El tamaño del monstruo

A estas alturas es una obviedad advertir que la gala de entrega de los Premios Oscar se ha convertido en un gigantesco anuncio

Eugenia de la Torriente, El País
A estas alturas es una obviedad advertir que la gala de entrega de los Premios Oscar se ha convertido en un gigantesco anuncio. De forma parecida a lo que sucede con la Super Bowl, la cultura del espectáculo y la mercadotecnia ha impregnado el acontecimiento estadounidense hasta el punto de crear una suerte de pista de circo paralela a la principal. Sí, se siguen otorgando unos importantes galardones cinematográficos, de los que depende toda una industria. Pero hay otra industria —la de la moda, las joyas y la cosmética— que exhibe sus propias instalaciones y servidumbres. Ese segundo escenario es la alfombra roja que ha acampado frente al teatro de Los Ángeles. Física y metafóricamente, un peaje voraz que hay que franquear para acceder al recinto.


Hay algunos datos ilustrativos. Dos horas dura ya el espectáculo de los trajes, por cuatro del de los premios. Ayer por la tarde, el tema más leído en la edición digital de este diario era una crónica de los galardones. El tercero, la fotogalería que retrataba los atuendos de los asistentes. Este secundario le roba minutos al protagonista. A toda velocidad. Porque no está de más recordar que el fenómeno es todavía reciente. Hasta la década de los ochenta, los actores y actrices se preparaban para la ceremonia con mayor o menor fortuna en función de sus posibilidades, maña y gustos. A veces, vestían ropa que les proporcionaban los diseñadores de vestuario de los estudios o se ponían algo que tuvieran en el armario. Tales situaciones resultan hoy completamente impensables.

Al principio de los años noventa, el astuto Giorgio Armani olfateó las posibilidades publicitarias que albergaba vestir a Hollywood. Era un camino que otros antes ya habían recorrido. Por ejemplo, Salvatore Ferragamo construyó un lucrativo negocio gracias a la asociación de sus zapatos con las estrellas cinematográficas en los años veinte. En todo caso, Armani centró sus esfuerzos en la gala de los Oscar y llegó a vestir a decenas de invitados, encantados de que un elegante diseñador italiano les prestara sus trajes a cambio de nada. En aquellos tiempos el grado de improvisación e ingenuidad permitía que las actrices se peinaran ellas mismas y se podía ver a Sharon Stone ataviada con una camiseta de Gap.

El éxito económico que cosechó Armani gracias a su asociación con los premios y con el cine en general, despertó pronto a sus competidores. Al mismo tiempo, nacía una nueva industria de la comunicación dedicada a informar compulsivamente de cada paso que daban cierta clase de personajes famosos (en su mayoría, actores, músicos, deportistas o presentadores de la televisión). Estos medios tuvieron un doble efecto. Por una parte, abrieron una nueva arena promocional que incrementó el interés de toda clase de firmas comerciales (de maquillaje, complementos, joyas, tecnología, ropa…). Por otra, generaron una sensación de inseguridad aún mayor en los sujetos que recibían semejante grado de atención.

Esa combinación de elementos provocó la entrada de los estilistas. En la medida en que todo el mundo quería un trocito de la alfombra, los actores empezaron a necesitar ayuda profesional para gestionar la avalancha de propuestas. En la última década, los estilistas han pasado de ser un oficio auxiliar a un elemento central de la sofisticada operación publicitaria en la que todo esto se ha convertido. Según la bola se hacía más y más grande, los estilistas fueron ganando poder. Y los diseñadores lo fueron perdiendo. Ahora su relación con los actores está tan mercantilizada e industrializada que en muchos casos es necesario desembolsar grandes sumas de dinero para asegurarse que lleven sus vestidos. Ellos crearon el gran teatro de la publicidad gratuita a las puertas del cine, pero el monstruo ha crecido tanto que ahora les toca pagar por él.

Son las nuevas reglas del juego y pocos se rebelan ante el inexorable rumbo de la situación. Además, los actores obtienen su propio beneficio. No solo una remuneración directa por convertirse en maniquíes de una serie de productos. Si saben jugar bien sus cartas, pueden convertir sus apariciones en la alfombra roja —así como en desfiles y en revistas de moda— en oportunidades para construirse una imagen pública que favorezca su carrera profesional. La lógica económica de la operación es evidente y se trata de un reflejo más de los tiempos y la forma en que hoy vivimos. A nadie le extraña que la agencia IMG (un gigante de la representación deportiva y de moda) haya sido comprada por William Morris Endeavor (que gestiona carreras en el cine y la industria del espectáculo) por 2.300 millones de dólares. Las sinergias comerciales entre moda y cine solo van a ir a más. De momento, seis horas después de que Lupita Nyong'o obtuviera el premio a la mejor actriz secundaria, ya conocíamos hasta la marca de su brillo de labios y su esmalte de uñas. Tal es ahora el tamaño del monstruo.

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