La fiesta en honor a Mandela en la que los políticos no cuentan
Sudáfrica recuerda al padre de la nación al margen de unos gobernantes fallidos
John Carlin
Johanesburgo, El País
Los sudafricanos no están llorando. O no mucho. Quizá lloren más adelante, durante el funeral, pero las escenas en la calle donde vivió Nelson Mandela son festivas, gente de todas las razas y todas las religiones bailando y cantando día y noche, escenificando lo mejor de su país, que es lo mejor del ser humano, encarnado en la figura del que fue el padre de la nación.
Mandela salió de la cárcel hace casi 24 años como luchador para la libertad de los negros, como temible terrorista para la mayoría de los blancos. El domingo, como cada día desde que murió Mandela el jueves pasado, se mezclaban blancos y negros, judíos y musulmanes, mestizos e hindúes, pequeños y mayores, ricos y pobres en los alrededores de la casa donde él vivió sus últimos años, la imagen viva de la nación del arcoiris con la que Mandela soñó, por la que luchó durante la mayor parte de su vida y que, finalmente, él construyó. Ningún grupo se atribuía mayor derecho a celebrar el recuerdo de Mandela. A nadie en el contingente negro jamás se le hubiera ocurrido preguntar: ¿qué hacen tantos blancos aquí? ¿qué derecho tienen nuestros antiguos opresores a reclamar a Mandela como suyo?
Una mujer blanca algo diferente a los demás blancos ahí, porque había estado en la cárcel en los años 80 por su militancia contra el apartheid, hizo un interesante comentario. “¿Sabe por qué se respira un aire tan fresco y puro aquí? Porque no hay políticos de por medio”. Era verdad.
Ha sido verdad en los días desde que Mandela murió. Ha habido discursos grandilocuentes de figuras gubernamentales, como el propio presidente Jacob Zuma, pero uno tiene la sensación de que nadie les hace caso. La sociedad sudafricana está viviendo una fiesta cívica en la que los políticos de siempre no pintan nada.
Y uno de repente recuerda que, quizá como en algún otro país, si uno borra a la clase política de la foto, la foto brilla más. No se empaña tanto la imagen. La injusticia en la que muchos caemos es juzgar a los países en base a cómo actúan sus gobernantes. En el caso de Sudáfrica hoy la brecha es especialmente amplia entre lo que representa el Gobierno y lo que representan las masas de la población.
Claro, Mandela fue un político. Uno de los políticos más brillantes de la historia. Sometió prácticamente todo un pueblo a su voluntad. Y no solo porque era bueno, sino porque era un maestro en el arte de la persuasión. El problema con los gobernantes que han seguido a Mandela desde que él dejó la presidencia, por voluntad propia, en 1999 es que ni han sido buenos ni han sabido conquistar las mentes y los corazones de los ciudadanos.
Sudáfrica es un país en el que la corrupción estatal crece y donde prolifera el amiguismo, no la eficacia, como criterio para nombrar individuos en puestos importantes gubernamentales. Como consecuencia, no solo se enriquecen los altos funcionarios del Estado sino que, peor, el sistema estatal de educación retrocede. Hay muchos que opinan que los colegios a los que acuden los niños negros eran mejores en tiempos del apartheid que hoy.
Entonces, algunos se preguntan, ¿qué queda del legado de Mandela? Queda mucho. Una cosa tiene poco que ver con la otra. A Mandela no se le puede hacer responsable de los fracasos de sus sucesores en el Gobierno del mismo modo que a Abraham Lincoln no se le puede culpar de que durante cien años después de su muerte los ciudadanos negros de su país siguieran siendo tratados como ciudadanos de segunda categoría.
El legado de Mandela hay que verlo desde otra óptica. El legado de Mandela es que, pese a las mezquindades de sus gobernantes, en Sudáfrica reina la paz. Mandela evitó una guerra civil, evitó que se hundiera en el caos que parece ser el destino de Egipto por muchos años más, o en la violencia fratricida que define a Siria hoy.
El legado de Mandela es que creó y consolidó una democracia estable en la que la prensa es libre —sabemos lo corrupto que es el Gobierno de Zuma gracias a los diarios, que no dejan pasar un día, casi, sin revelar un nuevo escándalo—, en la que el sistema judicial es independiente y en la que nadie ha cuestionado la legitimidad de ninguna elección, ni general ni municipal. No asesinan a periodistas ni encarcelan a opositores políticos, como en Rusia, que hizo su transición política en la misma época que Sudáfrica.
El legado de Mandela es que, aunque ningún país está exento de racismo, las relaciones cotidianas entre blancos y negros en Sudáfrica son respetuosas y naturales; carecen de la tensión latente que uno palpa, por ejemplo, en Estados Unidos. Como demuestran las escenas que se ven hoy en la calle donde vivió Mandela y a lo largo y a lo ancho de Sudáfrica. Hace apenas 20 años este fue el país más fracturado de la tierra (apartheid significa “separación”) pero hoy todos se sienten compatriotas, todos se sienten hijos de Mandela, el hombre que será la conciencia moral de Sudáfrica, afortunado país, por los siglos y los siglos.
