La sombra blanca de Mandela

Estuvo más de una década junto al legendario líder surafricano. Zelda La Grange, su mano derecha, ha pasado más tiempo que nadie con Nelson Mandela desde que llegó a la presidencia de su país. Es la guardiana del mito. Así lo contó John Carlin en 2007

John Carlin, El País
La redención, el amor, pobreza y riqueza: los elementos clásicos los cuentos de hadas están todos presentes en la historia de Zelda La Grange, una joven surafricana que surgió de la ceguera política de la clase media blanca en tiempos del apartheid y se ganó el afecto y la confianza de un hombre negro que en otro tiempo había sido el enemigo más temido de su familia y de su tribu -los afrikáners- y que hoy es, por consenso general (los afrikáners incluidos), el político vivo más grande del mundo.


La Grange, de 37 años, ha pasado más tiempo que nadie en compañía de Nelson Mandela desde que éste llegó a la presidencia de Suráfrica, hace 14 años. Sólo su tercera mujer, Graça Machel, pasa más tiempo con él.

La Grange ha sido su secretaria, mayordomo, ayuda de campo, portavoz, compañera de viaje, confidente y -como dice ella, y él está de acuerdo- nieta honoraria, y ha tenido una relación cada vez más estrecha con él desde el día en que empezó a trabajar como anónima mecanógrafa en la oficina presidencial en 1994. Cuando Mandela dejó su cargo, en 1999, ella se convirtió en su guardiana de facto, un puesto que le dio un enorme poder, además de acceso a todo tipo de gente famosa. Porque no ha habido -ni hay todavía- un líder político, un actor de Hollywood, un cantante moderno, un futbolista famoso, que no haya soñado con hacerse una fotografía con él. Lo cual quiere decir que todo el mundo, desde Bill Clinton hasta Robert de Niro, desde Elton John hasta David Beckham, ha tenido, hasta cierto punto, que congraciarse con ella. Y que, cada vez que una celebridad ha mantenido una audiencia con el noble anciano, ella siempre ha estado a su lado y ha participado en la entrevista, no como alguien del servicio, sino con todo el reconocimiento y la deferencia dignos de lo que es, un miembro del círculo más íntimo de Mandela.

Desde que Mandela se retiró formalmente de la vida pública -aunque, la verdad, sólo se retiró a medias- en 2004, el vasto volumen de trabajo de Zelda, hasta entonces de siete días a la semana, ha disminuido un poco. Continúa organizándole la agenda y los dos están permanentemente en contacto. Pero ahora Zelda tiene tiempo de ampliar sus actividades más allá de la agenda personal de él, y se dedica también a recaudar fondos en nombre de las organizaciones benéficas de Mandela, en especial 46664, la organización que toma el nombre de su número de preso durante los 27 años que vivió en la cárcel y cuyo objetivo es luchar contra el sida en Suráfrica, el país con más víctimas de la enfermedad, y en el mundo. Como tal, Zelda ha visitado varias veces Londres en los últimos meses y es una de las principales organizadoras de las festividades por el 90º cumpleaños de Mandela.

Es durante una de esas visitas cuando acepta hablar conmigo. Me habían advertido que le daba miedo conceder entrevistas, que le preocupaba que no se traspasaran ciertos límites, y eso me puso doblemente en guardia. La había conocido brevemente en el curso de varias entrevistas y algunos encuentros ocasionales con Mandela, y me había parecido una temible sargento de policía. Recordaba haber vislumbrado algo de encanto y dulzura bajo la dureza hiperprotectora, pero había sido precisa cierta generosidad por mi parte para detectarlo.

Mi sorpresa es total, por consiguiente, cuando me encuentro con ella en un selecto hotel de Park Lane en el que Mandela y ella suelen alojarse cuando van a Londres y, desde el momento en el que nos damos la mano, veo que es una mujer cordial, segura de sí misma, decididamente más atractiva en todos los aspectos de lo que yo recuerdo haber pensado cuando la conocí durante una entrevista que le hice a Mandela en su casa de Johanesburgo hace cinco años. Enseguida empiezo a hablar con ella como con cualquiera de los magníficos amigos afrikáners que hice durante los seis años que pasé en Suráfrica. La diferencia es que este hotel constituye su hábitat natural y el mío no, ni tampoco el de mis viejos amigos afrikáners, como no lo había sido de ella, ni remotamente, antes de que el azar la colocara en la órbita de Mandela en agosto de 1994, tres meses después de que a éste le designaran el primer presidente negro de Suráfrica.

