El Madrid pisotea la maldición
Habrá quien minimice el triunfo del Madrid apelando a la irrelevancia histórica del Schalke. No sería justo. Peores equipos le han hecho daño al Real Madrid en sus viajes a Alemania. La diferencia es que este visitante no tiene comparación con aquel que sufría en los años 70, 80 o 90. Es mejor, de modo desbordante, diría. Y lo es en todos los conceptos. El poderío físico que favorecía a los alemanes juega ahora en favor del Madrid; ya no surgen gigantes rubios al segundo palo porque casi nadie ataca con fuerzas para colgar balones al segundo palo. Ahora los gigantes son morenos, madridistas y se peinan la raya con cartabón. El talento también resulta incomparable. Y los recursos, por qué no decirlo. Y el plan, admitámoslo también. Desde hace varios años el Madrid se construye con Cristiano como modelo. El objetivo es que el equipo se le parezca, que corra como un guepardo y que muerda como un tigre, por hacer una analogía con cabida en las tardes de La 2. El retrato robot sería un soldado con condiciones atléticas para competir en un decathlon. Quizá eso sea más exacto. Bale es la última evolución de ese proyecto biónico.
Parte de la obra está firmada por Mourinho, no se puede negar. Su modo de entender el fútbol es ese, y esa fue su forma de combatir al Barcelona, primero con piedras y luego de una manera más refinada. Así, haciendo gala de solidez, alcanzó tres semifinales consecutivas de Champions. El problema, en última instancia, fue él. Su carácter, su ego y sus mil guerras abiertas cargaban al equipo de una presión insoportable para acometer el último salto. Por cierto, el Oporto de Mourinho ganó la Champions de 2004 en el Veltins Arena. En este estadio, por tanto, empezó todo.
Pero volvamos al presente. La llegada de Ancelotti ha sido importante en muchos aspectos, pero sobre todo porque nos ha permitido observar al Madrid en un ambiente feliz. Y todo el mundo crece en un ambiente feliz, sépanlo los negreros. El italiano, además, ha contado con la dosis de fortuna necesaria; tenía razón Napoleón cuando reclamaba generales con suerte. El caso es que la lesión de Khedira le ha hecho explorar caminos nuevos que han desembocado en este 4-3-3 con Modric renacido y Di María reinventado como interior. Por uno o por otro, Khedira ha sido sustituido por un futbolista mejor.
Ancelotti ha sabido adaptarse a lo que había y, con el estilo de Vicente del Bosque, ha hecho aportaciones decisivas que se confunden con evoluciones naturales. El éxito de un entrenador, como de una buena película, es lograr que el diálogo fluya sin parecer impostado. El riesgo es que alguien piense que los actores/futbolistas no tienen un guión detrás.
Ahora es fácil decirlo, claro, pero el Schalke entró muy alegre en el partido, con la defensa adelantada y convencido de que podría intercambiar golpes y carreras con el Madrid. Tan ingenuo. Y tan sordo a las señales. A los diez minutos, varios pases largos ya habían hecho crujir la cadera de los centrales. A los 20 minutos el Schalke perdía 0-2. Equivocó la táctica, queda claro. Le pudo el entusiasmo, el ardor del público, la emoción de medirse por vez primera al Madrid. Tal vez se miraron al espejo y se sintieron alemanes vestidos de Italia, combinación infalible, al menos en la teoría cromática (el equipo no gana una liga desde hace 56 años). Quizá confundieron a San Raúl, patrón de los genios impasibles, con San Judas Tadeo, patrón de las misiones imposibles. Ahora es fácil decirlo, claro, pero el Schalke debió salir vestido de minero, casco incluido, preparado para abrir un pozo y extraer carbón, atento a las explosiones de grisú. Dispuesto a mancharse y sin otro objetivo que salir con vida. El partido no era una fiesta, y eso creyeron los de azul y blanco. Pobres.
