ANÁLISIS / ¿Hacia una nueva guerra?

El nuevo Gobierno ucranio haría bien en examinar las opciones para federalizar el país, con el fin de otorgar más autonomía a la península de Crimea

Orlando Figes, El País
Los augurios son pesimistas: el Parlamento de Crimea invadido por pistoleros prorrusos; sus aeropuertos tomados por soldados vestidos de uniforme ruso; y el avance de camiones y helicópteros militares también rusos. Da la impresión de que nos encaminamos hacia una nueva Guerra de Crimea.


El rumbo que seguirá es previsible. Las tropas rusas, o más probablemente sus representantes crimeas, llevarán a cabo un golpe de Estado para defender los intereses de la mayoría de habla rusa en la península y celebrarán un referéndum para obtener la autonomía de Ucrania. Tal vez volvería a unirse a Rusia, pese a las protestas de sus habitantes tártaros y ucranios. Después, el movimiento prorruso podría extenderse quizá al sureste de Ucrania, cuyas industrias dependen casi por completo de Rusia. El resultado final: pierde Ucrania, gana Rusia.

Era inevitable que Crimea fuera el centro de la reacción contra la revolución ucrania. La península situada en el Mar Negro es la única región de Ucrania que tiene una clara mayoría rusa. Los rusos de dentro y fuera de Crimea llevan más de 20 años -desde que cayó la Unión Soviética- resentidos por tener que someterse al gobierno de Kiev, una situación que es una espina en las relaciones entre Ucrania y Rusia.

El Tratado de Amistad y Cooperación entre los dos países -por el que Rusia ocupa la base naval de Sebastopol, que alquila al gobierno ucraniano- concede a los rusos tantos derechos a la hora de ejercer su poder militar en el territorio vecino que muchos consideran que socava la independencia del país. En 2008, los ucranios dijeron que no renovarían la concesión de la base cuando expire, en 2017. Sin embargo, una gran subida del precio del gas hizo que acabaran cediendo y, en 2010, prolongaron el alquiler de la base a la Marina rusa hasta 2042. Quién sabe qué sucederá ahora.

Desde el punto de vista ruso, lo más irritante es que Crimea formó parte de su país hasta 1954. Hace exactamente 60 años, el 27 de febrero de 1954, Nikita Jruschov regaló la península como si tal cosa a Ucrania (después de 15 minutos de debate en el Presidio Supremo), en teoría para conmemorar el 300 aniversario del tratado de 1654 que unió Ucrania y Rusia.

En aquellos tiempos, la era de "la fraternidad de los pueblos", dentro de la URRS no existían fronteras reales entre las repúblicas soviéticas, cuyos territorios estaban diseñados en gran parte con arreglo a criterios artificiales e incluso arbitrarios.

Pero la caída del imperio soviético revivió los sentimientos nacionales. Los rusos de Ucrania sintieron que se habían quedado huérfanos con la ruptura de los lazos que unían el país a Moscú, y se aferraron a Crimea como símbolo de su resentimiento nacional.

Crimea tiene una importancia vital para los rusos. Según las crónicas medievales, fue en Jersonesos -la antigua ciudad colonial griega en la costa suroccidental de Crimea, junto a Sebastopol- donde en 988 recibió el bautismo Vladimir, el Gran Príncipe de Kiev, un hecho que supuso la llegada del cristianismo a la Rus de Kiev, el reino del que Rusia heredó su identidad religiosa y nacional.

Después de que los turcos y las tribus tártaras gobernaran Crimea durante 500 años, los rusos se anexionaron la península en 1783. Se convirtió en la frontera que separaba a Rusia del mundo musulmán, la división religiosa sobre la que creció el imperio ruso. A Catalina la Grande le gustaba emplear su nombre griego, Táuride, más que el tártaro, Crimea (Krym). Decía que era el vínculo entre Rusia y la civilización helénica de Bizancio. Repartió entre los nobles rusos, para que construyeran sus grandiosos palacios, las tierras montañosas de la costa sur, de una belleza equiparable a la de Amalfi; se trataba de que aquellos edificios clásicos, jardines mediterráneos y viñedos anunciaran una nueva civilización cristiana en el viejo territorio hereje.