Se crió, cuenta, “en un barrio residencial al norte de Pretoria, en una típica familia afrikáner de clase media, muy poco concienciada y muy poco interesada en la situación política del país; muy cómodos en nuestra vida protegida, muy normal y muy inspirada en los valores calvinistas afrikáners”.

Su padre era un ejecutivo de las Cervecerías Surafricanas que posteriormente tuvo su propia carnicería; su madre era profesora. Votaban reflexivamente por el Partido Nacional, la formación gobernante e inventora del apartheid, y los domingos acudían a los servicios religiosos en la Iglesia Holandesa Reformada y luego se bañaban en la piscina familiar. “Estábamos muy ajenos a lo que pasaba políticamente, sí”, confiesa La Grange, que reconoce sin reparos que su familia sabía poco y pasaba bastante de la situación de la mayoría negra del país, condenada por las leyes del apartheid a ser ciudadanos de tercera clase, sin derecho a voto, sin acceso a la calidad de educación, vivienda, trabajo, playas, parques, hoteles, restaurantes y aseos públicos que los blancos reservaban celosamente -y a menudo de forma brutal- para sí mismos.

Como era habitual entre los afrikáners de clase media en los años setenta y ochenta, la familia tenía una criada negra interna. No la trataban mal, ni tampoco especialmente bien. La Grange se esfuerza en dejar claro que de niña no atesoraba ni un ápice de la incipiente sensibilidad política que algunos surafricanos blancos a los que ha conocido aseguran haber tenido en su día. Sin embargo, como era frecuente entre los niños blancos, guardaba mucho cariño a la criada, y pasaba muchas horas en su compañía. La vida, incluso en los más oscuros tiempos del apartheid, tenía siempre sus matices, no era todo blanco o negro.

“Ella tenía una pequeña habitación aparte, lo básico, como todos los empleados domésticos por aquel entonces, pero era frecuente que mi madre fuera a buscarme allí cuando llegaba la hora de irme a la cama. Irónicamente, para mí era una especie de refugio. Sin embargo, también es verdad que ella vivía con arreglo a las normas de separación que regían entonces en Suráfrica. Disponía de su propio plato, su propia taza, sus propios cubiertos; para una niña, aquello no tenía especial importancia. Pero tampoco la maltratamos nunca. Nunca la tratamos de forma indigna y todavía hoy llama a mis padres de vez en cuando para preguntarles cómo están, y viceversa”.

La primera vez que pensó en algo vagamente parecido a la política fue en 1985, cuando tenía 14 años y llamaron a su hermano para que se incorporase al servicio nacional, que en aquel tiempo significaba servir con el ejército en las ciudades negras, reprimir a los que se manifestaban en favor del encarcelado Mandela y su partido prohibido, el Congreso Nacional Africano. “Entonces empecé a hacer preguntas, a querer saber por qué tenía que hacer mi hermano aquello. Me dijeron que había una guerra, pero no conseguí saber contra quién”. Entendió algo más cuando su hermano y ella escucharon al brutal presidente de aquella época, P. W. Botha, anunciar en la radio la imposición de un estado de emergencia nacional. “Recuerdo aquel momento con claridad”, dice La Grange. “Y el miedo que sentimos a que, por la noche, los negros fueran a matarnos. Eso es lo que entendimos de la situación”.

¿Por qué -le pregunto- pensó aquella adolescente que los negros querían matarla? “Porque lo que sí sabíamos era que lo que pasaba en Suráfrica era siempre un problema de los negros contra los blancos. Era lo que nos habían enseñado la Iglesia, el colegio y el sistema, la historia que nos habían contado”.

¿Significaba algo para ella el nombre de Mandela en aquel tiempo? “Creo que me enteré de su existencia más o menos cuando se declaró el estado de emergencia, más de 20 años después de que le metieran en la cárcel. Quizá había oído el nombre y que estaba en Robben Island, pero no tenía ni idea de por qué. No sabía si había robado un coche, para ser sincera”, dice, y estalla en carcajadas. Sin sentimiento de culpa, porque Mandela, con quien ha hablado de estas cosas, la absolvió hace tiempo con su propia risa. “Sí, bromeo con frecuencia sobre ello para dejar clara la ignorancia que tenía entonces”, dice. “Crecimos en un país en el que no sabíamos lo que estaba pasando”.

