ACCIDENTE: “El primero salió por su pie, pero los demás los sacaron a todos muertos”
Lola Hierro
La Pola de Gordón, El País
El restaurante El Valle está en medio de la nada, al pie de una estrecha y mal asfaltada carretera que conduce al Pozo Emilio del Valle, en la localidad leonesa de Llombera de Gordón. Pero este lunes ha habido durante todo el día un interminable trasiego de clientes. “Los mineros se abrazaban, lloraban…” rememora Emma, la dueña del mesón. Su marido Eloy y ella han sido testigos en primera línea del dolor de los compañeros de los seis mineros muertos este lunes en el Pozo por un escape de gas metano. A las diez de la noche solo quedan algunos parroquianos tomando el último café, o vermú. Todos hieráticos, como estatuas, y en silencio.
Emma y Eloy conocen a todos los que a diario van a trabajar al Pozo, aunque sea de vista. De Antoni, o Tori, como le apodaban, se acuerdan especialmente esta noche. No saben sus apellidos, pero le conocían desde niño. Él ha sido uno de los fallecidos. “Tenía 43 años y se tendría que haber jubilado en agosto, pero por culpa de la nueva ley del ministro Soria le tocaba trabajar un año más”, explica Emma. “De no haber sido por eso, él se hubiera salvado”. Tori ha dejado mujer y una niña de dos años y medio.
A los pocos minutos entra José Antonio Colinas, delegado sindical de los mineros del Pozo Emilio. Está cansado, deshecho. Su móvil suena sin descanso, pero él siente que no puede atender más llamadas. Viene del hospital, de acompañar a las familias de sus compañeros heridos. En seguida desmiente la muerte de esa supuesta séptima víctima, que es Juan Manuel Menéndez Montero y que, de momento, lucha por vivir. “Acabo de estar con su mujer, y está vivo. Tiene la sangre envenenada y algunas costillas rotas de cuando intentamos reanimarle, pero responde a estímulos, y los médicos dicen que eso es bueno”, relata. Del hospital también se ha traído la satisfacción de haber visto al ministro Soria darse media vuelta y no entrar. “Le hemos echado, le hemos dicho que ni se le ocurriera aparecer por aquí, no sé cómo tiene la vergüenza de aparecer después de lo que nos ha maltratado”, espeta.
Colinas, de 40 años, es minero desde los 24, pero justo en el momento del accidente tuvo la suerte de no encontrarse en el tajo, sino en las oficinas de su sindicato. “Me llamaron por teléfono y me dijeron que había ocurrido un accidente un poco grave, así que fui para la mina”, cuenta. Fue el primero en llegar, incluso antes que las ambulancias. “Vi salir al primer compañero por su propio pie, el segundo iba en camilla pero consciente… pensé que no sería tan grave, pero los siguientes salieron todos muertos”, dice con la mirada fija en la barra de cinc del bar.
Ni siquiera un experto en los entresijos de las minas como Colinas se explica cómo ha podido ocurrir una tragedia de este calibre. Los parroquianos del bar comentan lo letal que resulta el metano. El grisú, como lo llaman en el tajo, es fulminante, no huele, así que no es fácil de detectar. Aún así, todos los mineros van provistos de un instrumento llamado rescatador que sirve para protegerse de posibles intoxicaciones por gases. “No les ha dado tiempo a usarla. Amancio, que ha visto a otro compañero en el suelo, contaba que él mismo llegó a marearse pese a que llegó a ponérsela”.
El teléfono de Colinas sigue sonando y, finalmente, responde la llamada. Tras unos minutos, vuelve desanimado. Emma, Eloy, y el resto de parroquianos no dicen nada; cuesta hablar en una noche como esta, aunque este minero que hoy ha perdido a seis amigos sabe que las siguientes serán peores, que hoy solo está en shock. “Hasta hace cuatro días nos decían que somos unos privilegiados”, critica Colinas de golpe. “Que se lo digan ahora a las viudas de mis amigos”.
