La fe no para trenes
Juan Masiá Clavel, El País
No es verdad, aunque el dicho religioso popular lo pregone. Aunque alguien tenga fe como para parar trenes, a fuerza de rezos no se activan frenos. Dios no interviene, ni para causar descarrilamientos, ni para evitar que sucedan.
“¿Dónde estaba Dios en la curva de Angrois? ¿Qué hacía Dios en Santiago a la hora fatal?”.
Dios estaba en las manos y pies del pueblo que se arrojó a ayudar sin pensárselo un instante, estaba en los ojos y el corazón de cuantas personas se volcaron en la ayuda. Dios estaba donde yo no estuve, porque la desgracia me interpela: Si ocurriera lo mismo en mi cercanía, ¿haría yo lo que hicieron quienes fueron manos de Dios para las víctimas?... La tragedia no cuestiona mi fe en Dios, sino mi práctica de la fe.
Un amigo que sufría la pérdida repentina de su esposa por una enfermedad fulminante, se desahogaba contándome su tragedia. “Ayer fui a la iglesia, decía, pero no podía rezar. Solome podía quejarme: '¿Por qué esto? ¿Por qué a ella?”. Algunos parientes, muy practicantes, le reprochaban: “Tú tienes fe, no debes quejarte, le decían, eso ofende a Dios, tu mujer está con Él, mejor rezar por ella”. A mi amigo estas palabras le sonaban vacías, pero le hacían sentirse mal. Me preguntó: “¿A tí que te parece? ¿Hago mal en quejarme?” “¡Qué va! Quejarte a Dios y preguntarle por qué es la única oración que te saldrá de dentro en estos momentos. Así cuentan los evangelios que rezó Jesús antes de morir: “¡Dios mío! ¿Por qué me pasa esto? ¿Es que me has abandonado?” (Marcos 15, 34).
La noche del sábado, ví un programa de televisión que rememoraba a fallecidos y supervivientes. El presentador interrogó: “¿Será más fácil para las personas creyentes soportar estas situaciones?” Temí un “consejo piadoso” por los tertulianos, pero una psicóloga contestó sensatamente: “A veces le fe te lo pone más difícil, a la persona creyente le puede venir una crisis en su fe”. Respiré al escuchar ese comentario.
Me preocupa, en cambio, la utilización homilética de la “teología de la permisión divina” y la “aceptación resignada”. Se dice, quizás con buena intención, para consolar a quien sufre y justificar a Dios; pero ni justifica ni consuela. No vale decir: “Dios lo ha permitido” o “será para bien”. La fe madura debería decir: “Ni Dios quiere esto, ni lo permite para ningún bien. Ni lo explico, no lo justifico. No lo entiendo y oro en forma de queja, preguntándole a Dios por qué. Y Dios no me contesta. Y me quedo en silencio como Jesús en cruz ante el silencio de Dios”.
Escucho a veces homilías presuntamente consoladoras, que no consuelan. Me inquieta la divulgación popular del dolorismo. Como si tuviese más mérito quien más sufre; como si el sufrimiento formase parte de un plan divino proyectado para sacar un bien de él; como si los dolores nos los enviase la Providencia para troquelarnos; como si Jesús hubiese pagado un precio de sangre a una divinidad airada, exigente de reparación; y un largo etcétera. Sin necesidad de haber leído la teología medieval del Cur Deus homo, de san Anselmo, el pueblo sencillo lleva siglos oyendo predicar ideologías de dolorismo.
Pero la fe no soluciona el enigma del mal, ni da consuelo fácil, sino fuerza de vivir para afrontar el desconsuelo. No se cree en Dios porque resuelva el enigma del mal, sino a pesar de que no lo resuelve. Es más evangélica la teología de la queja orante, como Job, que la de la permisión divina del mal. Se queda la fe en silencio ante el silencio divino, mientras se cuestiona a sí misma: ¿Dónde voy a estar yo la próxima vez que esto ocurra? ¿Voy a servirle a Dios de manos y pies para hacer por salvar víctimas de entre los escombros?