¿Qué reacción tuvo cuando Mandela salió en libertad, en febrero de 1990? “Cuando el presidente F. W. de Klerk anunció que iba a dejar en libertad a los presos políticos… nunca lo olvidaré. Estaba en la piscina, y mi padre salió y dijo: ‘Ahora vamos a pasarlo mal’. Y yo pregunté: ‘¿Qué?’. Y él respondió: ‘No, el terrorista va a quedar en libertad’. Le insistí: ‘¿Quién es ése?’. Y él dijo: ‘Nelson Mandela’. No hacía falta preguntar nada más, comprendí que era una persona que representaba el miedo, que provocaba miedo, que era algún tipo de amenaza…”.

Tenía 20 años y estaba pensando en su futuro. Tenía aspiraciones de ser actriz, pero su padre le advirtió de que, salvo que llegara a Hollywood, sería pobre como una rata, de modo que tal vez le convenía tener una segunda opción. “Por una vez le hice caso y estudié para ser secretaria ejecutiva”. Con el tiempo hizo lo mismo que muchos otros jóvenes afrikáners de Pretoria: consiguió un puesto en la burocracia del Gobierno. Primero como mecanógrafa en el departamento de gastos estatales y luego como secretaria. En 1994, mientras el país experimentaba su revolucionaria transición política, las principales preocupaciones de La Grange eran económicas, especialmente cómo pagar el alquiler de su piso. Necesitaba encontrar un trabajo más cerca de casa y se enteró de que había quedado libre un puesto de mecanógrafa en las oficinas del presidente, no directamente con Mandela, sino con su oficina económica, de modo que lo solicitó. Sin embargo, al ir a entrevistarse a Union Buildings, se vio acorralada por la secretaria privada de Mandela, Mary Mxadana, que buscaba desesperadamente a gente que trabajara con ella. Sin darse cuenta, La Grange se convirtió en mecanógrafa del equipo personal del presidente.

“Llevaba dos semanas trabajando allí -esto era en agosto de 1994- cuando me encontré con él por primera vez, mientras iba al despacho de Mary a coger un documento. Él salía cuando yo entraba, y me dieron escalofríos. Para entonces había empezado a leer sobre él. Sabía que era un hombre cordial. Le había visto saludar a otras personas, pero nunca había hablado con él. Pero entonces me topé con él, como digo, y empezó a dirigirse a mí en afrikaans, y no le entendí a la primera porque lo último que me esperaba era que me hablase en mi propia lengua. Su afrikaans era perfecto, pero yo estaba tan nerviosa que no entendí lo que me decía. Estaba toda temblorosa”.

¿Por qué? “Porque tenía miedo, no sabía qué esperar de él, si iba a despedirme, a humillarme… e inmediatamente me entró ese sentimiento de culpa que tienen todos los afrikáners”. ¿Culpa? ¿Respecto a los negros en general, o a él en concreto? “No, respecto a él en concreto, porque estaba claro que ya no tenía 60 años, tenía 75 en aquel momento, y que era un anciano, y lo primero que una pensaba era: ‘¡Yo envié a este hombre a la cárcel!’. ¡Mi gente envió a este hombre a la cárcel! Yo había sido parte de aquello incluso aunque no pudiera votar. Había sido parte de aquello, de los que habían encerrado a una persona como él toda su vida. Así que empecé a llorar. Y él me cogió la mano”.

¿De verdad empezó a llorar? “Sí, bueno… no con sollozos, pero me emocioné mucho, sí, y derramé unas cuantas lágrimas. No pude impedirlo. Salió todo a la vez. Seguramente, también el hecho de que no sabía qué hacer -tenía 23 o 24 años-. No había hablado con ningún presidente en mi vida. Pero él se limitó a cogerme de la mano y a seguir hablándome, y, cuando vio que seguía tan emocionada, me puso la otra mano en el hombro y dijo: ‘No, no, no… no es necesario, es una reacción excesiva’. Me calmé, quizá sonreí, y empezó a preguntarme cosas. ¿Dónde había crecido? ¿A qué se dedicaban mis padres? Acabamos hablando unos cinco minutos. Pero no es que me tratase de forma especial, hablaba igual con todos los miembros del equipo, negros y blancos; les preguntaba por su historia, su familia…”.