Poco a poco se expulsó a la población tártara, que fue sustituida por colonos rusos y otros cristianos orientales: griegos, armenios y búlgaros. Antiguas ciudades tártaras como Bajchisarái perdieron importancia, y se construyeron otras de nueva planta como Sebastopol, completamente en estilo neoclásico. Las iglesias rusas reemplazaron a las mezquitas. Y se prestó enorme atención al hallazgo de restos arqueológicos cristianos, ruinas bizantinas, cuevas, ermitas y monasterios de ascetas, con el propósito de dejar claro que Crimea era un lugar sagrado, la cuna del cristianismo ruso.

En el siglo XIX, la flota del Mar Negro fue un elemento fundamental del poderío imperial de Rusia. Desde Sebastopol logró intimidar a los otomanos y afianzar el dominio ruso de toda la región circundante, incluidos el Cáucaso y los estrechos turcos para salir al Mediterráneo. El Reino Unido se alarmó. Rusia parecía una amenaza contra sus intereses en Oriente Próximo (la ruta hacia India). La rusofobia se disparó en Europa después de que las tropas del Zar reprimieran la revuelta polaca en 1830 y la revolución húngara en 1848. La prensa británica estaba deseando bajar los humos a los rusos. El emperador recién elegido en Francia, Napoleón III, se mostró encantado de ayudar, en venganza por la derrota ante los rusos en 1812.

Estos fueron los anteedentes de la Guerra de Crimea de 1854-1856, que estalló cuando el zar Nicolás I se enredó en una complicada disputa con los franceses por el acceso a los lugares sagrados de Tierra Santa y emprendió una defensa de los súbditos ortodoxos del sultán en los Balcanes que acabó yéndosele de las manos. Nicolás podría haber evitado el conflicto, pero creía que Rusia tenía razón, y acusaba a las potencias occidentales de aplicar un doble rasero, de intervenir en otros países cuando les convenía y criticar a Rusia cuando lo hacía.

Los británicos y los franceses enviaron sus tropas a Crimea a destruir la base naval. Hubo grandes errores militares, como la famosa Carga de la Brigada Ligera, en la que 600 jinetes británicos cayeron machacados por la artillería rusa en las colinas de Sebastopol. Pero los aliados estrecharon el cerco y, durante 11 meses, los marinos rusos resistieron sitiados en la ciudad --una batalla inmortalizada por Tolstoi en sus Relatos de Sebastopol--, hasta que, al final, tuvieron que ceder la ciudad a las fuerzas aliadas, muy superiores. Su heroico sacrificio se convirtió en un poderoso símbolo emotivo de la resistencia rusa para la imaginación nacionalista.

Sebastopol sigue definiendo su carácter ruso de acuerdo con esa mentalidad de sitio. Los recuerdos de la Guerra de Crimea agitan aún profundos sentimientos de orgullo y resentimiento frente a Occidente. Aunque Rusia terminó derrotada, siempre ha presentado la guerra como una victoria moral. Nicolás I es uno de los héroes de Putin porque luchó por los intereses de Rusia contra todas las grandes potencias. Su retrato está colgado en la antecámara del despacho presidencial en el Kremlin.

Para evitar una nueva Guerra de Crimea, Putin tendrá que ejercer más contención que su héroe zarista. Hay que tranquilizar las emociones nacionalistas. Existen remedios políticos para resolver las profundas divisiones en Ucrania. Si se logra mantener la paz hasta las elecciones del 25 de mayo, el nuevo gobierno ucraniano haría bien en examinar las opciones para federalizar el país, con el fin de otorgar más autonomía a la península. Sin embargo, con Yanukóvich diciendo que las elecciones son "ilegales", hay una gran incertidumbre y, si cuenta con el respaldo de Rusia, pocas esperanzas de que sea posible resolver esas divisiones por medios pacíficos.

Orlando Figes es autor de Crimea: La primera gran guerra (Edhasa).

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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