La gran prueba de los Legionarios

La congregación protegida por Juan Pablo II fue obligada por Benedicto XVI a refundarse
Francisco tiene la última palabra sobre el futuro de la organización

Pablo Ordaz
Roma, El País
La primera pregunta que, de aquí a un mes, tienen que responder los 61 delegados de los Legionarios de Cristo reunidos desde ayer en Roma es muy clara: ¿de qué forma puede seguir existiendo una congregación que, fundada en 1941 por el sacerdote mexicano Marcial Maciel (1920-2008) a su imagen y semejanza, presumió durante décadas de ser lo mejor de la Iglesia —los más puros, los más influyentes, los más poderosos, el brazo armado de Juan Pablo II— mientras que, de puertas para adentro, su fundador y un grupo de secuaces robaban y abusaban de menores, incluidos sus propios hijos, bajo la protección de su poder y el desprecio a las víctimas?


No será una pregunta fácil de responder, por cuanto de ella no solo depende la credibilidad de los Legionarios de Cristo. También supone un desafío para el papa Francisco, cuyo mensaje está en las antípodas de la congregación ultraconservadora y quien se ha reservado expresamente la última palabra sobre el futuro de la Legión.

Oficialmente, el objetivo del llamado Capítulo General Extraordinario es cerrar, con la revisión de sus estatutos y la elección de un nuevo gobierno, el proceso de renovación ordenado en 2010 por el papa Benedicto XVI tras descubrirse que los abusos de Marcial Maciel —robaba a manos llenas, se drogaba con morfina, abusaba de jóvenes legionarios, engañaba a mujeres con las que tenía hijos a los que también sometió a abusos, presumía de célibe en Roma pero era polígamo en México…— habían terminado contagiando a la congregación.

Lo que entonces se sospechaba —Maciel no era, ni mucho menos, la única manzana podrida— ha resultado después confirmado con creces. Hace apenas un mes, el vicario general, Silvester Heereman, admitió públicamente que 35 sacerdotes de la Legión habían sido acusados de pederastia, de los que de nueve —entre los que incluía a Maciel— ya se tiene constancia de culpabilidad. Eso sí, ninguno ha sido puesto por la congregación a disposición de la justicia. Como tampoco, en su día, fue denunciado Marcial Maciel.

Juan Pablo II encumbró primero y protegió después al sacerdote mexicano y, si bien Benedicto XVI lo castigó en 2006 —solo un año después de ser elegido Papa— apartándolo del ministerio sacerdotal, le evitó un proceso canónico, y no digamos judicial, en atención a su estado de salud y a su avanzada edad.

Maciel murió en Estados Unidos y fue enterrado en México en 2008 y, pese a que empiezan a sucederse las noticias evidentes de las conductas delictivas de Maciel y del silencio cómplice de sus colaboradores, no fue hasta 2010 cuando Joseph Ratzinger ordenó el proceso de revisión de las constituciones de la congregación.

Pero, hasta en eso, el Papa que renunció se quedó a la mitad. Encargó el cometido al cardenal legionario Velasio De Paolis, antiguo responsable de las finanzas vaticanas, tan bien surtidas por Maciel en sus años de inmenso poder. No fue hasta 2010 que —a la fuerza ahorcan— la organización admitió los delitos del fundador, y en 2012 asumió que los abusos eran generalizados. En un comunicado reconoció que, “desde hace unos años, responsables de los Legionarios de Cristo recibieron en algunos países denuncias de actos gravemente inmorales y más infracciones serias cometidas por algunos legionarios”.

Demasiado tiempo de silencio y complicidad. Un túnel muy oscuro que, hace solo unos días y por sorpresa, admitió públicamente Juan María Sabadell, un sacerdote español destinado en Roma y que es uno de los 61 padres capitulares que deben decidir estos días el futuro de la Legión.

El padre Sabadell pide perdón a “las víctimas de abusos físicos y morales” desde la fundación de la Congregación por “no haberles creído” cuando se quejaban, por haberlos llamado “resentidos” o “calumniadores”, por sumarse al silencio institucional: “Preferí defender la propia reputación de la familia legionaria y con ello añadía injuria y difamación a la herida todavía abierta. Que me perdonen por mi falta de compasión”.

Sabadell no solo pide perdón a las víctimas “conocidas y públicas”, sino también “a aquellas que siguen bregando desde el dolor de su anonimato”.

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