No fue, como dice La Grange, una conexión instantánea. El momento decisivo llegó al año siguiente, en 1995. “Entré un día en su despacho a ponerle un té y me dijo: ‘Quiero que vengas a Japón conmigo’. Entonces no conocía bien la mecánica del Gobierno, por no decir nada, y mi respuesta fue: ‘Muchas gracias, señor presidente… [se ríe al recordarlo]… pero, por desgracia, no tengo dinero suficiente para ir a Japón’. Y él empezó a reírse de mi ingenuidad. Me dijo: ‘No, tienes que ir a ver al profesor Gerwel [el director general de la presidencia], y él te explicará el pago y el protocolo’. Después comprendí que se trataba de uno de esos casos en los que Madiba [el nombre tribal honorario por el que muchos conocen a Mandela] demostró lo gran estratega que es. Sabía que en aquel momento era importante enseñar al mundo que íbamos a aceptar todas las culturas, que iba a haber blancos trabajando con nosotros”.

Es verdad, le digo. La gente, a veces, ha preferido considerarle una especie de presidente por azar, una especie de Chauncey Gardner [el personaje de la novela y la película Bienvenido, Mr. Chance], lleno de bondad, pero sin ninguna astucia. Y nada está más lejos de la verdad. Es, como decía su amigo y biógrafo oficial, el difunto Anthony Sampson, “un maestro de las imágenes políticas”, alerta y consciente del poder de persuasión del simbolismo.

“Sí, sí, ése es él, cien por cien”, dice La Grange. “De modo que fuimos a Japón. Para mí fueron unas vacaciones. Después seguimos a Corea del Sur y yo ¡no hice nada! Me limitaba a aparecer en las cenas mientras otros hacían todo el trabajo. Fue verdaderamente una cosa estratégica, llevarme en el viaje. No trabajé absolutamente nada y me limité a que me presentaran a jefes de Estado y de Gobierno, emperadores y una lista de personas importantes, como si yo fuera fundamental para la existencia del planeta. No escribí nada a máquina, no hice nada”.

Pero después de aquel viaje las cosas cambiaron. “Empezó a llamarme cada vez más para hacer cosas personales, escribir cartas a máquina, asistir a reuniones para tomar notas. Entonces, en 1996, insistió en que fuera con él durante su visita de Estado a Francia; seguía siendo mecanógrafa, pero en esta ocasión no se llevó a ninguna otra secretaria. De pronto me encontré con que tenía que hacer todo el trabajo de las secretarias en el extranjero, yo sola. No me quedó más remedio que esforzarme en aprender cómo se hacían las cosas, en qué consistía una visita de Estado, lo que teníamos que hacer. Y a partir de ahí fui participando cada vez más, por ejemplo, en las cosas relacionadas con su vida privada. Él insistía en que le acompañara a todas partes: cuando iba a visitar una comunidad afrikáner típica, quería que fuera con él. A sus ojos, yo era la personificación de la típica bóer, y a mí me encantaba. No dejaba de aprender”.

Debía de ser mucho más que un trabajo normal de oficina, ¿verdad? “Sí, por supuesto. Trabajaba a todas horas. Cambiaron mi título por el de secretaria privada adjunta. El presidente trabajaba muchísimo. Estaba en pie hasta la una o las dos de la madrugada, hablando y llamando por teléfono, a veces toda la noche, y nunca recuperaba el sueño perdido. Y yo siempre estaba allí, lista para reaccionar a toda prisa. Facilitó las cosas el hecho de que tenía una edad en la que disponía de mucha energía y no tenía más compromisos que mi trabajo”. La rapidez de reacción de La Grange fue lo primero que llamó la atención sobre ella a Mandela, que es un obseso de la puntualidad. “Siempre ha sido muy puntual, no le gusta hacer perder el tiempo a nadie. Es seguramente la única cosa que verdaderamente le desagrada, que la gente llegue tarde a una reunión y cualquier falta de honradez. Yo estoy de acuerdo. Los dos teníamos la misma sensación de urgencia. Además, yo tenía una cosa muy afrikáner, que es el respeto a las órdenes del jefe y a los mayores, la sumisión ante la persona que está al mando, y estaba muy contenta porque me habían educado así. Pero sí, quizá lo más importante fue que yo respondía con más rapidez que otros colegas y que prestaba una atención minuciosa a los detalles”.

