Wilstermann vive abonado al sufrimiento
Wilsterman despilfarró un 4-1, plasmado hasta los 14 minutos del complemento, y concluyó el partido apretado contra su arco, padeciendo por preservar una victoria por un dramático 4-3
José Vladimir Nogales
Wilstermann vive abonado al sufrimiento. Ninguna holgura parece bastar para evitarse arrebatos cardíacos al finalizar la faena. Siempre, o casi siempre, las grandes batallas concluyen con el pulso alterado, en evidente estado de crispación y con elevados niveles de adrenalina corriendo por el torrente sanguíneo. Aunque muchos pueden ser los factores que recurrentemente impiden un plácido final de batalla, a Wilstermann le cuesta (siempre le costó) lograr una anticipada capitulación del enemigo porque no aprende a ser verdugo. Y por no saber rematar a su víctima, la que termina rodando suele ser su cabeza.
The Strongest es uno de esos equipos que nunca deben darse por muertos, ni aún estando muertos. Pertenece a esa extraña especie de seres que trascienden la muerte y sus tenebrosas connotaciones oscurantistas. Tienen la facultad de rehacerse desde sus propias cenizas. Resucitan. Saben volver del otro lado del silencio. Para impedirlo, es menester rematarlos en su lecho mortuorio, por mucho que el acto luzca como un repugnante ejercicio de sadismo. Confiar, ingenuamente, en la ausencia de signos vitales puede conducir a una lamentable fatalidad, para la que el tardío arrepentimiento podría valer nada. Después del 4-1, ese fue el escenario que configuró la quietud contemplativa de Wilstermann. La súbita holgura pareció tener un efecto anestésico, contrastando con la enérgica reacción de un The Strongest que, lejos de derrumbarse por el mazazo, cobró inusitado vigor. Con el balón en propiedad, The Strongest ejecutó una agresiva circulación que, edificada con movilidad y precisión, encontró explotables deficiencias en el módulo de contención rival, presa ya de una laxitud impertinente. A falta de media hora, el inexcusable deterioro de la concentración roja conspiró contra la seguridad propia y el caudal ofensivo expuesto. El gol de Cristaldo (sin marca dentro del área) obedece a ese rasgo distractivo que había comenzado a padecer Wilstermann y que, desde entonces, perturbaría las virtudes del funcionamiento equilibrado hasta ahí exhibido.
Paulatinamente, Wilstermann fue encogiéndose. En parte porque The Strongest, en posesión del balón, fue empujándolo contra su arco. Pero también porque Clausen, en su afán de fortalecer la contención (allá donde Machado no daba abasto), agregó al rústico Paz en sustitución de Berodia. Una aberración. Paz no mejoró la recuperación de pelota ni ayudó a frenar la marejada atigrada, pero propició que el equipo perdiera el desahogo que ofrecía Berodia. Sin el enganche español, los atacantes quedaron al otro lado del océano, lejos de todos, y con todo el peso del partido cargado sobre el lomo de una defensa abrumada. Sin Ramallo (expulsado con exceso de rigor), Wilstermann acentuó su extravío. Difuminó la amenaza de su contragolpe, se partió por la mitad y validó el riesgo asumido por Villegas (técnico visitante) al extirpar un defensa (Jair Torrico) para potenciar el ataque (ingresó Gastón Mealla). El espacio que The Strongest concedía al reducir el personal en defensa bajó su nivel de riesgo al no resultar accesible para un rival mermado y ahora inconexo. Estacionado muy atrás, Wilstermann no conseguía activar su contragolpe. El recorrido era muy largo y los receptores (Aparicio y Quero) aparecían distantes y desprovistos de mecanismos articuladores que les procurasen suministro.
The Strongest bordeó un nuevo descuento con un disparo excesivamente cruzado de Melgar, un travesaño de Bejarano y una ráfaga de disparos al bulto entre Escóbar y Cristaldo, hasta que llegó el despeje suicida de Ignacio García, estampando en su arco un envenenado centro de Escóbar (4-3). El miedo se instaló en las gradas. Wilstermann volvía a sentir el amenazante aleteo de otra frustración. Otra vez los arrebatos. Otra vez las pulsaciones a mil. Otra vez el corazón rugiendo como turbina. El oleaje acometía con renovada furia sobre el endeble arco de Suárez. Una y otra vez ráfagas de viento e impetuosas olas azotaron el tambaleante fortín. Pero, una y otra vez, pudo resistir. Y la victoria, reclamada en el tormentoso final de una noche convulsa, pudo plasmarse entre alaridos de alivio.
