santos, decía quien ya se había hecho famoso con El crepúsculo de los filósofos. Pasaron cuatro papas más (Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo I), y seguía la sequía, hasta que accedió al pontificado quien desde ayer es san Juan Pablo II. Todos sus predecesores necesitaron veinte siglos para elevar a los altares a 2.500 personas. El polaco Wojtyla celebró él solo 500 canonizaciones y 1.500 beatificaciones. Pero no se atrevió a extender esa generosidad a los papas. Sigue habiendo pocos papas santos: 80 con los dos canonizados ayer, entre ellos los 50 primeros de la historia. Desde san Pío V, el papa de la contrarreforma, tuvieron que pasar 382 años hasta otra canonización, la de Pío X, papa entre 1903 y 1914. Lo hizo santo Pío XII en 1954. Juan Pablo II rompió la tendencia beatificando a Juan XXIII, aunque con la mala compañía de Pío IX, el pontífice que fulminó la modernidad con la pasión de un psicópata y que dijo de sí mismo, como dogma, que era infalible. Francisco lo apeó del proceso, pero sustituyéndole por el propio Juan Pablo II, como si el bueno de san Juan XXIII sirviera de comodín para procesos que por sí solos resultarían escandalosos.
Pese a llamarse a sí mismos Santo Padre o Su Santidad, se pensaba —así malició Papini— que los papas no son modelo de las enseñanzas del fundador cristiano, pobre entre los pobres y poco amigo de ricos y poderosos. Los papas se creen infalibles, ostentan el título de pontifex maximus, viven en palacios y se dicen vicarios de Dios. Pocos resistirían el juicio de un defensor del diablo, que es como se llamaba hasta 1983 a la persona encargada de hurgar en la vida y milagros de los candidatos. Martín Descalzo la retrató muy bien en La frontera de Dios.
Abolida esa figura por Juan Pablo II, los procesos santificadores se resuelven como diga el Papa. Pasa lo mismo con los milagros, prescindibles si el Papa lo decide. ¿Qué milagros? La Biblia está llena de ellos, para quien crea: resurrección de Lázaro, caminar sobre las aguas y el mejor de todos, que ya querríamos ahora: dar de comer a cinco mil pobres con solo cinco panes y cinco peces. La ciencia moderna, salvo la papal, no se extraña de curaciones de cánceres incurables. Muchos médicos lo logran a diario, gracias a Dios (como suele decirse).
Seria exagerado hablar de la banalidad de la santidad (como se ha banalizado el mal), pero es evidente que se han abaratado los procesos. Cómo razonar la beatificación de Wojtyla por Benedicto XVI, su íntimo amigo, apenas tres años después de sucederlo con aquel clamor que señalaba al polaco. “¡Cuanta suciedad entre nosotros!”, denunció Ratzinger. Hágase santo al responsable si Francisco quiere, pero extraña que al evento acudan, romeros de postín, las primeras autoridades españolas, oficialmente aconfesionales. Así persiste la España nacionalcatólica.