Cuando Mandela se retiró de su cargo de presidente en 1999, un año después de cumplir 80 años y de haberse casado -precisamente el día de su cumpleaños- con Graça Machel, la relación de La Grange con él pasó a un plano completamente nuevo. “Cuando dejó la presidencia, le permitieron llevarse a una persona con él. Era un privilegio que el Gobierno daba a todos los ex presidentes, y me preguntó si quería ser la que siguiera trabajando para él”. Trasladaron sus oficinas de Union Buildings, un enorme complejo de principios del siglo XX sobre una colina que domina Pretoria, a la que había sido la casa de Mandela antes de ser presidente en Houghton, un barrio acomodado de Johanesburgo. “De la noche a la mañana perdimos nuestra infraestructura. No más líneas de teléfono ni de fax, y, sin embargo, todo el mundo esperaba mucho de él y cada vez había más peticiones para verle, para que participase en cosas, y yo no daba abasto. Teníamos de 150 a 300 llamadas de teléfono, solicitudes por fax y propuestas diarias, así que nombramos a uno o dos ayudantes más. Al final creamos la Fundación Nelson Mandela, que nos permitió empezar a construir otra vez nuestra propia estructura”.

Mandela se dedicó personalmente a recaudar dinero para la fundación -que funciona junto al Fondo Nelson Mandela para la Infancia, la Fundación Mandela Rhodes, un programa de becas africanas y 46664-, con la misma energía obstinada que había exhibido en sus 50 años de lucha para liberar a su pueblo. En La Grange encontró a una persona que tenía la misma energía y el mismo celo que él.

“Se desarrolló entre nosotros un respeto mutuo. Madiba valoraba que yo intentaba proporcionarle lo que necesitaba para lograr lo que quería sin la gran estructura de apoyo con la que habíamos contado durante la presidencia, veía que yo intentaba hacerlo lo mejor posible. Era muy tolerante y se convirtió en el mejor mentor que se podía desear. Por supuesto, empecé a saber de antemano cómo iba a reaccionar él ante cualquier situación concreta porque, cuando se ve a una persona todos los días durante un periodo de 10 años, una aprende a prever lo que piensa y cómo va a responder; y eso facilitó las cosas. También se dio cuenta de que le tenía afecto como ser humano, e intimamos aún más, como un abuelo y una nieta. Por eso empecé a llamarle khulu, que significa abuelo en xhosa [la lengua de Mandela]. No era sólo el trabajo de oficina. Era también viajar juntos, a menudo con largos trayectos de avión. Entre mis deberes en esos viajes figuraba asegurarme de que le sirvieran el desayuno a la hora debida y con las cosas más parecidas posibles a lo que le gustaba. Luego me sentaba a desayunar con él. Era inevitable que intimásemos. Otros ex presidentes viajan con delegaciones de, al menos, cinco ayudantes, y algunos de ellos tienen un perfil mucho menor que Madiba. Yo tenía que desempeñar muchas tareas, y sólo llevábamos el personal médico y el de seguridad. Sigo pensando que es un milagro que lográramos mantener un equipo tan simple a su alrededor, pero me gustaría pensar que además hemos hecho cosas, pese a la categoría que tiene y todo lo que se exige de él”.

A La Grange y Mandela les unía también lo frenético de sus agendas. Desarrollaron una solidaridad como la de los soldados que están en primera línea de combate. “De 1999 a 2004, cuando anunció su supuesta jubilación, fueron los que yo llamo los años locos. Entonces, a pesar de la enorme atención que prestaba a la fundación, el proceso de paz de Burundi y otras expectativas, la vida se guiaba en gran parte por los acontecimientos mundiales. Tenía libertad, hasta cierto punto, para hacer lo que quería, pero también se veía abrumado por cosas que no eran prioritarias, y eso le robaba gran cantidad de energía. Llegaba al despacho a las 8.30, tenía cinco o seis citas con gente -cada visitante quería una foto, un autógrafo y toda la atención- y luego se iba a casa a comer, y después tenía más reuniones por la tarde, o se montaba en un avión para ir a algún sitio. Hacíamos 12 o 13 viajes internacionales largos al año, incluso cuando estaba a punto de cumplir 85 años. Me alegraba cuando la señora Machel podía acompañarnos. Iba muchas veces, pero también estaba muy ocupada con su propia fundación y su labor internacional”.