No es verdad, aunque el dicho religioso popular lo pregone. Aunque alguien tenga fe como para parar trenes, a fuerza de rezos no se activan frenos. Dios no interviene, ni para causar descarrilamientos, ni para evitar que sucedan.
“¿Dónde estaba Dios en la curva de Angrois? ¿Qué hacía Dios en Santiago a la hora fatal?”.
Dios estaba en las manos y pies del pueblo que se arrojó a ayudar sin pensárselo un instante, estaba en los ojos y el corazón de cuantas personas se volcaron en la ayuda. Dios estaba donde yo no estuve, porque la desgracia me interpela: Si ocurriera lo mismo en mi cercanía, ¿haría yo lo que hicieron quienes fueron manos de Dios para las víctimas?... La tragedia no cuestiona mi fe en Dios, sino mi práctica de la fe.
Un amigo que sufría la pérdida repentina de su esposa por una enfermedad fulminante, se desahogaba contándome su tragedia. “Ayer fui a la iglesia, decía, pero no podía rezar. Solome podía quejarme: '¿Por qué esto? ¿Por qué a ella?”. Algunos parientes, muy practicantes, le reprochaban: “Tú tienes fe, no debes quejarte, le decían, eso ofende a Dios, tu mujer está con Él, mejor rezar por ella”. A mi amigo estas palabras le sonaban vacías, pero le hacían sentirse mal. Me preguntó: “¿A tí que te parece? ¿Hago mal en quejarme?” “¡Qué va! Quejarte a Dios y preguntarle por qué es la única oración que te saldrá de dentro en estos momentos. Así cuentan los evangelios que rezó Jesús antes de morir: “¡Dios mío! ¿Por qué me pasa esto? ¿Es que me has abandonado?” (Marcos 15, 34).
La noche del sábado, ví un programa de televisión que rememoraba a fallecidos y supervivientes. El presentador interrogó: “¿Será más fácil para las personas creyentes soportar estas situaciones?” Temí un “consejo piadoso” por los tertulianos, pero una psicóloga contestó sensatamente: “A veces le fe te lo pone más difícil, a la persona creyente le puede venir una crisis en su fe”. Respiré al escuchar ese comentario.
Me preocupa, en cambio, la utilización homilética de la “teología de la permisión divina” y la “aceptación resignada”. Se dice, quizás con buena intención, para consolar a quien sufre y justificar a Dios; pero ni justifica ni consuela. No vale decir: “Dios lo ha permitido” o “será para bien”. La fe madura debería decir: “Ni Dios quiere esto, ni lo permite para ningún bien. Ni lo explico, no lo justifico. No lo entiendo y oro en forma de queja, preguntándole a Dios por qué. Y Dios no me contesta. Y me quedo en silencio como Jesús en cruz ante el silencio de Dios”.
Escucho a veces homilías presuntamente consoladoras, que no consuelan. Me inquieta la divulgación popular del dolorismo. Como si tuviese más mérito quien más sufre; como si el sufrimiento formase parte de un plan divino proyectado para sacar un bien de él; como si los dolores nos los enviase la Providencia para troquelarnos; como si Jesús hubiese pagado un precio de sangre a una divinidad airada, exigente de reparación; y un largo etcétera. Sin necesidad de haber leído la teología medieval del Cur Deus homo, de san Anselmo, el pueblo sencillo lleva siglos oyendo predicar ideologías de dolorismo.
Pero la fe no soluciona el enigma del mal, ni da consuelo fácil, sino fuerza de vivir para afrontar el desconsuelo. No se cree en Dios porque resuelva el enigma del mal, sino a pesar de que no lo resuelve. Es más evangélica la teología de la queja orante, como Job, que la de la permisión divina del mal. Se queda la fe en silencio ante el silencio divino, mientras se cuestiona a sí misma: ¿Dónde voy a estar yo la próxima vez que esto ocurra? ¿Voy a servirle a Dios de manos y pies para hacer por salvar víctimas de entre los escombros?