Copa Center: Descalabro de Wilstermann ante un eficaz Bolívar

En un alarde de contundencia, Bolívar arrolló a un Wilstermann falto de gol y visiblemente quebrado en el centro del campo



José Vladimir Nogales
Wilstermann tiene mucho de qué preocuparse después del mayúsculo descalabro en el Capriles (0-4). Más allá del juego desequilibrado e improductivo, Clausen tiene otro problema. El pobre nivel de algunos de sus jugadores es evidente. Después de encajar el primer gol, ninguno del equipo, incluido el entrenador, fue capaz de pegar un grito y sacar al conjunto de la profunda hipnosis, del inevitable derrumbe. El envite táctico propuesto por el rival resultó decisivo para vislumbrar un ganador desde la apertura del marcador.


El cuadro local fue una duda permanente. No acaba de encontrar su patrón de juego, ni los futbolistas su lugar, ni el colectivo su sistema. Es un equipo que juega a impulsos individuales y muy propenso a fragmentar sus esfuerzos.

A Bolívar (que arrancó el juego con excesiva cautela) le alcanzó un bufido para tumbar al los rojos (de uniforme violeta en el torneo invernal), cuyos problemas estructurales son más sangrantes que los que parece intuir el comando técnico. El cuadro local ha perdido cohesión por culpa del mercado (entradas y salidas) y el equipo se ha quedado tieso, falto de agresividad defensiva, de dinámica y combinación en la divisoria y de malicia en el ataque. Sin el imperioso rediseño del mediocampo (para variar los movimientos y el contenido del juego), Andaveris corre sin sentido, recibiendo de espaldas al arco, como ratificando que le costará salir del barranco. Ocurre que Wilstermann parece mantener las constantes de la temporada anterior. La renovación de la plantilla y el buscado cambio de dirección no pudo plasmarse en el once inicial de Clausen. El técnico montó una escuadra con lo que pudo. Las lesiones –Ignacio García, Hugo Suárez y Gerardo Berodia-, la sanciones -Zanotti- han mermado (o ayudado a disimular) la capacidad de un equipo cuyo rendimiento real seguirá siendo una incógnita.

En todo caso, este Wilstermann de circunstancias mostró algunos tics que remiten directamente al mal trago del torneo pasado: se cometen errores gratuitos en defensa, no existe conexión con la línea atacante y, cuando los pelotazos lo permiten, no hay suficiente pólvora para rematar la jugada. Amilcar Sánchez, abonado al banquillo de Blooming en el precedente curso, ocupó sin demasiado acierto el puesto de enganche, por detrás de Andaveris y Ramallo. Lo de Sánchez empieza a asemejarse a un debate más personal que táctico. No le gusta ser conductor, el eje del juego, porque cree que lo suyo es el libre despliegue por la banda. Pero, frente a Bolívar, su franja era lo suficientemente ancha como para manejarse a su antojo, como le gusta, y, sin embargo, su aspecto lánguido denota una característica que excede a los planteamientos del juego. Con Romero a medio gas y Quero estacionado muy arriba, reclamando el juego que debe ayudar a elaborar, Wilstermann necesitaba a un pasador, un nervio motor, como el agua en el descanso. Y Sánchez no apareció, salvo escasamente al principio. Ya ni siquiera traslada con criterio. Igual le ocurrió a Ramallo, su futbolista más confiable en la pretemporada, que hacía todo bonito, pero demasiado lejos de las zonas conflictivas.

