Nadie creyó en la amenaza yihadista
El monstruo creció ante la pasividad de la policia y la indiferencia del Gobierno, judicatura y clase política
Ciento cincuenta agentes vigilaban a las células de las que surgió el 11-M. Hoy, son más de 3.000
José María Irujo
Madrid, El País
Nadie creía en la amenaza del terrorismo islamista. Una criatura desconocida que desde mediados de los años noventa y con la llegada a España de tipos como Mustafá Setmarian, Imad Eddin Barakat, Amer El Azizi y Alekema Lamari fue tomando forma sin que casi nadie apreciara el peligro. Un monstruo que creció ante la pasividad de la policía y la indiferencia del Gobierno, la judicatura y la clase política.
El recorrido de estos cuatro personajes demuestra la importancia que tuvieron en la implantación de la yihad en España y sus terribles consecuencias: un ataque en el corazón de Madrid que el 11 de marzo de 2004 se cobró 192 víctimas. El primer éxito de una yihad en Europa—antes se habían intentado atentados fallidos en Roma, París y Londres— y el primer suicidio colectivo de sus autores. Una célula local llevó la yihad a la acomodada y segura Europa, uno de los sueños de Osama Bin Laden en su obsesión por internacionalizar la guerra santa.
El sirio Mustafá Setmarian, auténtico fundador de la semilla salafista en España, fue el que llegó más alto. Dirigió un campo de entrenamiento terrorista en Afganistán y en 2001 recibió en las montañas de Tora Bora un beso del emir Osama y el encargo de preparar la nueva yihad, la guerra química y bactereológica. El marroquí Azizi, murió víctima de un drone (avión no tripulado) en las montañas de Waziristán (Pakistán) como escudero de Hamza Rabia, jefe de operaciones exteriores de Al Qaeda; el argelino Lamari se suicidió en Leganés; y el sirio Barakat acaba de salir de la cárcel tras cumplir una condena de 12 años por colaboración con Al Qaeda. Menos el bajito, delgado y tímido Lamari, obsesionado con su virginidad y pureza— nunca estuvo con una mujer— los otros tres se casaron con madrileñas.
Nadie creía en el peligro de la yihad. Menos de 150 agentes, entre Policía, Guardia Civil y CNI, la mayoría dedicados a tareas burocráticas, asomaban su nariz por las mezquitas, carnicerías y locutorios en los que los fundadores Setmarian y Barakat hacian proselitismo, captaban muyahidines y recaudaban fondos para la yihad. Las vigilancias de los pocos hombres con que contaban el comisario Mariano Rayón, responsable de la Unidad Central de Información Exterior, y los inspectores José Manuel Gil y Rafael Gómez Menor, eran intermitentes; las cintas de decenas de horas de conversaciones entre sospechosos se apilaban en los despachos del cuartel madrileño de Canillas por falta de traductores. En la Audiencia Nacional solo el juez Baltasar Garzón y el fiscal Pedro Rubira pusieron el foco en los fundadores sirios y en sus actividades.
En la sede del Centro Nacional de Inteligencia en Madrid solo 30 agentes—el 10 por ciento de la plantilla antiterrorista de entonces—investigaba la efervescente actividad en Levante, Valencia y Cataluña de tipos como el argelino Lamari, Yasin, miembro del Grupo Islámico Armado (GIA) que ya soñaban con volar trenes y atacar sistemas de transportes; pocos espías monitorizaban la incansable actividad del sirio Barakat, Abu Dahdad, que viajaba a Londres a visitar a Abu Qutada, el icono salafista de los autores del 11-S, y despedía en el aeropuerto de Barajas (Madrid) a los muyahidines que su red de Soldados de Alá captaba en Lavapies para enviarlos a Afganistán, Bosnia o Chechenia. El monstruo crecía cada día más.
