Los franceses pierden la paciencia con Hollande

Recortes, paro e impuestos, sumado a las pulsiones racistas en la sociedad, marcan el punto más bajo del líder socialista

Miguel Mora
París, El País
La crispación y frustración de la derecha francesa después de sus dos derrotas electorales de 2012 lleva meses agitando las aguas políticas francesas. Poco a poco, ese estado de ánimo se ha ido contagiando, y la exasperación ha alcanzado de lleno a las clases medias y a muchos votantes de izquierda. La rica y envidiada Francia, quizá el último paraíso del viejo Estado de bienestar europeo, vive tiempos convulsos: la economía sigue estancada, el paro ronda ya el 10,5%, la industria pierde cada semana miles de trabajadores —los penúltimos, 1.800 empleados de la filial de Fagor—, mientras el Gobierno y la mayoría socialista no reaccionan y el presidente François Hollande permanece mudo en el Elíseo.


El presidente normal llegó al poder prometiendo un cambio tranquilo, una Europa distinta y más justicia social para dejar atrás el voluntarismo y la ineficacia de su detestado antecesor, Nicolas Sarkozy. Año y medio después, la sociedad francesa emite señales cada vez más inquietantes.

La revuelta de los bonnets rouges (gorros rojos) —una alianza de agricultores, obreros y empresarios— en Bretaña contra la ecotasa, finalmente suspendida sine die; la detención de la niña gitana Leonarda Dibrani en plena excursión escolar y las posteriores manifestaciones de estudiantes en París, y la barbarie de un grupo de extrema derecha en Angers, donde unos niños llamaron mono a la ministra de Justicia, Christiane Taubira, son los últimos síntomas del desgarro que vive la segunda potencia del euro.

En su primer año en el poder, el Gobierno socialista vendió un programa que parecía socialdemócrata. Recortes moderados del gasto, combinados con un 10% de subidas de impuestos —solo para uno de cada 10 ciudadanos, los más ricos y las empresas—, refuerzo de la inversión en educación, corrección de la mini-reforma de pensiones de Sarkozy, y ley del matrimonio gay.

Hollande no era especialmente amado, pero todo parecía ir razonablemente bien. Hasta que en marzo de este año, todo cambió, y los índices de popularidad del presidente se hundieron.

Las encuestas revelaban que los franceses de clase media se ven cada vez más pobres. Y, por primera vez desde 1984, los datos confirmaban que la ciudadanía ha perdido poder adquisitivo: cuatro décimas en 2012. Al mismo tiempo, presionado por el exceso de déficit que tanto alarma a Bruselas y a Berlín, el equipo económico de Hollande anunciaba recortes de 18.000 millones para 2014 y más impuestos para todos; un millón de personas con bajos ingresos tendrá que pagar renta el año que viene. Y mientras, las estimaciones afirman que los paraísos fiscales esconden al fisco francés entre 60.000 y 80.000 millones..

Además de los datos, la improvisación y la ausencia de credibilidad del Gabinete socialista parecen hoy incontestables. En septiembre, el ministro de Economía, Pierre Moscovici, reconocía que su política había producido un “hartazgo fiscal” entre los franceses. Poco después, Hollande prometía en televisión una “pausa fiscal para 2014”. Al día siguiente, el primer ministro, Jean-Marc Ayrault, la retrasaba hasta 2015.

Las críticas a la voracidad impositiva socialista se extendieron entonces desde la patronal, las pymes y el millar de millonarios que iban a pagar el célebre impuesto del 75% —limitado hoy, tras muchas fatigas, a los 12 clubes más ricos de la Liga de fútbol— al resto de la población. Y hace un par de semanas, la izquierda empezó a hervir donde menos se esperaba: en el feudo socialista y europeísta bretón, y contra una tasa que ni siquiera se aplica, pues debe entrar en vigor en 2014.

“Detrás del movimiento de descontento generalizado hay dudas muy profundas sobre la perennidad del modelo francés”, explicaba ayer en Le Monde Jérôme Fourquet, del instituto sociológico IFOP. “Hemos pasado de un clima social átono a una resignación rabiosa”, enfatizaban Michèle Rescourio-Gilabert y Jean-Pierre Basilien, autores de un estudio que pulsa la opinión entre directivos y asalariados. “Es como si la Francia de abajo se rebelara contra el Estado central”, añade François Miquet-Marty, presidente de la casa de sondeos Viavoice.

El malestar, la cerrazón y la desconfianza en la clase política son cada vez más palpables en la calle. Pero lo más alarmante es que la xenofobia y el racismo vuelan libremente desde los cafés y los medios hasta los pasillos del poder, aunque las últimas cifras de Eurostat nieguen de plano que Francia esté sufriendo una invasión de inmigrantes: entre los 65,7 millones de franceses, viven 2,5 millones de extracomunitarios, un 3,8% del total.

La oleada de rechazo a los gitanos, lanzada por la derecha en verano e incitada más tarde desde la cúpula del Estado —con la excusa de intentar frenar el avance del Frente Nacional— por el ministro del Interior, el barcelonés de nacimiento Manuel Valls, que acusó a los 17.000 romaníes europeos —la mitad de ellos, niños— de tener una cultura muy distinta y de no querer integrarse, ha tenido un efecto multiplicador y legitimador.

La única réplica desde arriba a ese racismo de Estado ha sido la de su compañera de Gobierno Christiane Taubira, nacida en la Guayana y una de las personas más cultas y refinadas del orbe político francés, acostumbrada a ser llamada “gorila” desde los escaños de la derecha populista.

“Las inhibiciones están desapareciendo y los diques caen”, ha alertado Taubira, recordando que “los ataques racistas van contra el corazón de la República”.

Abandonada a su suerte por Hollande, que se ha limitado a hablar ante el Consejo de Ministros, la ministra ha culpado de esa deriva a la derecha (“menos republicana de lo que fue”) y, sin citarlos, a Valls y al propio jefe del Estado: “Durante el último quinquenio, construimos un enemigo interior. Hoy, los que son incapaces de trazar un horizonte pasan su tiempo diciendo al pueblo francés que está acosado, asediado, en peligro”. “¡Hace un año que se habla de los gitanos casi cada día! Y se sigue diciendo a los franceses: ‘Seguid con el escudo en la cabeza porque estáis rodeados’, en lugar de dar respuestas eficaces. ¡Basta ya de manipulación!”.

¿Es hoy Francia más racista que ayer? Solo bastaba echar un vistazo a las televisiones y a las redes sociales durante el caso Leonarda para pensar que sí. Los únicos datos disponibles, de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, afirman que, en 2012, se registraron 1.530 actos racistas, un 23% más que en 2011.

Aurélie, de 30 años, diplomada en la Escuela Nacional de Comercio, directiva en una pujante empresa de I+D y votante de la derecha, da una visión poco esperanzadora. “La ilusión por la capacidad de la política para cambiar las cosas se ha acabado. Las generaciones de nuestros padres diseñaron un sistema que no puede durar eternamente. Y los franceses somos unos niños mimados. Tenemos una calidad de vida muy alta y más vacaciones que nadie, pero no paramos de quejarnos. Aunque luego nos resistimos a reformar nada. Somos un país poco acogedor, y entre nosotros la relación es rara, poco sana. Nos movemos en círculos casi impermeables”.

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