Pese a disponer del balón, Wilstermann nunca pudo cuestionar la jerarquía de Bolívar. Y, como en los clásicos domésticos, volvió a acusar dramáticamente la ausencia de un medio centro confiable, uno que lleve la iniciativa y brinde equilibrio. Paz no es el hombre. Su alineación es altamente tóxica, no sólo desde lo técnico (lento para desplazarse y nada certero en las entregas) sino fundamentalmente desde lo táctico, porque perturba el equilibrio interno, descompensando el necesario balance de fuerzas. Su escasa probidad para la marca es retratada por la perenne desnudez de la defensa, a la que expone siempre, dejándola sin escudo. Tampoco ayuda en la construcción. Falto de recursos para dar carrete al juego, resulta incapaz de verter fútbol limpio, de sacar balones diáfanos desde atrás para cimentar mínimamente la elaboración. Al contrario, ensucia todo lo que toca si, de casualidad, no rompe nada. Sus eternas descargas retrasadas develan su insuficiencia productiva tanto como acrecientan los interrogantes sobre las razones de su alineación. Y de tanto ceder hacia atrás, el equipo se taponea o se precipita con pelotazos inocuos. Así no resiste ningún partido. Su tendencia al fútbol plano es inevitable. Y por si algo faltase agregar a su indolente repertorio de despropósitos, el cuestionado medio centro complicó la sufriente faena de los defensas centrales (Zenteno y Tordoya) con balones candentes, altamente volátiles, que desataron innecesarios focos incendiarios. Uno de ellos, jugado con aberrante indolencia, propició la grosería de Christian Vargas que derivó en el penal convertido por William Ferreira.

Resulta inexplicable que, una propuesta tan generosa, involucrando tanto personal en tareas de ataque y sufriendo por la laxitud de su retroceso, Wilstermann dependa del inexpresivo aporte de Paz para tener equilibrio. Es ahí donde el equipo se fractura.

Bolívar fue perseverante para enfrentar el viento desfavorable que le sopló en el inicio del partido y tras un ejercicio de tenacidad, ante un rival dominante, logró virar el rumbo en dos fogonazos. Durante media hora de la primera parte, Wilstermann se apropió del balón frente a un Bolívar acurrucado en las proximidades de su área. Fue un dominio llamativo desde el punto de vista estadístico, aunque más bien fútil a efectos prácticos, porque Wilstermann parecía atorado cada vez que alcanzaba la zona caliente. Hasta el tramo final de la primera parte, sólo presentó una amenaza seria para Argüello tras un disparo de Romero.

Pese al formato rácano de Portugal (estructuró una formación medrosa, de mucho cálculo), la idea de Bolívar fue clara: jugó un campo estrechito, apretó arriba sin reservas y a esperar que el rival tenga el más mínimo despiste. A partir de ahí se construye todo. Rechaces, segundas oportunidades, balones divididos. Toda esa basura, a veces insignificante, el cuadro paceño la recicla y la convierte en metal precioso. El de la primera semifinal no era un equipo hecho para virguerías y el español modeló su plantilla bajo esa premisa. Los celestes salieron mordiendo y se fueron al descanso con dos goles en la bolsa. Todo un universo de distancia con Wilstermann, que no tenía plan ni jugadores.

El segundo boquete lo encontró Arrascaita (el volante derecho del 4-4-2) en el pasillo de Medina. Una avenida sin tráfico por el que Bolívar creó sus primeras ocasiones. Sin un centro del campo demasiado creativo, Portugal confió en el repliegue de los volantes externos, que tensasen el arco, bajando la pelota a la hierba, para que en ese momento salgan como flechas por afuera. Así llegó el gol. Un pelotazo a la banda para la arremetida sin obstáculos hasta el gol, 2-0.

De Wilstermann no había noticias. Sólo los reiterados errores de Paz y los remates orbitales de Romero. Ramallo deambulaba incómodo en el centro del ataque. Llevaba un traje que no es el suyo. Su desborde, velocidad y llegadas desde atrás se pierden al tener los carriles ocupados (no sabe dónde colocarse). De Andaveris no hubo señales. Andaba extraviado en la bruma. Intentaba hacer daño con su carrera ciega y tumultuosa, pero Sánchez, Quero y Romero eran tres esculturas desparramadas en el frente del ataque.

