El Asad resiste en una Siria dividida

La rutina cotidiana bajo la guerra en Damasco, donde el régimen se afianza sin la amenaza de un ataque, certifica la defunción de la ‘primavera árabe’

David Alandete
Damasco, El País
Olvidada la primavera árabe, un sistema lucha por su supervivencia. A pesar de las revueltas populares que en 2011 barrieron a un ritmo fulminante Oriente Próximo, Bachar el Asad queda en pie. Muchas veces vaticinaron los opositores su inminente caída, primero en manifestaciones y más tarde en el campo de batalla. Se equivocaron. Dentro y fuera de Siria se menospreciaron los apoyos de un presidente reforzado por su Ejército y que no se representa solo a sí mismo, sino a un complejo mosaico de grupos e intereses. El conflicto ha abierto muchas heridas en un país que durante las cuatro décadas de control de la familia El Asad tal vez no fue libre, pero sí seguro y estable. Tras dos años y medio de guerra, más de 100.000 muertos y seis millones de desplazados, las puertas se han abierto a una legión de milicianos extranjeros que alimentan la determinación del régimen de no renunciar ni por la fuerza.


Damasco es una ciudad sitiada. Los rebeldes se han afianzado en el norte y sur del país y llaman con morteros a la puerta, pero el régimen ha superado el derrotismo y ha recobrado terreno y, a sus propios ojos, legitimidad. En las faldas del monte Casium, donde se refugia El Asad y el núcleo de su Gobierno, se oye frecuentemente el estruendo de las bombas rebeldes y la artillería del Ejército. Para los damascenos todo se ha convertido en rutina: puestos de control, inspecciones, correr a casa cuando cae la noche. Solo algún sobresalto, como la amenaza incumplida de un ataque de EE UU, aumenta la ansiedad.

Pero no se vive con temor en Damasco. Ni a la guerra ni al régimen. Es cierto, hay en la calle signos que recuerdan por qué el país fue pasto de las revueltas de 2011. Fotos del presidente por doquier. Grandes carteles con su faz. Símbolos de un poder autoritario. Pero Siria no es su aliado Irán. Los damascenos critican el sistema. Tienen libertad para acceder a Internet sin cortapisas. Las mujeres pueden pasear por las calles con el cabello al aire. Y musulmanes y cristianos coexisten con la armonía que el conflicto permite.

“El mundo occidental nunca ha comprendido este mosaico”, explica Nabil Toumé, uno de los grandes empresarios que apoyan al Gobierno. “El conflicto lo han alentado sectores islamistas que han confluido en Siria, donde hay 70.000 milicianos extranjeros de 81 países. No vienen a defender la democracia. Vienen a luchar”. A los sirios laicos, el grueso del apoyo al presidente, les inquieta tener a Al Qaeda a sus puertas, con grupos rebeldes como el Frente al Nusra. Cada día el rebelde Ejército Libre Sirio se desangra con deserciones hacia el bando islamista, con el que ahora está en guerra. La oposición lucha entre sí, y cuanto más lo hace, más terreno gana El Asad.

Damasco ve en Egipto el camino que no quiere recorrer. Cuando Hosni Mubarak cayó, los islamistas tomaron el poder pero no supieron gobernar. El resultado: caos, un golpe de Estado, masacres. Dicen los que apoyan a El Asad que en las elecciones de julio barrerá, que hay encuestas que dicen que tiene el 70% de los apoyos en la nación. “Invitamos a inspectores internacionales a que vengan a controlar esos comicios, serán transparentes y el presidente ganará”, dice el presidente del Parlamento, Yihad al Laham. Los rebeldes rechazan esa convocatoria, dado que dos millones de refugiados han abandonado el país, de 23 millones de habitantes.

Occidente ha reconocido como interlocutores a unos disidentes que residen en el extranjero. Dentro quedan otros opositores que nada quieren saber de ellos. “La oposición de afuera es un grupo de exiliados, corruptos. No conocen este país”, dice Tarek al Ahmad, quien milita en el Partido Social Nacional. Se niega a negociar con quienes empleen armas. Es pragmático: “El régimen tiene a mucha gente de su parte. Eso ya lo sabíamos nosotros. No puede multiplicarse por cero. No va a caer. Claro que queremos cambio. Pero no a la fuerza”.

Incluso alguien como Fateh Janos, que pasó 19 años en prisión por su militancia comunista, dice que los rebeldes armados no le representan. Es crítico con el presidente, pero admite que hizo “algunas cosas positivas, como anunciar que estaba listo a dialogar con la oposición”. “Pero en la práctica”, se queja, “el sistema no ha hecho un esfuerzo real. Bachar dio el primer paso, pero no siguió caminando”. En la opinión de muchos de estos activistas el régimen es heterogéneo, con un ala reformista liderada por el presidente y otra, arraigada en el Ejército, partidaria de un mayor uso de la fuerza contra la revuelta.

Tanto El Asad como su padre, Hafez, fallecido en 2000, mantuvieron la cohesión y el orden de una amalgama de grupos diversos, una heterogénea mayoría musulmana y lo que hasta antes de la guerra era un 10% cristiano. Pero el conflicto sirio tampoco es el de una mayoría islámica suní contra todos los demás. Muchos suníes apoyan a El Asad, y anhelan aquellos tiempos en que los alimentos no escaseaban y las calles eran seguras.

Esa es otra baza para El Asad. El partido árabe socialista Baaz tomó las riendas del país en 1966. Se comprometió a respetar todas las religiones pero no se dejó dominar por ninguna. Hafez ascendió al poder en 1970. Con los años instauró un sistema autoritario, donde al ciudadano se le garantizaban servicios esenciales como educación o sanidad gratuitas. Democracia no había. Pero una vida digna no era difícil de alcanzar. Bachar heredó ese sistema cuando su padre falleció en 2000. En principio, trajo grandes esperanzas, en lo que se llamó la primavera de Damasco.

“La democracia no es una pastilla que se compre en la farmacia. Es un modelo, con instrumentos como elecciones, libertad de expresión o derechos femeninos. Y sobre todo coexistencia”, opina Bassam Abu Abdala, destacado miembro del partido Baaz. Añade que “Bachar no es dios. Es un presidente, que un día dejará su puesto. No está en juego la supervivencia de Bachar, sino de un sistema estable durante décadas”. Para él, la guerra de EE UU en Irak, en 2003, le impidió al régimen hacer reformas, por la inestabilidad regional que creó.

Para mantenerse en pie, el régimen ha cometido excesos. El Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas le acusa de crímenes de guerra. Y el uso de armas químicas casi llega a propiciar el ataque de EE UU. El régimen ha aceptado renunciar a su armamento químico, aunque niega tajantemente haberlo empleado. Y tal vez el haber aceptado esas condiciones de Washington, su eterno enemigo, da muestra, más que cualquier otro gesto, de hasta dónde está dispuesto a llegar El Asad para mantener unido lo que dos años y medio de guerra no se han llevado por delante.

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