Los recicladores del Sambódromo

Rio de Janeiro, El País
Son las 2:22 de la madrugada y el termómetro del poste municipal marca 24 grados a pocos metros del Sambródromo de Río de Janeiro. Técn
icamente ya es lunes de carnaval y la fiesta grande de esta ciudad ha enfilado su fase más intensa con el pirotécnico desfile de las escolas de samba, que en este momento recorren, una tras otra, los 700 metros de la Avenida Marqués de Sapucaí, diseñada por el arquitecto Oscar Niemeyer e inaugurada hace treinta años. Una de las agrupaciones más tradicionales del carnaval carioca, la Estação Primeira da Mangueira, acaba de concluir su desfile y sus componentes abandonan en desbandada la pasarela de la samba. Muchos entendidos del carnaval afirmaron durante los días previos al espectáculo que este año Mangueira iba a sorprender a la afición y que era una firme candidata al primer premio. 


Pero la teoría de los entendidos a veces tropieza con la tozudez de la realidad, y ni la escola ha conseguido poner en pie a los 80.000 asistentes al Sambódromo, ni su desfile ha sido impecable: la escultura de un carro alegórico se ha roto al impactar con la torre reservada a las televisiones y en la parte final del desfile la escola se ha visto obligada a acelerar más de la cuenta el paso so pena de ser sancionada por violar una de las reglas de oro de la avenida. Quien sobrapasa el límite temporal de 82 minutos en su actuación pierde puntos.


Fundamentalmente hay dos formas para desfilar en Mangueira: o se es vecino de la favela que da nombre a la escola, cuna de la samba más canalla y suburbana de Río, mentidero de poetas y bohemios de la música, otrora inexpugnable fortín de narcotraficantes y almas descarriadas, o desembolsar una suerte de canon que da derecho a disfraz y a degustar la gloria de recorrer durante más de una hora la mítica avenida de la samba, propulsado por la inercia de una vorágine de miles de personas y la cadencia a veces épica una batería formada por más de 300 percusionistas. Esta segunda opción suele estar reservadas a los forasteros y los habitantes de los barrios más pudientes de Rio.

Jessica, Julien y Benjamin son tres franceses de Marsella que este año desfilan en esta escola invitados por un conocido reality show de su país. A su lado, un compatriota, que responde al nombre de Marc, también viste plumaje y bisutería con los colores verde y rosa, que son los históricos de esta agrupación, y ha pagado 1.000 reales (unos 425 dólares) por el disfraz y la plaza en el desfile. La escola que ha precedido a Mangueira se llama São Clemente y algunas de sus alas (secciones) cobran 700 reales (300 dólares) para desfilar. Otra agrupación de la aristocracia carnavalesca se llama Salgueiro y este año le ha cobrado 800 reales (340 dólares) a Mauricio Tejeda, natural de Ciudad de México, para entregarle un disfraz y hacerle un hueco en sus hacinadas filas.

Mientras todas esta escolas gastan auténticas millonadas para desfilar cada año; mientras en las gradas del Sambódromo el público experimenta una suerte de trance colectivo, propiciado por el alcohol, el rugido de los tambores y el espectáculo visual único, en la zona de dispersión, el lugar por donde los miles de componentes abandonan el recinto, sucede anualmente un hecho tan insólito como inexplicable. En el portón de salida del sambódromo no suelen estar las cámaras de televisión para registrar una de las facetas más decadentes de un espectáculo que se afana en proyectar una imagen de poderío material y humano. Una demostración ante el resto del mundo de que en Brasil todo se hace a lo grande.

Exhaustos por la deshidratación y el esfuerzo físico, aun con la adrenalina del desfile a flor de piel, muchos participantes se apresuran a abandonar sus disfraces en plena calle. La mayoría de los que se deshacen de la indumentaria no viven en Río de Janeiro y se niegan a regresar a sus ciudades con una parafernalia carnavalesca que puede superar los 20 kilos de peso. “No puedo meterlo en el avión, así que no me queda otra que dejarlo aquí”, admite un vecino de São Paulo que declina revelar su identidad. ¿Cuánto ha pagado usted por el disfraz?, le interroga el reportero. “Lo suficiente para que haya merecido la pena”, se escabulle.

Algo más de tres horas es tiempo suficiente para que la zona de dispersión se convierta en un auténtico vertedero del carnaval. Miles de dólares en plumaje, tejidos y bisutería, y el trabajo de varios meses de miles de personas que viven de la industria de la escolas de samba, se agolpan ahora en un pastiche grotesco. “Esto se nos ha ido de las manos. Nadie de la Liesa (Liga de las Escolas de Samba) quiere tomar cartas en el asunto para que esto no suceda. Los camiones de basura no están dando abasto para llevarse todo este material”, se lamenta un responsable de la COMLURB (empresa municipal de recogida de basuras) mientras las fauces de un camión deglute carcasas de hierro vestidas con lentejuelas y penachos de plumas. ¿Reciclan algo? “Nada. Es imposible. Todo va directamente al vertedero”, admite la misma fuente, visiblemente avergonzada.

A pocos metros, un guarda municipal observa la dantesca escena de decenas de personas llegadas de diferentes puntos de Brasil que escarban como buitres en las montañas de disfraces. “En Brasil pasa esto porque somos un país rico y nos lo podemos permitir. ¿Se imagina algún país africano con semejante desperdicio de dinero?”, apunta, irónico, el agente.

Sin embargo, la escena contrasta dramáticamente con las palabras del guarda municipal. Los hombres y mujeres “buitre” se disputan los materiales más preciados. “Donde yo vivo no hay estos materiales para hacer disfraces. Después de desfilar venimos para buscar todo lo que se pueda, más que nada las plumas, porque es lo más caro y lo que menos se consigue en mi ciudad”, confiesa la argentina Anahí Bravo, que regenta una escuela de samba en su Mendoza natal.

Diez años lleva viniendo al carnaval de Río de Janeiro Geraldo Eugenio, de 58 años y residente en el vecino Estado de Minas Gerais. Geraldo se afana en recopilar plumas de todo tipo. Con cuidado las va arrancando de los disfraces y con ellas llena hasta el límite grandes bolsas de plástico. “Un kilo de estas plumas cuesta en el Mercado entre 1.600 y 1.800 reales (entre 680 y 765 dólares). Cuando acabe el carnaval lo normal es que regrese a casa con quince kilos”, confiesa, feliz.

A su lado, muchos otros hombres y mujeres “buitre” rebuscan en la carroña que genera el sambódromo ante la mirada impávida de locales y extranjeros que no alcanzan a entender cómo los reponsables del desfile permiten que algo así suceda en una ciudad donde la riqueza está tan mal repartida. De no ser por gente como Anahí o Geraldo, el deperdicio de trabajo, talento y dinero sería mucho mayor. Mientras tanto, la escola Grande Rio anuncia una de sus excentricidades de este año: la pareja que lleva el estandarte de la agrupación visten disfraces con piezas bañadas en oro y 15.000 plumas de faisán albino, de valor estratosférico.

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