Lou Reed: muere el poeta eléctrico
Fallece a los 71 años en Long Island uno de los nombres fundamentales de
la historia del rock. El neoyorquino ha influido a generaciones de músicos
Diego A. Manrique
Madrid, El País
Parecía indestructible: un neoyorquino agresivo, dispuesto a defender su parcela. Lou Reed presumía de una fortaleza de ánimo que le permitió superar todas las adversidades. Aguantó el electrochoque al que le empujaron sus preocupados padres. Se dio a conocer con The Velvet Underground, un grupo que, a pesar de su actual inmensa reputación, apenas vendió discos. De hecho, sus dos únicas canciones universales, Walk on the wild side y Perfect day, salieron en 1972, en el elepé Transformer,que produjo su admirador Bowie. Y parecía haber sobrevivido al transplante de hígado al que se sometió en abril, que al final ha causado su muerte ayer en Long Island.
Con todo, mantuvo una alta productividad hasta tiempos recientes: se peleaba con las discográficas, cambiaba de productores y seguía adelante, sin grandes ventas. Aparte de la vituperada colaboración con Metallica (Lulu, 2011), se había apartado del rock y el formato canción. Casi de tapadillo, lanzaba grabaciones instrumentales, ocasionalmente con un grupo —el Metal Machine Trio— que evocaba su máxima expresión de libertad creativa: el doble Metal machine music (1975), una colección de feedback y otros extremismos sonoros.
De alguna manera, Lewis Allan Reed (1942-2013) se deleitaba en llevar la contra a lo que esperaban de él. Eran muy celebrados sus encuentros con el periodista musical Lester Bangs, que exigía cierta moralidad a sus ídolos. Reed arguía la sacrosanta libertad del creador. Se burlaba del (indudable) daño que hizo aquella parte de su espectáculo en que parecía inyectarse con heroína: “¿es que no saben distinguir entre el teatro y la realidad?”.
Y añadía, con sorna: “¿Cómo sabían que en la jeringuilla había heroína?”. Tenía razón, aunque olvidaba oportunamente su monumental Heroin (1967), que tan atractiva hacía la opción de la vida opiácea, también evocada ese mismo año en I'm waiting for the man. En realidad, se supone que la droga que más le atraía era la anfetamina, en su versión inyectable muy usada en el círculo del vampírico Andy Warhol. Y que nadie vea aquí un insulto a Warhol: Lou, en compañía del sufrido John Cale, sacaría en 1990 Songs for Drella, recordando su apodo entre los íntimos, un cruce de Drácula y Cinderella (Cenicienta).
Aparte de haber frecuentado un ambiente tan enrarecido como el de The Factory, donde se desarrollaba una competencia mortal por ser la fiera más cool del bestiario, se me ocurren otras razones para su agresiva altivez. Aunque Lou había pasado una temporada en los margenes del Brill Building, la industria del pop juvenil, grabando discos baratos como The Primitives, sus primeros álbumes reventaron los límites de lo que se podía contar en una canción pop. Sin embargo, se le escatimaron los elogios.
Bob Dylan o John Lennon podían relatar sus transgresiones de forma elíptica; Reed era directo y contundente, como Raymond Chandler y otros autores de su querida novela negra. En vez del clásico conflicto de chico-chica, el cancionero de Lou introducía a homosexuales, travestidos y otras criaturas exóticas. Sus protagonistas podían odiarse, practicar el sadomasoquismo e incluso matar. En medio del ensueño jipi de los sesenta, aquello sonaba a aberración neoyorquina.
Esa falta de sincronía generacional explica que Lou Reed nunca llegara a gran estrella en Estados Unidos. Pude comprobarlo en 1986, viajando a Atlanta (Georgia) para entrevistarle. El fotógrafo se mostraba escéptico: no creía que mereciera tal desplazamiento. Como una broma, fuimos preguntando a todos los estadounidenses que nos cruzábamos si conocían a Lou Reed. Y no, no les sonaba. Si mencionábamos que cantaba, le confundían con el vocalista negro Lou Rawls. Sólo en Atlanta, un taxista hirsuto le pudo identificar: “Claro, el de The Velvet Underground. ¿Sigue vivo?”.
Felizmente para Lou, Europa se mostró encantada ante semejante outsider. El patrocinio de David Bowie le permitió encajar fugazmente en un movimiento popular, el glam rock. Con todo, la leyenda pesaba más que la realidad de su obra: mitificado por nuestros dibujantes de tebeos underground, Nazario terminaría demandándole por plagiar un dibujo suyo para un disco en directo.
En la mente popular, era un connoisseur de todos los vicios posibles, la excusa para desmadrarse en público. Lou Reed se enfrentó con levantiscas multitudes europeas que peleaban con la policía o —caso de Madrid— asaltaban y saqueaban su escenario. Con el tiempo, Lou actuó en recintos más refinados, donde pudo demostrar su fascinación por el sonido en compañía de instrumentistas de primera, alternando sus melodías más sigilosas con las exhibiciones de decibelios.