Se creía tan poco en esta amenaza que el CNI la incluyó como tal en su Directiva de Inteligencia—la que presenta al Gobierno y donde marca sus objetivos— en enero de 2004, solo dos meses antes del ataque. Y los precedentes anteriores eran muchos e inquietantes: en julio de 2001 el egipcio Mohamed Atta viajó a España y se entrevistó en Tarragona durante dos semanas con el yemení Ramzi Binalshibh para comunicarle los objetivos del 11-S; en otoño de ese mismo año la policía alemana BKA encontró en el apartamento de Hamburgo donde vivía Atta, jefe de los suicidas que atacaron las Torres Gemelas, una agenda donde aparecía el nombre y la dirección de Abu Dahdad; en mayo de 2003 trece terroristas de Salafia Jihadia se suicidaron en diversos escenarios de Casablanca, uno de ellos la Casa de España, un restaurante frecuentado por españoles; y en octubre de ese mismo año Bin Laden citó a España en un vídeo entre los países enemigos por su apoyo a la guerra de Irak. Demasiados hechos sin que saltara ninguna alarma, salvo algunos informes confidenciales y aislados donde se advertía del riesgo.
No había conciencia ni en la clase política ni en las fuerzas de seguridad de que España era un objetivo. La actividad antiterrorista siguió centrada en ETA y muy pocos veían más allá. “España es solo la retaguardia del terrorismo islamista, aquí no van a actuar”, respondían entonces los principales mandos de la lucha antiterrorista.
El ataque, protagonizado por los restos de la célula del sirio Abu Dahdah que no habían caído en la redada policial de otoño de 2001, vengó a su jefe y a sus hermanos que permanecían en prisión y coronó un sueño que otras celulas salafistas muy similares habían intentado sin éxito en Italia, Francia y Alemania: un gran atentado en Europa.
Diez años después la amenaza continua, pero la inocencia y candidez con que se observaban entonces las idas y venidas por todo el mundo de Abu Dahdad y sus acólitos de los Soldados de Alá sin detener a nadie ha desaparecido. Se ha pasado de la inacción a las redadas preventivas. Todas las mezquitas, las ornamentales y las que se levantan en un pequeño local a pie de calle, están vigiladas por una red de decenas de confidentes que informan a las fuerzas de seguridad sobre los perfiles de los sospechosos; los 150 hombres y mujeres que se esforzaban hace una década en escuchar el latido de las células durmientes se han mutiplicado y superan los 3.000 agentes; desde el Centro de Coordinación Antiterrorista se intenta evitar que los servicios trabajen para si mismos sin compartir sus investigaciones.
En la Audiencia Nacional ahora creen todos. Jueces y fiscales, miran con lupa decenas de diligencias secretas sobre terrorismo yihadista. España participa de un cuatripartito—junto a Bélgica, Francia y Marruecos—en el que los fiscales se intercambian información en tiempo real. “Nos trasmitimos informaciones vivas, nada encorsetadas en la burocracia judicial”, explica la fiscal Dolores Delgado. “Ahora estamos en prevención, no los despreciamos ni creemos que son unos desarrapados. Los jueces apoyamos la técnica policial de detenciones preventivas”, reconoce el juez Javier Gómez Bermúdez, que presidió el juicio del 11-M.
Seguimos siendo objetivo, pero la yihad ha cambiado. Las tranquilas reuniones en el café Al Ahambra de Lavapies de Azizi, Lamari y Sarhane Ben Abdelmajid, El Tunecino, en las que el primero describía sus hazañas como muyahidin en Afganistán son parte de la historia. Ahora mezquitas y cafés son lugares casi prohibidos para los islamistas. Muchos de los contactos se inician y a veces terminan en Internet. Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) tenía dos cuentas en Twiter (Al Andalus Media y África Muslima) que ya han sido cerradas, centenares de salafistas propagan sus ideas y pescan a reclutas para Siria, Irak o Malí en los foros cerrados.
“Ahora el espacio alternativo es Internet. La visibilidad del mensaje radical se ha perdido en la calle y mezquitas”, afirma el profesor Manuel Torres, autor del libro al Andalus 2.0 La ciber-yihad contra España. “Internet se ha convertido en una herramienta imprescindible”, corrobora el comisario Rafael Martínez, uno de los grandes expertos de terrorismo islamista.
El escenario ha cambiado desde el 11-M, pero los actores siguen siendo los mismos: takfires disfrazados de corderos que fuman, bailan, beben y van con mujeres. Salafistas obsesionados con lograr el sueño de Bin Laden: la creación de un nuevo Califato y la recuperación de Al Andalus y los denominados territorios perdidos. El juez Gómez Bermúdez dice con razón que en estos diez años “hemos conseguido evitar nuevos atentados” (un grupo pakistaní planeó volar el metro de Barcelona), pero Ian Blair, el que fuera jefe de Scotland Yard advirtió antes de 2005 a los londinenses que el atentado en Londres era inevitable. Y no se equivocó. Hay que seguir creyendo y no bajar la guardia.
