Wilstermann recuperó su peor perfil ante Guabirá

Wilstermann padeció un drástico retroceso ante uno de los equipos más débiles de la competencia. Sin fútbol, repitiendo viejos errores tácticos (ubicar a Paz como medio centro y dejar solo a Berodia en el eje), no pasó del empate (1-1) con Guabirá. Extrañó mucho a Ramallo y ratificó su incapacidad para revertir un marcador adverso.


José Vladimir Nogales
Frente a Guabirá, Wilstermann restituyó sus peores rasgos. Aquellos que, durante la agria cadena de igualdades, le retrataron como un equipo amorfo, sin equilibrio, vulnerable en el fondo e improductivo con la pelota. Y no fue lo peor. Volvió a exhibir una nociva displicencia al manejar la pelota, lo que no sólo infectó su juego (lento y predecible en exceso), sino que también le adormeció el espíritu. En ese juego pausado (casi pasivo), de tranco lento, predecible y sedado en exceso, se advertían síntomas de aburguesamiento. Era como si el calibre del adversario (nítidamente inferior al de los recientemente vencidos) no estimulase el interés por un esfuerzo mayor. Impertinencia exacerbada por un mayúsculo déficit en las respuestas individuales (mal Tordoya, pobre lo de Aparicio, flojo lo de Quero, inexpresivo Andaveris, inexistente Paz), por las deficiencias estructurales (el equipo tiende a alargarse y a partirse por la mitad), la carencia de recursos creativos para descifrar herméticos cerrojos defensivos y la escasa respuesta anímica para metabolizar una adversidad (Wilstermann no gana partidos en los que, coyunturalmente, llega a estar en desventaja).


En el inicio, Wilstermann encontró autopistas para entrar por los carriles laterales defendidos por Rioja y Pérez. Berodia discurría con el balón en los pies y generaba peligro con Mainz y Aparicio, pero faltaba mordiente.

El partido carburaba al vaivén de los locales, que contó con su mejor oportunidad en los primeros compases con dos internadas de Aparicio, una de Quero y otra de Mainz. Todas dilapidadas. El local era profundo, llegaba, pero no golpeaba, así que Guabirá (que esbozaba un juego de posesión que prevalecía por ráfagas) decidió darse una alegría a costa de las ansias nerviosas de Wilstermann. Sin Paz, que se había extraviado lejos del área para sacrificarse en labores oscuras, Guabirá aprovechó los huecos en el centro del campo local y, a puro toque, puso a Antonio Torrez en posición de disparo. El volante, llamativamente descubierto en el embudo del área, empalmó un tiro desde 20 metros y ajustado al palo que sorprendió a un inédito Hugo Suárez. Wilstermann, intratable en sus últimos partidos como local, se amilanó y se redujo como equipo a la mínima expresión. Nada de espíritu. Ni un amago de reacción, ni un intento desesperado de poner sitio a la portería de Elduayen, un espectador más del choque. Resignación, escasa actitud y demasiada indolencia entre los rojos, que naufragaron en un encuentro de quiero y no puedo.

Guabirá, tras conseguir su tanto, no se salió del guión. Se cerró un poco más atrás y comenzó la lucha de presión y disciplina táctica, combinada con las oscuras artes del pérfido juego especulador (teatralizar lesiones, dilatar el tiempo muerto). Sin brillantez, pero con mucho oficio, los recién ascendidos desesperaron a sus rivales con el control de los tiempos del partido. Sin necesidad de asfixiar a los locales, Guabirá impuso un fútbol tedioso, blando y molesto.

Sin espacios para maniobrar y con la ventaja cruceña en el marcador aparecieron todos los defectos (aparentemente superados) de Wilstermann, resumidos en la falta de precisión en el pase y los cada vez más habituales desajustes defensivos. La inserción de Luis Carlos Paz como medio centro fue, cuando menos, incordiosa. Nulo en la recuperación de pelota (su estatismo lo condena), restó fluidez a la salida. Y al no mostrarse como opción válida (porque se esconde para no recibir o lo devuelve para no comprometerse), obliga a enturbiar el juego. Obstruido el único dispositivo de salida (los laterales no abren juego y los volantes se colocan en la línea de los atacantes, demandando el juego que ellos deben generar), los balones salen por arriba, tentando en demasía al azar. Entonces, sin control del juego, el desorden presidió el fútbol de Wilstermann. Hacía tiempo que no se le veía tan descompuesto, posiblemente porque asumió sus evidentes dificultades de conjunción y coordinación. Donde no llegaba con geometría, le alcanzaba con el vigor. Como equipo no dejó otro trazo. Sus centrocampistas fueron neutralizados por la compacta red de relevos de Guabirá, donde cada uno hizo lo que mejor sabe. Y lo hicieron muy bien. Didí Torrico se enredó en algunas fricciones con Andaveris, pero ganó la batalla particular. Burgos le dio un buen dolor de cabeza a Quero y Matías García (enganche de fino manejo) coronó el juego general con inteligencia. Enfrente, se proclamaron las carencias de Paz para sostener al equipo en el centro del campo. Y ante el visible naufragio en esa zona, Clausen reformuló la táctica. Llevó a Machado a jugar al lado de Paz, transmutando el módulo en un 3-4-1-2 más consistente en el centro, pero descubierto por los flancos. Si, como volantes, a Quero y Andaveris les cuesta el retroceso, el trajín por la banda (asumiendo la teórica función de laterales) desbordó su calificación. Ninguno tuvo retroceso y Wilstermann padeció lo indecible cuando Guabirá volcaba el juego sobre las orillas desnudas.