Da la impresión de que no sólo tenía un trabajo de siete días a la semana, sino de 24 horas al día. “Sí, prácticamente, durante esos años locos. Estaba en el despacho a las siete de la mañana, porque a él le gusta tener ordenada su mesa de determinada forma, sus bolígrafos, sus periódicos y el programa del día, y le gusta que las cosas se hagan en un orden determinado. A las ocho empezaban a sonar los teléfonos y, a partir de ese momento, era el no parar, así que prefería preparar todo para su llegada antes de que se desatara la locura diaria. Los visitantes eran todo tipo de gente, un primer ministro, un presidente, un ex presidente, un líder mundial, alguien de fama mundial, un sindicalista, un DJ, jefes rebeldes de Burundi, gente normal como un ciego que le escribió una carta y entonces Mandela le invitó a visitarle. Yo organizaba los programas, la logística, el protocolo, los viajes, los medios, etcétera. Lo más agradable del trabajo era asistir con él a las reuniones; lo peor, las peticiones y llamadas telefónicas interminables, la continua necesidad de responder correos electrónicos de cualquier oportunista persistente. Muchas veces estaba hasta la noche desbrozando todo aquel volumen de cosas. No podía dejarlo para el día siguiente porque entonces llegaba otro tanto. De todas partes llegaban peticiones para que les dedicara su tiempo”.

Pese a todo, siempre daba gusto trabajar con Mandela, insiste. “Una de las personas más agradables del mundo, aunque pone sus condiciones básicas. Le gusta un agua determinada, siempre tiene que tener un reposapiés en la habitación y las comidas hay que servírselas a una hora concreta. La comida tiene que ser muy sencilla, como la que le preparan en casa, alimentos cocinados, fruta y cosas sanas. No siempre es fácil conseguir una comida sencilla en un hotel de cinco o seis estrellas, y en todos los viajes echábamos enseguida de menos la comida del cocinero xhosa que tanto tiempo lleva con él, Xoliswa”.

¿Alguna anécdota especial? “Uf, hay tantas… pero he aquí una. Hubo un caso en los tribunales con el que tuvo algo que ver, contra el presidente de la federación de rugby, Louis Luyt. Fui con él al juzgado y lo primero que hizo fue acercarse a los abogados, la gente de Luyt, y darles la mano. Pensé: ‘¿Por qué hace eso? ¡Esa gente es el enemigo!’. Y en la pausa para el té le pregunté: ‘¿Por qué lo ha hecho?’. Contestó: ‘No, no, no. Si haces eso, haces que la gente se sienta cómoda’. Lo que quería decir era que no hay que dejar que el enemigo decida el terreno de batalla, y ésa se convirtió en una de las lecciones más importantes que he aprendido en la vida. Pero volvió a sorprenderme porque, después de que ganaran el caso en los tribunales -aunque luego el tribunal constitucional lo desestimó-, tuvimos una visita del presidente Chirac de Francia. Todo el mundo quería ir al banquete de Estado y a mí me tocó elaborar la lista de invitados. El presidente me llamó y me dijo: ‘¡Tenemos que invitar a los abogados de Louis Luyt!’. Al principio no lo hice y confié en que no estuviera hablando en serio, pero él volvió a recordármelo y no tuve más remedio que incluirlos. Ellos no supieron qué decir cuando vieron que les habían invitado, pero así es Madiba. Venga de donde venga una persona, siempre tiende la mano y ofrece su amistad”.

Al oír la grabacion de la entrevista, me sorprende darme cuenta de que La Grange utiliza la primera persona del plural para referirse a cosas que, en principio, uno podría pensar que sólo tienen que ver con Mandela. Por ejemplo, hablando del caso en los tribunales. Verdaderamente se convirtieron en familia; ella había nacido dentro de la vieja raza opresora, pero él se convirtió en su khulu. “Sí, ha pasado a ser parte de mi vida. Es como un abuelo que se interesa por mi vida personal”. Habría sido extraño en caso contrario, porque, según los cálculos de La Grange, hicieron juntos más de 96 viajes. Y por el camino conocieron prácticamente a todas las personas famosas del mundo (ninguna más famosa que el propio Mandela).