A la vez, exigía implícitamente que se reconociera su categoría literaria. De alguna manera, gracias en parte a su matrimonio con la artista Laurie Anderson, consiguió ser aceptado en los ambientes de la alta cultura de Nueva York: se atrevía con Edgar Allan Poe en The raven, su Berlin fue filmado en directo por Julian Schnabel, el Metal machine music fue adaptado para orquesta de cámara, se publicó la integral de sus letras. Uno confía en que Lou, tan huraño y tan desconfiado, disfrutara de ese beneplácito tardío.
la historia del rock. El neoyorquino ha influido a generaciones de músicos
Diego A. Manrique
Madrid, El País
Parecía indestructible: un neoyorquino agresivo, dispuesto a defender su parcela. Lou Reed presumía de una fortaleza de ánimo que le permitió superar todas las adversidades. Aguantó el electrochoque al que le empujaron sus preocupados padres. Se dio a conocer con The Velvet Underground, un grupo que, a pesar de su actual inmensa reputación, apenas vendió discos. De hecho, sus dos únicas canciones universales, Walk on the wild side y Perfect day, salieron en 1972, en el elepé Transformer,que produjo su admirador Bowie. Y parecía haber sobrevivido al transplante de hígado al que se sometió en abril, que al final ha causado su muerte ayer en Long Island.
Con todo, mantuvo una alta productividad hasta tiempos recientes: se peleaba con las discográficas, cambiaba de productores y seguía adelante, sin grandes ventas. Aparte de la vituperada colaboración con Metallica (Lulu, 2011), se había apartado del rock y el formato canción. Casi de tapadillo, lanzaba grabaciones instrumentales, ocasionalmente con un grupo —el Metal Machine Trio— que evocaba su máxima expresión de libertad creativa: el doble Metal machine music (1975), una colección de feedback y otros extremismos sonoros.
De alguna manera, Lewis Allan Reed (1942-2013) se deleitaba en llevar la contra a lo que esperaban de él. Eran muy celebrados sus encuentros con el periodista musical Lester Bangs, que exigía cierta moralidad a sus ídolos. Reed arguía la sacrosanta libertad del creador. Se burlaba del (indudable) daño que hizo aquella parte de su espectáculo en que parecía inyectarse con heroína: “¿es que no saben distinguir entre el teatro y la realidad?”.
Y añadía, con sorna: “¿Cómo sabían que en la jeringuilla había heroína?”. Tenía razón, aunque olvidaba oportunamente su monumental Heroin (1967), que tan atractiva hacía la opción de la vida opiácea, también evocada ese mismo año en I'm waiting for the man. En realidad, se supone que la droga que más le atraía era la anfetamina, en su versión inyectable muy usada en el círculo del vampírico Andy Warhol. Y que nadie vea aquí un insulto a Warhol: Lou, en compañía del sufrido John Cale, sacaría en 1990 Songs for Drella, recordando su apodo entre los íntimos, un cruce de Drácula y Cinderella (Cenicienta).
Aparte de haber frecuentado un ambiente tan enrarecido como el de The Factory, donde se desarrollaba una competencia mortal por ser la fiera más cool del bestiario, se me ocurren otras razones para su agresiva altivez. Aunque Lou había pasado una temporada en los margenes del Brill Building, la industria del pop juvenil, grabando discos baratos como The Primitives, sus primeros álbumes reventaron los límites de lo que se podía contar en una canción pop. Sin embargo, se le escatimaron los elogios.
Bob Dylan o John Lennon podían relatar sus transgresiones de forma elíptica; Reed era directo y contundente, como Raymond Chandler y otros autores de su querida novela negra. En vez del clásico conflicto de chico-chica, el cancionero de Lou introducía a homosexuales, travestidos y otras criaturas exóticas. Sus protagonistas podían odiarse, practicar el sadomasoquismo e incluso matar. En medio del ensueño jipi de los sesenta, aquello sonaba a aberración neoyorquina.
Esa falta de sincronía generacional explica que Lou Reed nunca llegara a gran estrella en Estados Unidos. Pude comprobarlo en 1986, viajando a Atlanta (Georgia) para entrevistarle. El fotógrafo se mostraba escéptico: no creía que mereciera tal desplazamiento. Como una broma, fuimos preguntando a todos los estadounidenses que nos cruzábamos si conocían a Lou Reed. Y no, no les sonaba. Si mencionábamos que cantaba, le confundían con el vocalista negro Lou Rawls. Sólo en Atlanta, un taxista hirsuto le pudo identificar: “Claro, el de The Velvet Underground. ¿Sigue vivo?”.
Felizmente para Lou, Europa se mostró encantada ante semejante outsider. El patrocinio de David Bowie le permitió encajar fugazmente en un movimiento popular, el glam rock. Con todo, la leyenda pesaba más que la realidad de su obra: mitificado por nuestros dibujantes de tebeos underground, Nazario terminaría demandándole por plagiar un dibujo suyo para un disco en directo.
En la mente popular, era un connoisseur de todos los vicios posibles, la excusa para desmadrarse en público. Lou Reed se enfrentó con levantiscas multitudes europeas que peleaban con la policía o —caso de Madrid— asaltaban y saqueaban su escenario. Con el tiempo, Lou actuó en recintos más refinados, donde pudo demostrar su fascinación por el sonido en compañía de instrumentistas de primera, alternando sus melodías más sigilosas con las exhibiciones de decibelios.
A la vez, exigía implícitamente que se reconociera su categoría literaria. De alguna manera, gracias en parte a su matrimonio con la artista Laurie Anderson, consiguió ser aceptado en los ambientes de la alta cultura de Nueva York: se atrevía con Edgar Allan Poe en The raven, su Berlin fue filmado en directo por Julian Schnabel, el Metal machine music fue adaptado para orquesta de cámara, se publicó la integral de sus letras. Uno confía en que Lou, tan huraño y tan desconfiado, disfrutara de ese beneplácito tardío.