La Pola de Gordón, El País
El restaurante El Valle está en medio de la nada, al pie de una estrecha y mal asfaltada carretera que conduce al Pozo Emilio del Valle, en la localidad leonesa de Llombera de Gordón. Pero este lunes ha habido durante todo el día un interminable trasiego de clientes. “Los mineros se abrazaban, lloraban…” rememora Emma, la dueña del mesón. Su marido Eloy y ella han sido testigos en primera línea del dolor de los compañeros de los seis mineros muertos este lunes en el Pozo por un escape de gas metano. A las diez de la noche solo quedan algunos parroquianos tomando el último café, o vermú. Todos hieráticos, como estatuas, y en silencio.
Emma y Eloy conocen a todos los que a diario van a trabajar al Pozo, aunque sea de vista. De Antoni, o Tori, como le apodaban, se acuerdan especialmente esta noche. No saben sus apellidos, pero le conocían desde niño. Él ha sido uno de los fallecidos. “Tenía 43 años y se tendría que haber jubilado en agosto, pero por culpa de la nueva ley del ministro Soria le tocaba trabajar un año más”, explica Emma. “De no haber sido por eso, él se hubiera salvado”. Tori ha dejado mujer y una niña de dos años y medio.
A los pocos minutos entra José Antonio Colinas, delegado sindical de los mineros del Pozo Emilio. Está cansado, deshecho. Su móvil suena sin descanso, pero él siente que no puede atender más llamadas. Viene del hospital, de acompañar a las familias de sus compañeros heridos. En seguida desmiente la muerte de esa supuesta séptima víctima, que es Juan Manuel Menéndez Montero y que, de momento, lucha por vivir. “Acabo de estar con su mujer, y está vivo. Tiene la sangre envenenada y algunas costillas rotas de cuando intentamos reanimarle, pero responde a estímulos, y los médicos dicen que eso es bueno”, relata. Del hospital también se ha traído la satisfacción de haber visto al ministro Soria darse media vuelta y no entrar. “Le hemos echado, le hemos dicho que ni se le ocurriera aparecer por aquí, no sé cómo tiene la vergüenza de aparecer después de lo que nos ha maltratado”, espeta.
Colinas, de 40 años, es minero desde los 24, pero justo en el momento del accidente tuvo la suerte de no encontrarse en el tajo, sino en las oficinas de su sindicato. “Me llamaron por teléfono y me dijeron que había ocurrido un accidente un poco grave, así que fui para la mina”, cuenta. Fue el primero en llegar, incluso antes que las ambulancias. “Vi salir al primer compañero por su propio pie, el segundo iba en camilla pero consciente… pensé que no sería tan grave, pero los siguientes salieron todos muertos”, dice con la mirada fija en la barra de cinc del bar.
Ni siquiera un experto en los entresijos de las minas como Colinas se explica cómo ha podido ocurrir una tragedia de este calibre. Los parroquianos del bar comentan lo letal que resulta el metano. El grisú, como lo llaman en el tajo, es fulminante, no huele, así que no es fácil de detectar. Aún así, todos los mineros van provistos de un instrumento llamado rescatador que sirve para protegerse de posibles intoxicaciones por gases. “No les ha dado tiempo a usarla. Amancio, que ha visto a otro compañero en el suelo, contaba que él mismo llegó a marearse pese a que llegó a ponérsela”.
El teléfono de Colinas sigue sonando y, finalmente, responde la llamada. Tras unos minutos, vuelve desanimado. Emma, Eloy, y el resto de parroquianos no dicen nada; cuesta hablar en una noche como esta, aunque este minero que hoy ha perdido a seis amigos sabe que las siguientes serán peores, que hoy solo está en shock. “Hasta hace cuatro días nos decían que somos unos privilegiados”, critica Colinas de golpe. “Que se lo digan ahora a las viudas de mis amigos”.