Bangui: la lluvia no lava la sangre

José Mas Campos
(coordinador de emergencias de Médicos Sin Fronteras en Bangui, República Centroafricana)
La madrugada del 5 de diciembre amaneció diferente en Bangui. No se escuchaban cantos mañaneros de gallos madrugadores ni de cigarras extemporáneas; tampoco se percibía el murmullo de las gentes atareándose en los mercados y las calzadas. Como en sordina y amortiguado por la distancia, se intuía lo que rompía la fresca rutina de una mañana soleada: el sobrecogedor ruido de los morteros.


Los cañones y metralletas prosiguieron su trémolo de estruendos en la lejanía hasta que en torno al mediodía por fin cesaron. Desde entonces, disparos y explosiones retemblaban en la distancia llenando el pentagrama de sonidos de la ciudad de ecos, cacofonías y malos presagios. Mientras, nuestros médicos y enfermeros, veteranos curtidos de Médicos Sin Fronteras (MSF), se dejaban la piel en uno de los días más caóticos y sangrientos que sus memorias recuerdan.

En el Hôpital Communautaire de Bangui, decenas de heridos arreciaban contra las puertas del hospital, las armas se amartillaban amenazantes y los hombres que las detentaban sacaban heridos “sospechosos” de las camas de los hospitales para no retornarlos jamás, pese a los esfuerzos desarmados de trabajadores humanitarios que interponían su vida entre la de la víctima y sus captores.

Esa tarde en Bangui, llovió. Y la lluvia nos amansó un tanto las inquietudes del cuerpo y del ánimo... quizás ingenuamente. Digo ingenuamente porque en aquel momento ya nos temíamos lo peor, muchos ya vislumbrábamos que aquello podía llegar aconvertirse en la masacre que efectivamente fue. Pero la oscuridad alimenta el miedo en las casas de la República Centroafricana, un miedo atroz lo atiza todo de la misma manera que una simple chispa prende al combustible...

Lo habíamos visto muchas veces, pero aquella noche amenazaba con ser todavía más cruenta: temíamos que los hombres armados, alineados con la coalición SLK que los llevó al poder, y que dominaban la ciudad de manera arbitraria y funesta, desencadenaran, en represalia por el ataque matutino y con la ayuda de la penumbra, una persecución sanguinaria de todo aquel sospechoso de colaboracionismo con las milicias de auto-defensa responsables de la contienda autodenominadas Anti-Balaka (anti-machete). El término acuñado para calificar tal pesquisa es suficientemente gráfico: se trata de una ’desratización’” en toda regla. El modus operandi es peinar barrios enteros acusados de complicidad o encubrimiento, perseguirlos casa por casa, puerta a puerta, y torturar, ejecutar, asesinar a sangre fría a cuanto joven encuentren entre 15 y 40 años, los más aptos para empuñar las armas. Quemar casas con familias enteras dentro, instituir en cada esquina mataderos, dar rienda suelta a la ley del vil machete y la mutilación indiscriminada.

La lluvia comenzó con un staccato rítmico y continuado, alrededor del filo de la media tarde, cuando nuestros equipos médicos debían abandonar los hospitales por razonesde seguridad. El agua apagó los restos de las todavía humeantes explosiones, dejándonos albergar unas mínimas esperanzas de que arramblara a su vez con toda la sangre y toda la cólera que hay desde hace meses hinchándose, pudriéndose, enquistándose como un absceso en las calles de la República Centroafricana. El fino aguacero se tornó tormenta y adquirió tempo de allegroen las horas posteriores, las del anochecer. De manera un tanto inocente, algunos se confortaban con el pensamiento de que esa lluvia apaciguaría eldeseo de venganza. Otros, observando el rostro lívido de los compañeros que habían pasado la jornada luchando contra los destrozos de la guerra en los quirófanos, no nos las prometíamos muy felices.

Intentamos conciliar el sueño y prepararnos para el segundo día de infierno que ya sabíamos tendía lugar a partir de la mañana siguiente.