Para reponerse del trauma, el Schalke debería tumbarse en el diván y recordar los primeros cinco minutos, cuando enlazó un córner y un cabezazo de cabezazo de Höwedes, cuando Matip robó un balón a Cristiano y Gelsenkirchen sintió que el ogro no era tan terrible. Fueron momentos de felicidad mentirosa. Hasta Boateng, de cabeza, puso a prueba la colocación de Casillas. No se volvió a divisar al hombre de los veinte tatuajes (incluido el de su exmujer, Jennifer, ocho letras, para más dolor).
A los doce minutos, Benzema marcó el primero. Bale trazó hacia el área, conectó con Cristiano y el portugués, en la posición de un pivote de balonmano, sorprendió a la defensa con un taconazo. Karim lo entendió todo desde el principio y chutó como si marcar fuera lo menos complicado de la frase.
Sin embargo, no fue ese el momento clave del partido, o el que giró decisivamente su rumbo. Llegó un minuto después, cuando el Schalke reaccionó, avanzó con furia y Farfán puso el balón en el área, desarbolados los defensas. El remate de Draxler, casi a bocajarro, hubiera sido gol ante otro portero de antes y ahora. Sin embargo, Casillas lo repelió, con alguna parte de su cuerpo, probablemente con alguna pluma de sus alas. La parada, absolutamente inexplicable, demolió por completo la moral del Schalke, que entendió que no había humanos al otro lado, sólo marcianos. Quien todavía diga que Casillas es viejo o bajito debe graduarse de inmediato la vista y el corazón.
Al rato, llegó el segundo gol. Benzema le robó la pelota al desdichado Santana y se la entregó a Bale, que se aproximó a la portería con el rifle recortado de su pierna izquierda. A cada paso parecía cargarlo, para mayor terror de los transeúntes. La aproximación fue digna de Conan, pero el desenlace fue sublime: recortó al desgraciado Santana, dibujó la cuerda de Iniesta (soga, en este caso) y disparó, con algo de puntera y todo de dinamita.
El Schalke se sintió apesadumbrado, pero todavía no había empezado a llover. Entre otras cosas, faltaba Cristiano, ciclogénesis explosiva. A la media hora, disparó al palo. A la jugada siguiente, el portero impidió que se estrenara. Contra Fährmann volvió a estrellarse antes del descanso. La rabia de Cristiano debió inundar el vestuario mientras los demás sonreían.
Suerte que no tardó en aliviarse. A los 51 minutos, Cristiano marcó después de hacer la bicicleta y cortocircuitar a Matip, aquel tipo que osó quitarle un balón. Después fulminó a Fährmann con un zurdazo impactado con el empeine del alma, para que no se escapara.
Cinco minutos más tarde marcó de nuevo Benzema, presente en todo lo bueno y hubo mucho. Partió de la banda, se apoyó en Cristiano y batió al portero. La compenetración resultó tan natural que más que compañeros parecieron hermanos, mellizos tal vez.
Fährmann, entretanto, vivía su melodrama particular. De no haber sido por él, su equipo hubiera sufrido una derrota todavía peor. Sin sus paradas, Cristiano hubiera confirmado ya el próximo Balón de Oro. Pese a todo, seguía jarreando. La manita la marcó Bale en una jugada muy particular, pues el galés esperó el pase de Sergio Ramos desde los tacos de salida, pendiente de la línea y al límite del fuera de juego. Lo siguiente fue un galope y un resplandor. No sé más. Tampoco Fährmann.
Santana, el único azul sobre el campo que sabía lo que es ganar al Madrid (jugó en el Dortmund el pasado año), completó su noche horribilis con un penalti sobre Jesé. Al árbitro le dio vergüenza pitarlo. Cristiano lo vio de otro modo. Según su criterio, no se honra a los enemigos muertos con velas, sino con goles. De modo que marcó el sexto, el segundo de su cuenta. Se la cedió Benzema, gracias hermano, regateó al portero y lo celebró como si jamás hubiera celebrado uno.
Con el tiempo cumplido, el cielo le arrojó un pañuelo al Schalke. Cayó al tiempo que el balón aterrizaba sobre la diestra de Huntelaar, cuya preciosa volea terminó con el récord de imbatibilidad de Casillas. Bonito final para una gran historia. El Bayern no está solo. El Madrid también impresiona al mundo.