Ciento cincuenta agentes vigilaban a las células de las que surgió el 11-M. Hoy, son más de 3.000
José María Irujo
Madrid, El País
Nadie creía en la amenaza del terrorismo islamista. Una criatura desconocida que desde mediados de los años noventa y con la llegada a España de tipos como Mustafá Setmarian, Imad Eddin Barakat, Amer El Azizi y Alekema Lamari fue tomando forma sin que casi nadie apreciara el peligro. Un monstruo que creció ante la pasividad de la policía y la indiferencia del Gobierno, la judicatura y la clase política.
El recorrido de estos cuatro personajes demuestra la importancia que tuvieron en la implantación de la yihad en España y sus terribles consecuencias: un ataque en el corazón de Madrid que el 11 de marzo de 2004 se cobró 192 víctimas. El primer éxito de una yihad en Europa—antes se habían intentado atentados fallidos en Roma, París y Londres— y el primer suicidio colectivo de sus autores. Una célula local llevó la yihad a la acomodada y segura Europa, uno de los sueños de Osama Bin Laden en su obsesión por internacionalizar la guerra santa.
El sirio Mustafá Setmarian, auténtico fundador de la semilla salafista en España, fue el que llegó más alto. Dirigió un campo de entrenamiento terrorista en Afganistán y en 2001 recibió en las montañas de Tora Bora un beso del emir Osama y el encargo de preparar la nueva yihad, la guerra química y bactereológica. El marroquí Azizi, murió víctima de un drone (avión no tripulado) en las montañas de Waziristán (Pakistán) como escudero de Hamza Rabia, jefe de operaciones exteriores de Al Qaeda; el argelino Lamari se suicidió en Leganés; y el sirio Barakat acaba de salir de la cárcel tras cumplir una condena de 12 años por colaboración con Al Qaeda. Menos el bajito, delgado y tímido Lamari, obsesionado con su virginidad y pureza— nunca estuvo con una mujer— los otros tres se casaron con madrileñas.
Nadie creía en el peligro de la yihad. Menos de 150 agentes, entre Policía, Guardia Civil y CNI, la mayoría dedicados a tareas burocráticas, asomaban su nariz por las mezquitas, carnicerías y locutorios en los que los fundadores Setmarian y Barakat hacian proselitismo, captaban muyahidines y recaudaban fondos para la yihad. Las vigilancias de los pocos hombres con que contaban el comisario Mariano Rayón, responsable de la Unidad Central de Información Exterior, y los inspectores José Manuel Gil y Rafael Gómez Menor, eran intermitentes; las cintas de decenas de horas de conversaciones entre sospechosos se apilaban en los despachos del cuartel madrileño de Canillas por falta de traductores. En la Audiencia Nacional solo el juez Baltasar Garzón y el fiscal Pedro Rubira pusieron el foco en los fundadores sirios y en sus actividades.
En la sede del Centro Nacional de Inteligencia en Madrid solo 30 agentes—el 10 por ciento de la plantilla antiterrorista de entonces—investigaba la efervescente actividad en Levante, Valencia y Cataluña de tipos como el argelino Lamari, Yasin, miembro del Grupo Islámico Armado (GIA) que ya soñaban con volar trenes y atacar sistemas de transportes; pocos espías monitorizaban la incansable actividad del sirio Barakat, Abu Dahdad, que viajaba a Londres a visitar a Abu Qutada, el icono salafista de los autores del 11-S, y despedía en el aeropuerto de Barajas (Madrid) a los muyahidines que su red de Soldados de Alá captaba en Lavapies para enviarlos a Afganistán, Bosnia o Chechenia. El monstruo crecía cada día más.
Se creía tan poco en esta amenaza que el CNI la incluyó como tal en su Directiva de Inteligencia—la que presenta al Gobierno y donde marca sus objetivos— en enero de 2004, solo dos meses antes del ataque. Y los precedentes anteriores eran muchos e inquietantes: en julio de 2001 el egipcio Mohamed Atta viajó a España y se entrevistó en Tarragona durante dos semanas con el yemení Ramzi Binalshibh para comunicarle los objetivos del 11-S; en otoño de ese mismo año la policía alemana BKA encontró en el apartamento de Hamburgo donde vivía Atta, jefe de los suicidas que atacaron las Torres Gemelas, una agenda donde aparecía el nombre y la dirección de Abu Dahdad; en mayo de 2003 trece terroristas de Salafia Jihadia se suicidaron en diversos escenarios de Casablanca, uno de ellos la Casa de España, un restaurante frecuentado por españoles; y en octubre de ese mismo año Bin Laden citó a España en un vídeo entre los países enemigos por su apoyo a la guerra de Irak. Demasiados hechos sin que saltara ninguna alarma, salvo algunos informes confidenciales y aislados donde se advertía del riesgo.