INICIO
El temprano gol de Andaveris (potente cabezazo ante centro de Mainz) debió resolverle los problemas a Wilstermann, pero le acható. El tanto no tuvo mayores efectos sobre The Strongest. Fue el mismo equipo laborioso y efectista que salió del vestuario con la idea de complicar la vida a un rival en alza. Se la complicó. Cambió la posesión y la tendencia de una batalla que tenía, de entrada, nítido signo local. De pronto, a Wilstermann le salió una vena administrativa. Abandonó la intensidad y se acomodó para la réplica, cediendo la iniciativa. Trasteó en la primera parte, con un punto de pereza y un olvido casi absoluto de sus delanteros. Ramallo sólo apareció en una jugada. Andaveris en otra (travesaño).
La ventaja invitó a Wilstermann a un juego tranquilo, sin la excitación que ha definido sus últimas actuaciones. Comenzó a utilizar el balón con paciencia y poco filo, más como un elemento defensivo que como un arma de ataque. No es mala solución para un equipo que sufre cuando no encuentra la pelota. Sin embargo, esa idea especulativa alimentó los riesgos. The Strongest comenzó a manejar la pelota y a imponer la superioridad numérica en mitad de campo, donde Machado sufría para taponar todos los agujeros. Precisamente, un error de Machado (salió al bulto, comiéndose el amague) dejó campo libre a Castro para que habilitase a Reinoso. El colombiano no falló ante Suárez.
Tras el impacto, Wilstermann intentó recuperar el tono, pero no logró la conjunción del principio. La baja de tensión hizo mella en la respuesta colectiva. Necesitaba reponer ritmo e intensidad, pero el equipo no alcanzaba a levantar el volumen de juego, la conjunción de sus piezas, ni la respuesta colectiva. Únicamente, un pase en profundidad de Berodia terminó con el disparo de Andaveris al travesaño.
En la reanudación, los rojos saltaron con la misma actitud arrolladora de los primeros compases (y con Aparicio en lugar de Mainz), siempre con Berodia como eje: quebraron a sus pares, ampliaron el campo y dispusieron de enormes carriles para moverse sin problemas. En la primera aproximación, Ramallo facturó ante Vaca, magistralmente habilitado por Aparicio. Al rato, Zenteno anotó con violento cabezazo ante preciso envío de Quero. Y, antes del cuarto de hora de la etapa final, un contragolpe brillantemente bordado entre Quero, Aparicio y Ramallo, concluyó con la certera resolución de Berodia. 4-1 a falta de media hora. Una ráfaga impactante. Plétora de goles y fútbol. Quedaba tiempo, sin embargo, para abandonarse a superficialidades. De ahí emergerían inimaginables padecimientos.
Wilstermann vive abonado al sufrimiento. Ninguna holgura parece bastar para evitarse arrebatos cardíacos al finalizar la faena. Siempre, o casi siempre, las grandes batallas concluyen con el pulso alterado, en evidente estado de crispación y con elevados niveles de adrenalina corriendo por el torrente sanguíneo. Aunque muchos pueden ser los factores que recurrentemente impiden un plácido final de batalla, a Wilstermann le cuesta (siempre le costó) lograr una anticipada capitulación del enemigo porque no aprende a ser verdugo. Y por no saber rematar a su víctima, la que termina rodando suele ser su cabeza.
The Strongest es uno de esos equipos que nunca deben darse por muertos, ni aún estando muertos. Pertenece a esa extraña especie de seres que trascienden la muerte y sus tenebrosas connotaciones oscurantistas. Tienen la facultad de rehacerse desde sus propias cenizas. Resucitan. Saben volver del otro lado del silencio. Para impedirlo, es menester rematarlos en su lecho mortuorio, por mucho que el acto luzca como un repugnante ejercicio de sadismo. Confiar, ingenuamente, en la ausencia de signos vitales puede conducir a una lamentable fatalidad, para la que el tardío arrepentimiento podría valer nada. Después del 4-1, ese fue el escenario que configuró la quietud contemplativa de Wilstermann. La súbita holgura pareció tener un efecto anestésico, contrastando con la enérgica reacción de un The Strongest que, lejos de derrumbarse por el mazazo, cobró inusitado vigor. Con el balón en propiedad, The Strongest ejecutó una agresiva circulación que, edificada con movilidad y precisión, encontró explotables deficiencias en el módulo de contención rival, presa ya de una laxitud impertinente. A falta de media hora, el inexcusable deterioro de la concentración roja conspiró contra la seguridad propia y el caudal ofensivo expuesto. El gol de Cristaldo (sin marca dentro del área) obedece a ese rasgo distractivo que había comenzado a padecer Wilstermann y que, desde entonces, perturbaría las virtudes del funcionamiento equilibrado hasta ahí exhibido.
