La parábola del payaso
Los sermones de Francisco suenan distintos a las predicaciones de sus predecesores, pero ¿quién cree ya, de veras, a un Pontífice romano?
Juan G. Bedoya, El País
Asombra el entusiasmo en torno a Francisco y cómo se subrayan sus sermones, como si nunca antes se hubieran oído otros parecidos en boca de pontífices igualmente alabados y encumbrados. Francisco reclama de los suyos entusiasmo evangelizador, habla en favor de los pobres, predica solidaridad y misericordia, afea al mundo (en genérico) los muchos desastres que produce el Poder e, incluso, aconseja a su Iglesia humildad y pobreza, dicho todo ello desde lujosos palacios y rodeado de las mismas parafernalias imperiales del pasado. ¿Acaso no dijeron Juan Pablo II y Benedicto XVI lo mismo, con igual boato y generando la misma (supuesta) admiración? Si no fue así, cada palabra de este Papa ha de ser tomada como una severa enmienda a la totalidad de los pontificados anteriores.
Pero algo pasa con Francisco para que, sin haber ejecutado todavía una sola medida para aliviar el desprestigio y la crisis de su organización, parezca a muchos que ha emprendido una revolución desde arriba y excitado a otros a dar revolcones al sistema católico por abajo. Perdón por el tópico, pero aquí sí que viene al dedo aquello de McLuhan de que el medio es el mensaje. En un año, este Papa se ha metido en el bolsillo, solo con palabras, a gran parte de sus fieles y a muchos otros que nada tienen que ver con el catolicismo.
Pero… En el autodenominado Estado de la Santa Sede no rigen los usos democráticos occidentales, pero imaginemos a Francisco enfrentado a un debate parlamentario sobre el estado de su Iglesia. ¿Qué programa? ¿Qué medidas en este primer año de mandato? ¿Qué compromisos para el próximo ejercicio? De momento, se ha rodeado de comisiones de expertos que le van a decir lo que hay que hacer: una comisión de cardenales para reformar la Curia, otra para poner orden en las cuantiosas cuentas del Vaticano (de una anterior ha formado parte durante años el cardenal Rouco, y nunca se supo), consejos a las iglesias locales que, al menos en España nadie hace caso…
Se ha dicho hasta la saciedad que uno de los grandes problemas de la Iglesia romana es su incapacidad para comunicarse y conectar con los ciudadanos. Francisco parece haber roto esa barrera. ¿Y ahora, qué? ¿Tendrá algún éxito? ¿Hacia dónde se encamina y con que medios nuevos, ya que los viejos han fracasado? Cada comentócrata vaticanólogo tiene una opinión. Mi preferida se la he leído al filósofo Francesc Torralba, nombrado por Benedicto XVI consultor del Consejo Pontificio de la Cultura de la Santa Sede. La desarrolla en La Iglesia en la encrucijada. De Benedicto XVI al papa Francisco (editorial Destino), después de advertir sobre el riesgo de caer en lo que el gran Sören Kierkegaard relató mediante una parábola, con el título ‘La parábola del payaso’. Ya la usó en su beneficio Joseph Ratzinger (ahora emérito Benedicto XVI) cuando todavía era un joven y libre teólogo de la Universidad de Tubinga. Ratzinger, en 1968, parecía referirse a Pablo VI, sepultado aquel papa hamletiano por la palabrería que arrumbó las mejores reformas del Concilio Vaticano II. Lo escribió para mortificarlo al comienzo de su libro Introducción al cristianismo, de gran impacto en su momento.
Veamos primero la alegoría de Kierkegaard. Resumo: Sucedió una vez que se declaró un incendio entre bastidores en un circo que actuaba en un poblado. El circo rebosaba de aldeanos. El mejor payaso salió al escenario a informar al público. ¡Fuego! ¡Todos fuera, deprisa, que se hunde todo esto! Creyeron que era un chiste y aplaudieron. Repitió el aviso y aplaudieron. Insistió alarmado, y aplaudieron más fuerte, aún más jubilosos, muertos de risa. El circo se vino abajo. Gran desastre. Sentencia el gran filósofo danés: “El mundo se acabará en medio de los aplausos de todos los graciosos que se creerán que es una broma”.
Dice Torralba (página 111): “El payaso fracasa estrepitosamente. No logra comunicar su mensaje porque la forma le traiciona. Lo intenta una y otra vez y se entrega con pasión, pero no lo consigue. Si hubiera perdido un poco de tiempo en cambiar de ropa, habría sido más creíble y los aldeanos se habrían dado cuenta de que el mensaje iba en serio. Sin embargo, en boca de un payaso, el mensaje, por muy verdadero que fuera, no tenía credibilidad en sus oídos”. No hace falta decir que la profesión de payaso es tan digna como la del teólogo o electricista, cuando se hace con dignidad.