Al rato desperté sobresaltado: los truenos de la tormenta caían cerca. Me recosté nuevamente en el catre y resolví dejarme mecer por la letanía de la lluvia. Sin embargo, poco a poco, la somnolencia que aún arrastraba fue dejando paso a un desasosiego mucho más jodido, por cuanto se aferraba éste a las entrañas: llegó un momento en que los truenos, allá en un horizonte lejano, comenzaron a entreverarse con el ruido de detonaciones de la artillería pesada, mientras que el repiqueteo de las gotas de lluvia contra los tejados de hojalata se confundía con el tableteo de las ráfagas de ametralladora.

Mucha sangre se vertió durante esa noche del 5 al 6 de diciembre y mucha siguió corriendo en los días posteriores en la ciudad de Bangui. Centenares de víctimas cayeron a manos de esa sorda violencia canalla, cobarde, animalizada. Esa mañana salimos con las ambulancias a recorrer la ciudad en busca de los heridos que pudieran haber sobrevivido, no ya a los combates, sino al encarnizamiento que se produjo al abrigo de la noche que todo lo oculta. Bajo esa misma lluvia torrencial contemplábamos, a medida que avanzábamos por cuadrantes y avenidas,docenas de cadáveresarracimándose por las calles. Algunos de ellos habían sido atados y exterminados a sangre fría frente al Hopital Amitié, otros estaban semidesnudos y abandonados al escrutinio de cada viandantea modo de advertencia. El fango ocultaba la sangre y la lluvia embarraba las calles.

Desde ese día en adelante, desempeñé mi trabajo como líder de ambulancias. Nuestro objetivo era buscar heridos y enfermos allá donde se encontraran, cualquiera que fuera el barrio de la ciudad,y trasladarlos de forma segura hasta los hospitales donde MSF trabaja. Ese ir y venir ajetreado a lo largo y ancho de toda unaciudad en carne viva nos permitía conocer en tiempo real el estado de la seguridad en cada rincón y preparar nuestros centros para la recepción de nuevos flujos masivos de heridos.

Esos días de diciembre, tanto en la ambulancia como en los hospitales, mi cometido principal era garantizar la seguridad e integridad física de nuestros pacientes, fueran quienes fueran los heridos, madres embarazadas o niños, jamás importa el bando u origen. Cualquier paciente podría haber sido obligado a descender de las ambulancias y aniquilado impunemente, en plena calle. Atravesábamos muchedumbres que se increpaban y se violentaban de repente al paso de un estudiante, musulmán o cristiano. La enajenación de la turba no conocía credos ni religiones. Creyentes y no creyentes se comportaban bajo la misma lógica perversa del ojo por ojo y diente por diente: “éste colaboró con los Seleka, destruyamos su tienda”, “éste incendió mi casa con una granada, mató a mi hija, merece la muerte”, “éste es un musulmán, mírale la cara, mátalo, no es de aquí”…

No tuvimos que llorar, por fortuna, ninguna víctima en nuestras ambulancias. En esos diez días recogimos heridos de bala, de machete y de metralla,trasladando algunos de ellos incluso en carretillas. Algunos tenían los pies completamente lacerados, tratamos fracturas abiertas, aliviamos víctimas de torturas, atendimos a chicas traumatizadas, asistimos a tiroteos en las inmediaciones de nuestros hospitales, nos guarecimos en el quirófano mientras las paredes se estremecían, luchamos en medio de la avalancha de heridos, perdimos gente, salvamos gente… Contribuimos a que miles de desplazados que se refugiaban espontáneamente en más de 30 sitios de toda la ciudad tuvieran sus necesidades médicas cubiertas, que la malaria no aprovechara la intemperie para llevarse a algún niño más, que las embarazadas tuvieran aún una oportunidad de dar a luz en un sitio seguro, limpio, asistidas por profesionales y no en cualquier agujero oscuro, húmedo, a saber con qué clase de lúgubre instrumental.

La gran mayoría de mis compañeros siguen allí, pues la emergencia no termina de amainar. Sin embargo yo tuve que volver hace unos días a casa, a Madrid, porque ya me esperan en otra nueva misión, igual de urgente, igual de dramática: Siria, Alepo, donde últimamente lanzan bombas barril con la mera intención de provocar el mayor daño posible. Éste es nuestro trabajo, es lo que hacemos: intentar llegar a las personas que necesitan ayuda, atenderles, protegerles con nuestra presencia cuando es necesario.