Paulatinamente, Wilstermann fue encogiéndose. En parte porque The Strongest, en posesión del balón, fue empujándolo contra su arco. Pero también porque Clausen, en su afán de fortalecer la contención (allá donde Machado no daba abasto), agregó al rústico Paz en sustitución de Berodia. Una aberración. Paz no mejoró la recuperación de pelota ni ayudó a frenar la marejada atigrada, pero propició que el equipo perdiera el desahogo que ofrecía Berodia. Sin el enganche español, los atacantes quedaron al otro lado del océano, lejos de todos, y con todo el peso del partido cargado sobre el lomo de una defensa abrumada. Sin Ramallo (expulsado con exceso de rigor), Wilstermann acentuó su extravío. Difuminó la amenaza de su contragolpe, se partió por la mitad y validó el riesgo asumido por Villegas (técnico visitante) al extirpar un defensa (Jair Torrico) para potenciar el ataque (ingresó Gastón Mealla). El espacio que The Strongest concedía al reducir el personal en defensa bajó su nivel de riesgo al no resultar accesible para un rival mermado y ahora inconexo. Estacionado muy atrás, Wilstermann no conseguía activar su contragolpe. El recorrido era muy largo y los receptores (Aparicio y Quero) aparecían distantes y desprovistos de mecanismos articuladores que les procurasen suministro.
The Strongest bordeó un nuevo descuento con un disparo excesivamente cruzado de Melgar, un travesaño de Bejarano y una ráfaga de disparos al bulto entre Escóbar y Cristaldo, hasta que llegó el despeje suicida de Ignacio García, estampando en su arco un envenenado centro de Escóbar (4-3). El miedo se instaló en las gradas. Wilstermann volvía a sentir el amenazante aleteo de otra frustración. Otra vez los arrebatos. Otra vez las pulsaciones a mil. Otra vez el corazón rugiendo como turbina. El oleaje acometía con renovada furia sobre el endeble arco de Suárez. Una y otra vez ráfagas de viento e impetuosas olas azotaron el tambaleante fortín. Pero, una y otra vez, pudo resistir. Y la victoria, reclamada en el tormentoso final de una noche convulsa, pudo plasmarse entre alaridos de alivio.
INICIO
El temprano gol de Andaveris (potente cabezazo ante centro de Mainz) debió resolverle los problemas a Wilstermann, pero le acható. El tanto no tuvo mayores efectos sobre The Strongest. Fue el mismo equipo laborioso y efectista que salió del vestuario con la idea de complicar la vida a un rival en alza. Se la complicó. Cambió la posesión y la tendencia de una batalla que tenía, de entrada, nítido signo local. De pronto, a Wilstermann le salió una vena administrativa. Abandonó la intensidad y se acomodó para la réplica, cediendo la iniciativa. Trasteó en la primera parte, con un punto de pereza y un olvido casi absoluto de sus delanteros. Ramallo sólo apareció en una jugada. Andaveris en otra (travesaño).
La ventaja invitó a Wilstermann a un juego tranquilo, sin la excitación que ha definido sus últimas actuaciones. Comenzó a utilizar el balón con paciencia y poco filo, más como un elemento defensivo que como un arma de ataque. No es mala solución para un equipo que sufre cuando no encuentra la pelota. Sin embargo, esa idea especulativa alimentó los riesgos. The Strongest comenzó a manejar la pelota y a imponer la superioridad numérica en mitad de campo, donde Machado sufría para taponar todos los agujeros. Precisamente, un error de Machado (salió al bulto, comiéndose el amague) dejó campo libre a Castro para que habilitase a Reinoso. El colombiano no falló ante Suárez.
Tras el impacto, Wilstermann intentó recuperar el tono, pero no logró la conjunción del principio. La baja de tensión hizo mella en la respuesta colectiva. Necesitaba reponer ritmo e intensidad, pero el equipo no alcanzaba a levantar el volumen de juego, la conjunción de sus piezas, ni la respuesta colectiva. Únicamente, un pase en profundidad de Berodia terminó con el disparo de Andaveris al travesaño.
En la reanudación, los rojos saltaron con la misma actitud arrolladora de los primeros compases (y con Aparicio en lugar de Mainz), siempre con Berodia como eje: quebraron a sus pares, ampliaron el campo y dispusieron de enormes carriles para moverse sin problemas. En la primera aproximación, Ramallo facturó ante Vaca, magistralmente habilitado por Aparicio. Al rato, Zenteno anotó con violento cabezazo ante preciso envío de Quero. Y, antes del cuarto de hora de la etapa final, un contragolpe brillantemente bordado entre Quero, Aparicio y Ramallo, concluyó con la certera resolución de Berodia. 4-1 a falta de media hora. Una ráfaga impactante. Plétora de goles y fútbol. Quedaba tiempo, sin embargo, para abandonarse a superficialidades. De ahí emergerían inimaginables padecimientos.