Ahora que Mandela se dispone a cumplir 90 años, La Grange no tiene ya una relación tan obsesiva con él. Todavía le organiza el programa diario y la oficina, se encarga de las relaciones públicas y de mantenerse en contacto con quienes donan generosamente a las organizaciones benéficas de Mandela. “Cada vez me absorben más otros deberes dentro de la fundación, sobre todo 46664, porque siento apasionadamente la necesidad de hacer algo para mitigar la crisis del sida en nuestro país, que afecta a los derechos humanos. El sida puede evitarse y, sin embargo, destruye millones de vidas cada año. Y todavía me preocupo por los detalles. Si planeamos una cena, me encargo de que las cosas se hagan como le gusta a Madiba. Siempre ha sido muy minucioso para los detalles”.

Mandela es seguramente lo más parecido que tiene el mundo a un santo laico, pero -es de suponer- no va a vivir eternamente. La Grange está resignada a su mortalidad, a la que se supone que será una muerte razonablemente inminente, con un sentido fatalista bastante africano. “Nos llega a todos”, es lo único que dice cuando saco el tema. “La verdad es que está tan bien como puede estar una persona de 90 años. Está deseando asistir a los actos, donde se verá rodeado por viejos partidarios y amigos. Está excepcionalmente bien. Su presión sanguínea es seguramente mejor que la mía o la suya, y el corazón, los pulmones y otros órganos vitales están en mejor forma que los de la mayoría de los jóvenes de hoy. Claro que, a los 90 años, si uno tiene un problema en la rodilla, se deja notar. También el oído, la vista y esos dolores y molestias de los que todos nos quejamos a medida que cumplimos años. Pero su sentido del humor es tan agudo como siempre”.

¿Qué es lo mejor de él? “Muy fácil. Su humanidad. Cómo es un magnífico ser humano. La pregunta que más veces hace la gente es si verdaderamente no guarda resentimiento, y es muy fácil de responder: ¡No! No ha mostrado nunca ni una grieta. Si hubiera sido yo, ¡ni hablar! Él es un ser humano especial, extraordinario. Muy generoso, y se ve en el interés que tiene por la gente corriente. Cuando te pregunta cómo está tu padre, verdaderamente quiere saberlo. Siempre me pregunta cómo están los míos, cómo está mi hermano; me pregunta por los novios que puedo tener en un momento dado, un tema sobre el que me toma el pelo sin cesar. Todo mi equipo está compuesto por mujeres y él nos toma el pelo a todas sobre cuestiones personales, como haría cualquier auténtico abuelo”.

¿Qué valor ha tenido estar tan cerca de él durante los últimos 14 años? ¿Es mejor persona? “¡Oh, desde luego! No quiero ponerme filosófica, pero a veces me pregunto: ‘¿Qué tenía mi vida de malo que he tenido que cambiar tanto?’. La verdad, no creo que una sola persona merezca todos los privilegios que yo he tenido en estos 14 años. Me ha hecho distinta, me ha hecho pensar y abordar la vida de forma distinta, equilibrada y positiva. Me gusta pensar que mi padre me educó en el sentido común, pero ahora veo que además hay que meditar bien las cosas, desde lo más pequeño que te rodea hasta los grandes temas políticos, para comprender verdaderamente la vida y sus retos. Mandela es una persona asombrosa. El presidente Clinton dijo una vez que nos inspira a todos a ser las mejores personas posibles, y es verdad”.

Gracias también a él, dice, es una persona más amable que antes. “Desde luego, me ha enseñado a ser respetuosa con toda criatura viviente”.

Le hago, pues, una pregunta sencilla y directa: ¿Le quiere? No duda en su respuesta: “Desde luego”, dice. ¿Se puede hablar de amor? “Sí, sin ninguna duda”. De modo que la siguiente pregunta es cómo consigue conciliar el papel de nieta con lo que sigue siendo formalmente, una empleada remunerada. “Hay que aprender a guardar el equilibrio. Nunca he invitado a Madiba a mi casa para una braai [barbacoa] familiar, nunca le he pedido una foto de los dos salvo cuando es él quien me pide que posemos juntos. Soy una empleada y nunca lo olvido. Respeto los límites, nunca adopto un tono demasiado familiar ni creo que tengo derecho a algo, y trato de darle el espacio que necesita, lo cual hace que le proteja ferozmente”.

