El cisma ucranio atraviesa Donetsk

La región más rica y rusófona del país es un escenario donde el anhelo de acercarse a Europa y el desafío neoimperial de Putin se enfrentan cara a cara

María Antonia Sánchez-Vallejo
Donetsk, El País
La región de Donetsk tiene el tamaño de Sicilia, una población de 4,5 millones de habitantes —el 10% de la de Ucrania— y genera una quinta parte de la producción industrial del país gracias al hierro y el carbón. Su capital, homónima, ronda el millón de personas y es una mezcla de desolación postsoviética, centros comerciales anodinos y la joya de la ciudad, el estadio del Shaktar FC, una corola de cristal y acero que de noche resplandece como una gema multicolor. El dueño del club, el magnate Rinat Ajmetov, es el hombre más rico de Ucrania, con una fortuna de 12.000 millones de dólares en campos tan variados como los medios de comunicación, la metalurgia o la construcción.


Viene a cuento la mención de Ajmetov, cuyos tentáculos llegan hasta Crimea, porque en la procelosa política local nada se mueve sin su aquiescencia o la de otros multimillonarios de menor rango, pero igual influencia, como el gobernador de la ciudad, Serhiy Taruta, recién nombrado por el Gobierno de Kiev. Junto a los oligarcas —casi todos de pasado dudoso—, una casta de burócratas y miembros de los servicios de seguridad manejan los hilos de un escenario donde hoy se enfrentan cara a cara el Maidán de Kiev y la población rusa de Ucrania; el anhelo de Europa y el desafío neoimperial de Putin. Donetsk es también el bastión del expresidente prorruso Víctor Yanukóvich.

Que en la zona, con una importante minoría rusófona, resuenen estos días tambores de guerra es algo obvio: a solo 70 kilómetros al este, Moscú tiene desplegados miles de hombres, y más de uno da por seguro que las elecciones convocadas por las nuevas autoridades de Kiev para mayo no llegarán a celebrarse porque antes Putin cruzará el Rubicón de la frontera, tras el bocado de Crimea. Para calentar el ambiente, los prorrusos se manifiestan desde hace días pidiendo un referéndum similar al de la península del mar Negro, o como mínimo una estructura federal que preserve sus características culturales —el idioma, en especial— y atesore una riqueza que, denuncian, revierte mayoritariamente en la centralista Kiev. Parecidas ansias autonomistas vive Lugansk, el otro feudo ruso en Ucrania.

“Esta región ha sido tradicionalmente prorrusa”, afirma Ihor Todorow, profesor de la Universidad Nacional de Donetsk, “pero estudios recientes matizan el grado de adhesión a Moscú. Frente a un 12% de sentimiento prorruso en el país, y un 42% en Crimea, en Donetsk habría un 30%, aunque puede haber aumentado por la crisis. Alrededor del 60% de la población es ucrania étnica”.

A vuelapluma, podría decirse que en el campo pro-Maidán militan universitarios, profesionales o empleados, y a favor del Kremlin, obreros, parados y pensionistas, por no hablar, añade Todorow, confeso partidario de Kiev, de los titoshki, jóvenes de barrios deprimidos que engrosan previo pago las filas prorrusas o revientan las del enemigo, así de enconada es la lucha. Dos mundos, dos lenguajes: según la trinchera desde que se dispare, “fascistas” (pro-Kiev) frente a “separatistas” (pro-Moscú), o viceversa.

Pero en el fondo nada, salvo las adhesiones —viscerales, sin un gramo de disimulo—, resulta evidente en esta ciudad gris y densa, perfilada por un skyline de grúas e invadida por el humo tóxico y acre de las fábricas, por el olor a cieno en las tuberías. “Crimea es transparente en comparación con Donetsk, un círculo cerrado que da vueltas sobre sí mismo”, dice Alexander Kliuzhev, del Comité de los Votantes de Ucrania, que vela por la transparencia en procesos electorales. “El Partido de las Regiones [de Yanukóvich] y las élites locales no han permitido hasta ahora un juego político libre, y el cambio de Gobierno en Kiev hacía albergar esperanzas de que esto pudiera cambiar. Pero tras la anexión de Crimea ahora no depende de ellos, sino de Rusia”, señala Kliuzhev.

“Parte del poder local sigue en manos de hombres de Yanukóvich”, advierte el profesor Todorow. “La región siempre ha sido prorrusa, pero su partido ha contribuido a azuzar emocionalmente el hecho de la identidad”, subraya. En la plaza Lenin, presidida por una estatua del líder soviético, hay banderas con la hoz y el martillo, pero también muchos leales al presidente expulsado por el Maidán, a quien el oligarca Ajmetov apoyó en 2010 y, supuestamente, ha dejado caer ahora. Su vuelta al poder es el otro leit motiv de la protesta prorrusa, que ayer solo congregó a 300 personas.

Donetsk es la ciudad más rica de Ucrania, aunque no hay ni un dato —de prosperidad, de paro, de desigualdades— que cimente los distintos argumentos de los bandos, solo ciegas embestidas contra el contrario. Pero es la crisis económica lo que, aseguran sus partidarios, espolea las protestas prorrusas. “El Maidán era en un 70% una revuelta social, y el resto, un movimiento político. Aquí hay algo parecido: gente muy pobre que se manifiesta ante el neocolonialismo oligarca; trabajadores que ganan 250 euros al mes, por no hablar de todos los parados no oficiales sin subsidio”, explica Andrei Purgin, líder del grupo prorruso República de Donetsk.

El papel de los oligarcas, esa élite que no solo nada en dinero, sino que además lo exhibe obscenamente, empapa todas las conversaciones. “Los locales tienen muchas conexiones con Rusia, porque parte de las exportaciones de sus fábricas van allí. Los grandes empresarios esperan más cooperación de la UE para compensar la pérdida de esos socios”, afirma el periodista Sergey Harmash, coordinador del Comité de Fuerzas Patrióticas de la región de Donetsk (pro-Kiev). “Lo que se plantean ahora los empresarios es una dicotomía muy simple: perder un poco [los negocios con Rusia] o perderlo todo”, añade Harmash.

La demostración de fuerza de los prorrusos da señales de astenia, pero no por eso decae el encono. Para Sasha Sheremet, ingeniero en paro de 25 años afín al grupo prorruso República de Donetsk, ello se debe a la falta de líderes. “Había uno con tirón, Pavel Gubarev, y por eso está en la cárcel”, afirma Sheremet. “Pero razones para el descontento hay muchas. La gente está muy enfadada con Kiev, y ninguno de los partidos del nuevo Gobierno va a sacar votos aquí. El único que puede hacerlo es el candidato de las Regiones”, un exministro cercano a Dmytro Firtash, otro oligarca.

Como en toda guerra, la de la propaganda alcanza una intensidad cardiaca, ante la que resulta imposible protegerse. En la protesta, los jubilados prorrusos esgrimen sus míseras pensiones —100 dólares de media— para mostrar su adhesión a Moscú, igual que más al sur hacen los crimeos. “En Rusia las pensiones son cuatro veces más altas. Ahora Kiev nos va a subir el gas un 50%, pero no las pensiones. ¿Y Europa y EE UU? Con una mano nos ayudan y con la otra nos ahogan. Esto es un genocidio contra el pueblo ucranio. Queremos vivir junto con Rusia y Bielorrusia. No pararemos hasta lograrlo”, advierte Anatoly Kukushkin, de 61 años. De los altavoces que vomitan consignas (“Putin”, “Rusia”, “Yanukóvich”), sale una versión máquina del himno ruso mientras el cielo nieva con precisión soviética.

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