John Carlin
Johanesburgo, El País
Los sudafricanos no están llorando. O no mucho. Quizá lloren más adelante, durante el funeral, pero las escenas en la calle donde vivió Nelson Mandela son festivas, gente de todas las razas y todas las religiones bailando y cantando día y noche, escenificando lo mejor de su país, que es lo mejor del ser humano, encarnado en la figura del que fue el padre de la nación.
Mandela salió de la cárcel hace casi 24 años como luchador para la libertad de los negros, como temible terrorista para la mayoría de los blancos. El domingo, como cada día desde que murió Mandela el jueves pasado, se mezclaban blancos y negros, judíos y musulmanes, mestizos e hindúes, pequeños y mayores, ricos y pobres en los alrededores de la casa donde él vivió sus últimos años, la imagen viva de la nación del arcoiris con la que Mandela soñó, por la que luchó durante la mayor parte de su vida y que, finalmente, él construyó. Ningún grupo se atribuía mayor derecho a celebrar el recuerdo de Mandela. A nadie en el contingente negro jamás se le hubiera ocurrido preguntar: ¿qué hacen tantos blancos aquí? ¿qué derecho tienen nuestros antiguos opresores a reclamar a Mandela como suyo?
Una mujer blanca algo diferente a los demás blancos ahí, porque había estado en la cárcel en los años 80 por su militancia contra el apartheid, hizo un interesante comentario. “¿Sabe por qué se respira un aire tan fresco y puro aquí? Porque no hay políticos de por medio”. Era verdad.
Ha sido verdad en los días desde que Mandela murió. Ha habido discursos grandilocuentes de figuras gubernamentales, como el propio presidente Jacob Zuma, pero uno tiene la sensación de que nadie les hace caso. La sociedad sudafricana está viviendo una fiesta cívica en la que los políticos de siempre no pintan nada.
Y uno de repente recuerda que, quizá como en algún otro país, si uno borra a la clase política de la foto, la foto brilla más. No se empaña tanto la imagen. La injusticia en la que muchos caemos es juzgar a los países en base a cómo actúan sus gobernantes. En el caso de Sudáfrica hoy la brecha es especialmente amplia entre lo que representa el Gobierno y lo que representan las masas de la población.
Claro, Mandela fue un político. Uno de los políticos más brillantes de la historia. Sometió prácticamente todo un pueblo a su voluntad. Y no solo porque era bueno, sino porque era un maestro en el arte de la persuasión. El problema con los gobernantes que han seguido a Mandela desde que él dejó la presidencia, por voluntad propia, en 1999 es que ni han sido buenos ni han sabido conquistar las mentes y los corazones de los ciudadanos.
Sudáfrica es un país en el que la corrupción estatal crece y donde prolifera el amiguismo, no la eficacia, como criterio para nombrar individuos en puestos importantes gubernamentales. Como consecuencia, no solo se enriquecen los altos funcionarios del Estado sino que, peor, el sistema estatal de educación retrocede. Hay muchos que opinan que los colegios a los que acuden los niños negros eran mejores en tiempos del apartheid que hoy.
Entonces, algunos se preguntan, ¿qué queda del legado de Mandela? Queda mucho. Una cosa tiene poco que ver con la otra. A Mandela no se le puede hacer responsable de los fracasos de sus sucesores en el Gobierno del mismo modo que a Abraham Lincoln no se le puede culpar de que durante cien años después de su muerte los ciudadanos negros de su país siguieran siendo tratados como ciudadanos de segunda categoría.
El legado de Mandela hay que verlo desde otra óptica. El legado de Mandela es que, pese a las mezquindades de sus gobernantes, en Sudáfrica reina la paz. Mandela evitó una guerra civil, evitó que se hundiera en el caos que parece ser el destino de Egipto por muchos años más, o en la violencia fratricida que define a Siria hoy.
El legado de Mandela es que creó y consolidó una democracia estable en la que la prensa es libre —sabemos lo corrupto que es el Gobierno de Zuma gracias a los diarios, que no dejan pasar un día, casi, sin revelar un nuevo escándalo—, en la que el sistema judicial es independiente y en la que nadie ha cuestionado la legitimidad de ninguna elección, ni general ni municipal. No asesinan a periodistas ni encarcelan a opositores políticos, como en Rusia, que hizo su transición política en la misma época que Sudáfrica.
El legado de Mandela es que, aunque ningún país está exento de racismo, las relaciones cotidianas entre blancos y negros en Sudáfrica son respetuosas y naturales; carecen de la tensión latente que uno palpa, por ejemplo, en Estados Unidos. Como demuestran las escenas que se ven hoy en la calle donde vivió Mandela y a lo largo y a lo ancho de Sudáfrica. Hace apenas 20 años este fue el país más fracturado de la tierra (apartheid significa “separación”) pero hoy todos se sienten compatriotas, todos se sienten hijos de Mandela, el hombre que será la conciencia moral de Sudáfrica, afortunado país, por los siglos y los siglos.