¿Hay algo de Mandela que no le guste? “No. Nada. Nada”. ¿Al menos algún defecto que le haya encontrado? Por ejemplo, le digo, su gran amigo de toda la vida y compañero de cárcel, el gran y difunto Walter Sisulu, me dijo en una ocasión que, si tenía una debilidad, era quizá su tendencia a confiar demasiado en la gente. “Es verdad, es verdad. Es muy confiado. Tiene una frase: ‘No dudes de la integridad de otra persona sin motivo, porque podría ser un reflejo de la tuya’. No pone en duda la integridad de otra persona hasta que las pruebas se lo demuestran, y eso ha hecho a veces que tuviéramos diferencias, porque él es demasiado amable con la gente y yo le insto a ver sus verdaderas intenciones más deprisa. Yo soy cínica, a veces demasiado, al pensar en los motivos que mueven a las personas”. ¿Y su cinismo y la extrema generosidad de él han chocado alguna vez? “Sí, pero él no ve más que lo mejor de cada uno. ¿Cree que alguna vez se le acerca alguien para mostrarle sus peores aspectos? No. En cambio, los demás sí los vemos. Yo veo todas las ideas que llegan, las ideas aprovechadas y oportunistas con las que a veces se le acerca la gente, que indican claramente una explotación. La Fundación Nelson Mandela se ha propuesto protegerle contra la explotación comercial. Así que yo tengo una actitud diferente. Tengo un gigantesco sistema de banderas rojas. Es parte de mi trabajo”.

Este papel de guardiana debe hacer que la gente se enfade con ella, ¿no? “¡Oh, sí! Creo que tengo más enemigos que cualquier otra persona que conozco. Lo pienso a menudo, porque no me gusta decepcionar a la gente. Se vuelve un poco negativo cuando hay que decir a la gente no, no, no, 200 veces al día. Una gran parte de este trabajo consiste en decir: ‘No, no puede verle’. Pero luego pienso que no asumí este puesto para ganar un concurso de popularidad y que mi principal objetivo es proteger los intereses de Madiba y hacer realidad su deseos; mientras lo haga, no debe importarme quién se enfada conmigo ni por qué”.

¿A qué puede dedicarse después de esto? “Seguramente trabajaré como consultora, asesoraré a empresas sobre la estructura de sus oficinas para contribuir a apoyar y mejorar las funciones de sus directivos, organizar actos, ese tipo de cosas, y siempre está 46664. No me veo trabajando para otra persona, como un presidente, o un famoso, o algún otro ex presidente. No podría”.

Dice que a veces ha luchado para creerse los privilegios que tenía. Sin embargo, como prueba de que nadie está nunca totalmente satisfecho, confiesa que lamenta algunas cosas, que tiene deseos no cumplidos. “Es verdad. He tenido mucha suerte. Pero por el camino ha habido muchos sacrificios personales. Por ejemplo, no tener ninguna vida social durante mucho tiempo, y tengo 37 años. El trabajo ha hecho que me fuera muy difícil confiar en las personas y en lo que pretendían, y he aprendido algunas lecciones muy caras. He viajado por todo el mundo, he conocido a mucha gente y sé que soy extraordinariamente privilegiada, pero mis amigos han encontrado satisfacción con las cosas normales, y yo no; tienen hijos, y yo no. Sería bonito llevar a mis hijos al colegio. Después de vivir una vida tan extraordinaria, hay tendencia a desear las cosas sencillas. No obstante, tengo tres Boston terriers que son mis hijos en todos los sentidos… aunque les resulta difícil cuando viajo. Si tuviera que volver a vivir mi vida, me gustaría que volviera a pasar lo mismo, pero me pregunto si no me gustaría tener unos hijos a los que contar todas mis historias. Es humano…”.

Lo que es evidente es que ha recorrido un largo camino desde el norte de Pretoria. La Grange, que ya no es ignorante ni aislada, que ya no es -ni por asomo- corriente, se despide afectuosamente de mí en la puerta del hotel, bajo la mirada serena de los porteros con sus libreas verdes, y se va paseando al sol de la tarde en dirección sur por Park Lane, una mujer enormemente segura y elegante, con un pasado fabuloso detrás y un rico futuro por delante que, con suerte, incluirá un regalo que habría sido algo asombroso -y más- cuando era niña: un bisnieto blanco para Nelson Mandela.

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