Por eso y por otro millón de cosas más, no puedo evitar sentirme un privilegiado por haber tenido el honor de trabajar en Bangui tras los acontecimientos del 5 de diciembre, por haber arrimado el hombro y colaborado codo con codo con los profesionales centroafricanos que no dejaban de atender heridos y enfermos, mientras sus familias se escondían por las noches de las desratizaciones o de las querellas personales. Por haber tenido el precioso cometido de liderar convoyes de ambulancias, buscar a los heridos y enfermos, hallarles allá donde estuvieren en el estado en que se encontrasen, trasladarles bajo nuestra protección a los hospitales… y a las pocas horas, al día siguiente o a los dos días, devolverles a casa sanos y salvos, llevarles con los suyos y a los lugares donde pertenecen.

He vuelto a casa, sí. Sin embargo, nada de esto viene sin pleito; marcharse cuando aún retumban las metralletas y las cosas todavía pintan feas, no es plato de gusto para nadie. Es de rigor decir que ahora, estos días, cualquier estruendo fuera de lo habitual me sobresalta. No es nada infrecuente, ocurre mucho a los que trabajaron en zonas de conflicto: durante un tiempo mantienes ese estado de alerta, estás en guardia, como un gato oído avizor sobre las uñas crispadas. A veces te traes a casa esa clase de recuerdos, uno no siempre logra salir indemne. Por mucho que trates de alienarte, de distanciarte de lo que ves y lo que oyes, esta forma de encadenar guerra tras guerra no te puede dejar inalterado. También sientes cosas, cosas en las entrañas, una furia ciega, esa rabia contra el hombre que es lobo para el hombre, contra la violencia cobarde y canalla… Esas cosas te acompañarán siempre, y temes por no volverte lobo tú también... porque seamos sinceros: no hay nada en nosotros, o más concretamente en mí, por más o menos extravagante que pueda ser, que me diferencie de las demás personas normales.

Soy un tipo común, nacido en una familia común, en un barrio común, en una ciudad normal. Tengo 34 años, una vieja lesión en el hombro, y la certidumbre de que carezco de todo atributo, talento o carácter que pueda convertirme en alguien, digamos, excepcional. Quede constancia entonces de que el trabajo que desempeñamos los tipos como yo no es, en cualquier caso, nada épico ni sobrenatural. Es, simplemente, nuestro trabajo. Nada más. Nada existe pues, ningún código o frontera moral, que me salve de la posibilidad real, sincera, de extraviar los límites éticos y comportarme como otro animal ferozmente humano. Y sin embargo, estando allí, junto al resto de compañeros y profesionales, no puedo sino recordar lo que escribió Viktor Frankl: “Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas, la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias, para decidir su propio camino”.

Y así, haciendo uso de nuestra libertad, elegimos la actitud consciente de rebelarnos, de no resignarnos ante lo que vemos, sino de continuar al pie del cañón apretando los dientes, de seguir buscando a todas aquellas víctimas que continúan llegando porque esa maldita violencia parece no tener fin, y nada hay que nos permita abrigar la fe en un desenlace pacífico a corto plazo.

Son precisamente lugares como Bangui, como la República Centroafricana –un país que la mayoría de la gente desconocía que existiera hasta que se produjo esta última ola de violencia-, los que te empujan hacia los límites, los tuyos y los ajenos.También es en los lugares como éste donde cobra mayor trascendencia nuestro trabajo, donde es indispensable estar donde estamos y hacer lo que hacemos: dar la voz de alarma, no permitir que esta cadena de sucesivas atrocidades, de violencias y venganzas, siga sucediendo inadvertidamente no sólo a ojos de la comunidad internacional, de los que toman las decisiones, sino de todos y cada uno de los tipos normales que pueblan nuestras calles. Por mucho pleitos que en el futuro tengamos que enfrentar o facturas personales pagar, quedarnos de brazos cruzados, sumirnos en una bella somnolencia y querer engañarnos con un murmullo de lluvia que camufla el ruido de las ametralladoras, nos convierte irremediablemente en tipos cobardes y canallas.

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