Los sermones de Francisco suenan distintos a las predicaciones de sus predecesores, pero ¿quién cree ya, de veras, a un Pontífice romano? El catolicismo está en crisis, vive sumido en cismas a derecha y a izquierda, sigue de espaldas a la modernidad y a la ciencia (la religión del No), pierde fieles sin cesar y afronta escándalos morales y financiaros sin cuento. ¿Qué hacer? ¿Cómo convencer a las jerarquías de que el edificio amenaza ruina?
Convencido del desastre, Benedicto XVI inicio su pontificado en 2005 clamando contra la “suciedad” que veía dentro de su Iglesia (textual: “¡Cuánta suciedad entre nosotros!”). Tiró la toalla en febrero del año pasado, desarmado por los obstáculos, abrumado por los escándalos y sometido a chantajes. Su órgano de prensa, L’Osservatore Romano’ había escrito poco antes que el Papa estaba “rodeado de lobos”. “Una viña devastada por jabalíes”, fue la metáfora preferida. Creía ver puercos salvajes a extramuros, cuando realmente pastaban dentro de la fortaleza, regocijados.
Francisco, su sucesor, no ha hecho desde entonces más que discursos hermosos y distintos, sin tomar medidas ni ordenar reformas, como si creyera que la crisis se fuese a remediar con un simple cambio de zapatos.
Cierto: Todo parece nuevo en Francisco. ¿Lo es? Jesuita, argentino y peronista cuando era joven, habla con los pobres, clama contra el dinero oscuro, execra de la riqueza de sus jerarcas –¡oh, esos cochazos y palacios arzobispales!-, invita a los obispos, tan sombríos, a ser alegres y confiados, pide a la Iglesia que tome la calle, predica la laicidad del Estado (vade retro en España, donde curas y prelados cobran de Hacienda, sin que el católico ponga de su bolsillo ni un euro más que ateos, protestantes o judíos en el IRPF). Incluso pide “lío” y “revolución”. ¿Quién cree?
En España, no se ven cambios. Tampoco se los ha pedido Francisco a los obispos de acá, pese a estar reunido con ellos varias veces en las últimas semanas. Tendría alguna credibilidad lo que predica si empezara por hacer cumplir las leyes del Vaticano (reunidas en un llamado Código de Derecho Canónico), y cumplirlas él mismo, como reclamaba cuando era cardenal arzobispo de Buenos Aires y quiso que Roma le aceptara su retiro nada más cumplir 75 años. Aquí, los arzobispos de Madrid y Barcelona, cardenales Rouco Varela y Martínez Sistach, respectivamente, superan con creces esa edad y siguen en activo. Los papas anteriores solo exigían el límite de edad a los prelados que les eran antipáticos, mientras sus afines prolongaban mandatos varios años. ¿Estamos en lo mismo?
Juan G. Bedoya, El País
Asombra el entusiasmo en torno a Francisco y cómo se subrayan sus sermones, como si nunca antes se hubieran oído otros parecidos en boca de pontífices igualmente alabados y encumbrados. Francisco reclama de los suyos entusiasmo evangelizador, habla en favor de los pobres, predica solidaridad y misericordia, afea al mundo (en genérico) los muchos desastres que produce el Poder e, incluso, aconseja a su Iglesia humildad y pobreza, dicho todo ello desde lujosos palacios y rodeado de las mismas parafernalias imperiales del pasado. ¿Acaso no dijeron Juan Pablo II y Benedicto XVI lo mismo, con igual boato y generando la misma (supuesta) admiración? Si no fue así, cada palabra de este Papa ha de ser tomada como una severa enmienda a la totalidad de los pontificados anteriores.
Pero algo pasa con Francisco para que, sin haber ejecutado todavía una sola medida para aliviar el desprestigio y la crisis de su organización, parezca a muchos que ha emprendido una revolución desde arriba y excitado a otros a dar revolcones al sistema católico por abajo. Perdón por el tópico, pero aquí sí que viene al dedo aquello de McLuhan de que el medio es el mensaje. En un año, este Papa se ha metido en el bolsillo, solo con palabras, a gran parte de sus fieles y a muchos otros que nada tienen que ver con el catolicismo.
Pero… En el autodenominado Estado de la Santa Sede no rigen los usos democráticos occidentales, pero imaginemos a Francisco enfrentado a un debate parlamentario sobre el estado de su Iglesia. ¿Qué programa? ¿Qué medidas en este primer año de mandato? ¿Qué compromisos para el próximo ejercicio? De momento, se ha rodeado de comisiones de expertos que le van a decir lo que hay que hacer: una comisión de cardenales para reformar la Curia, otra para poner orden en las cuantiosas cuentas del Vaticano (de una anterior ha formado parte durante años el cardenal Rouco, y nunca se supo), consejos a las iglesias locales que, al menos en España nadie hace caso…
Se ha dicho hasta la saciedad que uno de los grandes problemas de la Iglesia romana es su incapacidad para comunicarse y conectar con los ciudadanos. Francisco parece haber roto esa barrera. ¿Y ahora, qué? ¿Tendrá algún éxito? ¿Hacia dónde se encamina y con que medios nuevos, ya que los viejos han fracasado? Cada comentócrata vaticanólogo tiene una opinión. Mi preferida se la he leído al filósofo Francesc Torralba, nombrado por Benedicto XVI consultor del Consejo Pontificio de la Cultura de la Santa Sede. La desarrolla en La Iglesia en la encrucijada. De Benedicto XVI al papa Francisco (editorial Destino), después de advertir sobre el riesgo de caer en lo que el gran Sören Kierkegaard relató mediante una parábola, con el título ‘La parábola del payaso’. Ya la usó en su beneficio Joseph Ratzinger (ahora emérito Benedicto XVI) cuando todavía era un joven y libre teólogo de la Universidad de Tubinga. Ratzinger, en 1968, parecía referirse a Pablo VI, sepultado aquel papa hamletiano por la palabrería que arrumbó las mejores reformas del Concilio Vaticano II. Lo escribió para mortificarlo al comienzo de su libro Introducción al cristianismo, de gran impacto en su momento.
