Lección del Atlético en el derbi
El día que el otoño entró en Madrid, la tarde que cayeron gotas como piscinas, el Atlético ganó en el Bernabéu y acabó con el miedo de varias generaciones. Ahora ya podemos afirmar que la victoria en la Copa tuvo un efecto liberador. El diagnóstico ha sido confirmado: ya no quedan complejos, ni maleficios de catorce años. El Atlético vuela en el campeonato con siete triunfos de siete y la mala noticia es que su agencia de publicidad tendrá que cambiar su campaña de imagen. Ya no hay rastro del carismático perdedor, del atractivo desdichado; Bogart ha muerto. El Atlético de Simeone no admite bromas: es un firme aspirante a lo que se proponga.
Para el Madrid, entre las ruinas de la ilusión, sólo queda el mínimo consuelo de haber encontrado un sustituto para Benzema por aclamación popular: Morata. En sus minutos sobre el campo, el canterano hizo más que el francés en los últimos partidos y, además, lo hizo más profundo. Si el Madrid estuvo cerca del empate fue gracias al chico, que en la mejor de sus oportunidades dibujó un soberbio remate de volea que Courtois rechazó con reflejos de gato belga. El público del Bernabéu comenzó a gritar entonces “¡Morata, Morata, Morata!”, y como el pueblo es sabio sólo hay que esperar que lo sean también sus dirigentes.
Morata no debería confundirnos por su aspecto de buen chico, ni por su flequillo de estudiante antiguo; es un delantero prometedor, hambriento sin haber pasado hambre. Además, siempre podrá dejarse bigote. Tampoco debería llevarnos a engaño la feroz imagen de Diego Costa. Su talento está por encima de la irritación que provoca su mera presencia en los ejércitos contrarios.
Nadie puede dudar a estas horas de que el partido tuvo un nombre propio por encima de los demás: Diego Costa. Sí, volvió a hacerlo. Cuando quisimos darnos cuenta ya se había apoderado de cuanto ocurría, de lo relevante. Nos encontramos, una vez más, ante un delantero que no sólo es capaz de dominar el juego, sino de modular el ambiente, de descontrolar los nervios del adversario, hasta del público que jalea al adversario. Sus acciones, en el balance final, merecen la descripción de los goles porque acaban por tener similar importancia. A los seis minutos ya se había lanzado ferozmente a los pies de Pepe y acto seguido se enredó con Mateu en una protesta excesiva. Lo desconcertante, para quienes creemos tener claros los conceptos del bien y del mal, es que Diego Costa tenía razón (había tocado la pelota), y la volvió a tener tiempo después, cuando se enfrentó con Diego López, de nuevo magnífico en el papel de falso culpable (fue el portero quien le propinó una patada). Tampoco fingía cuando se dolió de un pisotón de Arbeloa, ni siquiera mereció la amarilla que pudo valerle la roja en la segunda parte. La consecuencia (terrible) de todo eso es que ya no volvimos a distinguir lo cierto de lo fingido, lo real de lo exagerado.
Diego Costa no es un santo, ni huele como las nubes; su reputación está ganada a pulso y bien aderezada con una barba cerrada y unas cejas de matorral. Sabido es que sus brazos son versátiles como navajas suizas. Sin embargo, asumidas sus artimañas, cuando la jugada le incumbe, a Diego Costa le interesa más el balón que el teatro. Por eso ayer marcó su octavo gol en siete partidos. Fue en la primera rendija que se abrió en el partido. Di María perdió ante Filipe en una zona prohibida y Koke descubrió a Costa con uno de esos pases que exigen tobillos de goma. Plantado ante Diego López, el brasileño resolvió con naturalidad, como si la portería tuviera el ancho del horizonte.
El Madrid no tuvo reacción. O no tenía plan, o era un plan para otra guerra. El hecho es que, durante 45 minutos, el equipo no encontró otro modo de atacar que colgar balones al área. Dos de ellos fueron cabeceados por Benzema con cierto peligro y otro, impactado por Cristiano, se perdió muy alto. Muy pobre recurso para un equipo diseñado con aspiraciones casi divinas.
Otra de las claves del encuentro se localizó en el mediocampo. Lo de Khedira es conocido (intangibles de fontanería), pero Illarramendi naufragó. No era noche para buscar el aprobado en aseo; era una noche para ser agresivo y vertical, para arriesgar, para ganarse al Bernabéu con una actuación desgarrada. Alguien debería haberle dicho, quizá Benzema, ya que ese estadio lo perdona todo menos la falta de pasión.
En ese punto nos asaltó una duda inquietante: tal vez este Madrid (sin Ozil, Higuaín… sin Xabi por lesión) no sea mejor que el de la pasada temporada. Probablemente sólo sea distinto, quién sabe si la evolución no habrá sido solo estética. Es pronto para decirlo, pero es inevitable pensarlo.
Ancelotti renunció a su esencia italiana y dio entrada en la segunda mitad a Bale y Modric por Di María e Illarramendi. Entendió que el descontrol favorece al equipo que entrena y que la acumulación de talento le aproxima más a la victoria que las flechas de la pizarra. La novedad es que el Madrid dio un paso hacia delante y el Atlético no se afligió. Lo extraordinario es que ningún ser superior (de túnica blanca) hizo pagar a los rojiblancos las ocasiones falladas. “Ahora sí que perdemos”, murmuraron los atléticos veteranos cuando Diego Costa falló un mano a mano con Diego López. “Ahora ya no hay quien nos salve”, repitieron cuando Koke estrelló un precioso zurdazo en la escuadra.
Pero estaban salvados. Sin necesidad de colas de conejo o dientes de ajo. Sin balas de plata. El Atlético no volvió a vencer en el Bernabéu por usar a Diego Costa como ariete: ganó por el fútbol, por el plan, por el trato al balón y por el concepto de juego. Por las virtudes que le hacen líder del campeonato en compañía del Barcelona. Por tener aquello con lo que el Madrid suspira.