No había conciencia ni en la clase política ni en las fuerzas de seguridad de que España era un objetivo. La actividad antiterrorista siguió centrada en ETA y muy pocos veían más allá. “España es solo la retaguardia del terrorismo islamista, aquí no van a actuar”, respondían entonces los principales mandos de la lucha antiterrorista.
El ataque, protagonizado por los restos de la célula del sirio Abu Dahdah que no habían caído en la redada policial de otoño de 2001, vengó a su jefe y a sus hermanos que permanecían en prisión y coronó un sueño que otras celulas salafistas muy similares habían intentado sin éxito en Italia, Francia y Alemania: un gran atentado en Europa.
Diez años después la amenaza continua, pero la inocencia y candidez con que se observaban entonces las idas y venidas por todo el mundo de Abu Dahdad y sus acólitos de los Soldados de Alá sin detener a nadie ha desaparecido. Se ha pasado de la inacción a las redadas preventivas. Todas las mezquitas, las ornamentales y las que se levantan en un pequeño local a pie de calle, están vigiladas por una red de decenas de confidentes que informan a las fuerzas de seguridad sobre los perfiles de los sospechosos; los 150 hombres y mujeres que se esforzaban hace una década en escuchar el latido de las células durmientes se han mutiplicado y superan los 3.000 agentes; desde el Centro de Coordinación Antiterrorista se intenta evitar que los servicios trabajen para si mismos sin compartir sus investigaciones.
En la Audiencia Nacional ahora creen todos. Jueces y fiscales, miran con lupa decenas de diligencias secretas sobre terrorismo yihadista. España participa de un cuatripartito—junto a Bélgica, Francia y Marruecos—en el que los fiscales se intercambian información en tiempo real. “Nos trasmitimos informaciones vivas, nada encorsetadas en la burocracia judicial”, explica la fiscal Dolores Delgado. “Ahora estamos en prevención, no los despreciamos ni creemos que son unos desarrapados. Los jueces apoyamos la técnica policial de detenciones preventivas”, reconoce el juez Javier Gómez Bermúdez, que presidió el juicio del 11-M.
Seguimos siendo objetivo, pero la yihad ha cambiado. Las tranquilas reuniones en el café Al Ahambra de Lavapies de Azizi, Lamari y Sarhane Ben Abdelmajid, El Tunecino, en las que el primero describía sus hazañas como muyahidin en Afganistán son parte de la historia. Ahora mezquitas y cafés son lugares casi prohibidos para los islamistas. Muchos de los contactos se inician y a veces terminan en Internet. Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) tenía dos cuentas en Twiter (Al Andalus Media y África Muslima) que ya han sido cerradas, centenares de salafistas propagan sus ideas y pescan a reclutas para Siria, Irak o Malí en los foros cerrados.
“Ahora el espacio alternativo es Internet. La visibilidad del mensaje radical se ha perdido en la calle y mezquitas”, afirma el profesor Manuel Torres, autor del libro al Andalus 2.0 La ciber-yihad contra España. “Internet se ha convertido en una herramienta imprescindible”, corrobora el comisario Rafael Martínez, uno de los grandes expertos de terrorismo islamista.
El escenario ha cambiado desde el 11-M, pero los actores siguen siendo los mismos: takfires disfrazados de corderos que fuman, bailan, beben y van con mujeres. Salafistas obsesionados con lograr el sueño de Bin Laden: la creación de un nuevo Califato y la recuperación de Al Andalus y los denominados territorios perdidos. El juez Gómez Bermúdez dice con razón que en estos diez años “hemos conseguido evitar nuevos atentados” (un grupo pakistaní planeó volar el metro de Barcelona), pero Ian Blair, el que fuera jefe de Scotland Yard advirtió antes de 2005 a los londinenses que el atentado en Londres era inevitable. Y no se equivocó. Hay que seguir creyendo y no bajar la guardia.