Veamos primero la alegoría de Kierkegaard. Resumo: Sucedió una vez que se declaró un incendio entre bastidores en un circo que actuaba en un poblado. El circo rebosaba de aldeanos. El mejor payaso salió al escenario a informar al público. ¡Fuego! ¡Todos fuera, deprisa, que se hunde todo esto! Creyeron que era un chiste y aplaudieron. Repitió el aviso y aplaudieron. Insistió alarmado, y aplaudieron más fuerte, aún más jubilosos, muertos de risa. El circo se vino abajo. Gran desastre. Sentencia el gran filósofo danés: “El mundo se acabará en medio de los aplausos de todos los graciosos que se creerán que es una broma”.
Dice Torralba (página 111): “El payaso fracasa estrepitosamente. No logra comunicar su mensaje porque la forma le traiciona. Lo intenta una y otra vez y se entrega con pasión, pero no lo consigue. Si hubiera perdido un poco de tiempo en cambiar de ropa, habría sido más creíble y los aldeanos se habrían dado cuenta de que el mensaje iba en serio. Sin embargo, en boca de un payaso, el mensaje, por muy verdadero que fuera, no tenía credibilidad en sus oídos”. No hace falta decir que la profesión de payaso es tan digna como la del teólogo o electricista, cuando se hace con dignidad.
Los sermones de Francisco suenan distintos a las predicaciones de sus predecesores, pero ¿quién cree ya, de veras, a un Pontífice romano? El catolicismo está en crisis, vive sumido en cismas a derecha y a izquierda, sigue de espaldas a la modernidad y a la ciencia (la religión del No), pierde fieles sin cesar y afronta escándalos morales y financiaros sin cuento. ¿Qué hacer? ¿Cómo convencer a las jerarquías de que el edificio amenaza ruina?
Convencido del desastre, Benedicto XVI inicio su pontificado en 2005 clamando contra la “suciedad” que veía dentro de su Iglesia (textual: “¡Cuánta suciedad entre nosotros!”). Tiró la toalla en febrero del año pasado, desarmado por los obstáculos, abrumado por los escándalos y sometido a chantajes. Su órgano de prensa, L’Osservatore Romano’ había escrito poco antes que el Papa estaba “rodeado de lobos”. “Una viña devastada por jabalíes”, fue la metáfora preferida. Creía ver puercos salvajes a extramuros, cuando realmente pastaban dentro de la fortaleza, regocijados.
Francisco, su sucesor, no ha hecho desde entonces más que discursos hermosos y distintos, sin tomar medidas ni ordenar reformas, como si creyera que la crisis se fuese a remediar con un simple cambio de zapatos.
Cierto: Todo parece nuevo en Francisco. ¿Lo es? Jesuita, argentino y peronista cuando era joven, habla con los pobres, clama contra el dinero oscuro, execra de la riqueza de sus jerarcas –¡oh, esos cochazos y palacios arzobispales!-, invita a los obispos, tan sombríos, a ser alegres y confiados, pide a la Iglesia que tome la calle, predica la laicidad del Estado (vade retro en España, donde curas y prelados cobran de Hacienda, sin que el católico ponga de su bolsillo ni un euro más que ateos, protestantes o judíos en el IRPF). Incluso pide “lío” y “revolución”. ¿Quién cree?
En España, no se ven cambios. Tampoco se los ha pedido Francisco a los obispos de acá, pese a estar reunido con ellos varias veces en las últimas semanas. Tendría alguna credibilidad lo que predica si empezara por hacer cumplir las leyes del Vaticano (reunidas en un llamado Código de Derecho Canónico), y cumplirlas él mismo, como reclamaba cuando era cardenal arzobispo de Buenos Aires y quiso que Roma le aceptara su retiro nada más cumplir 75 años. Aquí, los arzobispos de Madrid y Barcelona, cardenales Rouco Varela y Martínez Sistach, respectivamente, superan con creces esa edad y siguen en activo. Los papas anteriores solo exigían el límite de edad a los prelados que les eran antipáticos, mientras sus afines prolongaban mandatos varios años. ¿Estamos en lo mismo?