Wilstermann no detuvo a nadie en el medio campo y le faltó contundencia en el ataque. La contundencia es patrimonio de Ramallo, pero Ramallo no estaba. Lo pagó el equipo, aunque Aparicio ofreció su viejo repertorio. Anotó el empate en la más previsible, pero menos prevista, de sus jugadas: enganche hacia adentro desde la banda zurda y disparo de derecha. Por simple que parezca, los equipos tienen graves dificultades para atajar esa jugada, pero Aparicio la ejecuta con tanta lentitud que ya no sorprende.

COMPLEMENTO

Wilstermann, tras el descanso, siguió obstinado en buscar el área visitante, pero el juego no bullía como al principio. Mainz y Aparicio se encontraron desasistidos, batallando solos y sin apoyos, sin que los carrileros designados por el técnico Clausen se mostraran (nada hubo del vértigo que brinda Andaveris ni del desborde que ofrece Quero). Ocurre que, sin espacios, Wilstermann se asfixia. El problema es que tampoco sabe fabricarlos. Al moverse con lentitud, se delata. Tampoco tiene movilidad para descalibrar las marcas y abrir espacios para la penetración de los volantes. Mucho peor si el equipo se estira, distanciando a los receptores. En ese contexto, la elaboración se dificulta porque se dilata el traslado (a falta de pase) y se acentúa la imprecisión ante la complejidad de acertar entregas en el escaso campo disponible. Entonces, en tal estado de descomposición funcional, factible resulta incubar potenciales réplicas. Y Guabirá vislumbró esa posibilidad. Ante un rival que involucraba excesivo personal en el quehacer ofensivo, podría disponer de tierra fértil si lograba profundidad tras recuperar la pelota. Metió presión en el eje (atorando a Berodia) y sacó el balón sobre la izquierda, donde la velocidad de Miguel Ríos atormentó a Tordoya, obligado a salir lejos y al bulto. En un par de contragolpes, Guabirá bordeó el gol. Y Wilstermann el precipicio.

Los malos partidos se viven a impulsos. El miedo a ganar es comparable al miedo a perder. Por eso Guabirá creció y Wilstermann volvió a ser un manojo de nervios e inexactitudes. Incapaz de resolver el atasco, Wilstermann se exponía.

El cuadro rojo era una bomba emocional. A pelotazos cuando la cogía cualquiera, o al toque cuando de por medio andaban Berodia o Machado, se granjeó las suficientes oportunidades para ganar el partido, pero a Aparicio se le fue junto al poste un cabezazo franco, a Andaveris, un cabezazo imperdonable, a Aparicio le salió un disparo largo y después un disparo en el área pequeña que rebotó en el cuerpo de Ojeda.

En tiempos de pobreza, la adrenalina suele ser un medicamento habitual. Y el partido se fue enredando en un duelo de testosterona. Wilstermann insistía, aunque chocaba casi siempre. Le faltaba claridad, la que fue perdiendo Berodia, infectado de imprecisión o burdamente excedido en lujos. Buscaba habilitaciones imposibles o insistía en automatismos que el equipo (este inestable y ciclotímico equipo de Clausen) aún no ha desarrollado.

El equipo de Montero, firme en su apuesta, mantenía el grueso de sus tropas por detrás de la línea del balón. Pero sus contraataques ya no eran tan esporádicos. Un par de disparos desde la frontal avisaron a Suárez que debía mantener la concentración. Que empezaba el asalto final y que eso, en el equipo rojo, implica angustia, sudores fríos.

Nervios en Wilstermann. Nervios en su grada, bastante moderada con las desgracias de su equipo hasta el nuevo batacazo (siempre espera mucho y se marcha con poco). Son estos partidos los que muestran la fragilidad mental del equipo de Clausen, las dudas que corroen a sus futbolistas, la falta de sintonía entre el plantel y su técnico, la falta de confianza en si mismos.

Wilstermann: 1

Hugo Suárez

C. Machado

Carlos Tordoya

Edward Zenteno

Ignacio García

Félix Quero

Luis Carlos Paz

A. Andaveris

Gerardo Berodia

David Mainz

Eric Aparicio

Entrenador:

Néstor Cláusen

Cambios: G. Suárez x Mainz; Rivero x Paz

Guabirá: 1

F. Elduayen

Juan Pablo Rioja

Delio Ojeda

Herman Soliz

Julio César Pérez

Rodrigo Burgos

Antonio Tórrez

Didí Torrico

Matías García

Darwin Ríos

José A. Castillo

Entrenador:

Francisco Bonilla

Cambios: Durán x Pérez; Parada x Tórrez; M. Ríos x G. Ríos

Estadio: Félix Capriles

Público: 9.107 boletos vendidos

Recaudación: Bs 220.570

Árbitro: Luis Mancilla (LPZ)

Asistentes: Humberto Paz y Mauricio Vallejos

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