OTRA CARA, MISMO RESULTADO

En el segundo tiempo, Wilstermann fue otro. Disparó al arco al menos siete veces. Ninguna absurda. Ninguna desesperada. Todas fruto de una idea previa, todas como consecuencia de una estrategia. Dos de ellas, de Romero y Ramallo, tan buenas, tan solitarias, tan sencillas, que cualquier cálculo de probabilidades dejaría en infinitesimal la posibilidad del error. Pero fallaron. Ambas. Una se fue al palo y la otra, fuera.

La de Romero emergió del talento de Quero. El talento del español resulta que es desequilibrante cuando gana la banda, pero no alcanza si no encuentra quién complemente su tarea. Y, en el área, Wilstermann lució flácido. Sin pegada. Escaso de gravitación. Inocuo. Generó mucho, es verdad. Pero erró todas las que tuvo. Algunas por imperfecciones en el tejido, otras por impericia. El cotizado oficio de verdugo es hoy angustiosa vacante.

La falta de puntería del local fue desinflando a sus jugadores. Ya se sabe que no hay asunto más deprimente que la repetición continua de un fracaso. Precisamente, llegados a ese punto, cuando los jugadores “violeta” se preguntaban qué cosa hacer para modificar su suerte, saltó al campo la artillería pesada de Bolívar (Arce y Cardozo), decidida a liquidar el pleito en un contexto nítidamente favorable (con espacios a disposición y ante un adversario descompuesto). Walter Flores también encontró cabida en el nuevo organigrama, pero en una faceta menos lustrosa que la reservada para sus estelares vedetes. Su misión era anular o, cuando mucho, minimizar la incidencia de Berodia (reemplazó a Sánchez). El español había activado la herrumbrosa hermenéutica local, ocasionando sangrantes averías en el muro que protegía al portero Argüello. Bolívar debía hacerse fuerte en el centro del campo. De eso se trataba cuando Portugal había convocado a Flores. Que el volante impusiera su músculo ante la creatividad de Berodia. Lo consiguió ante la rabia nada disimulada del español, que bramó contra la nueva realidad que lo veía perdidoso en la sucesión de refriegas en que se vieron envueltos. De modo que la figura local presentó la renuncia. Engrilletado, obligado a ir más allá del primer toque (lo que desfavorece su juego), comenzó a borrarse. Y se largó, poco después, del centro del campo porque entendió que era una batalla perdida. Se quedó arriba y Wilstermann se partió en dos. Cinco que atacaban y el resto que se defendía. Y su fútbol se desgranó.

En el césped, el encuentro languidecía. Bolívar ya casi no tenía que achicar el agua. El partido estaba seco. Además, el equipo de Clausen merodeaba más por la zona defensiva de la visita. Husmeaba sin mucha convicción, pero ya no reculaba. Quero se quitó las aletas, Mainz ya era grávido, Ramallo se vistió de ciudadano y para Andaveris ya era imposible pescar -estaba en el banquillo-. Faltó fuelle. Faltó gol (Berodia erró un penal). Quizá en otra ocasión.

Con la amplitud del marcador, Bolívar jugó con autoridad y clase. Y esta vez no le faltó el coraje que le faltó en otras ocasiones, cuando se presumía una superioridad que no terminaba de concretar. En dos acciones profundas (con el golero como cómplice), cerró un 4-0 cómodo. Enfrente tenía a un equipo que, pese al esfuerzo caótico y desmembrado de sus individualidades, no obedece a ningún plan. Es producto de un armado compulsivo (las renovaciones de Paz, Romero y Andaveris eran cuestionables) que ha destinado la sensatez a un papel secundario. Tiene estrellas, contrata jugadores, gasta enormes cantidades de dinero, pero es un equipo sin perfiles. Ni se sabe a qué juega, ni tiene posibilidades de jugar bien. Es un mosaico decepcionante, con una plantilla descompensada (faltan volantes y sobran defensas).

Derrotas de este calado tienen graves efectos sobre el club, sometido ahora mismo a un desánimo absoluto. Los aficionados salieron enfadados y aturdidos del encuentro, convencidos del difícil panorama que le espera a Wilstermann esta temporada y probablemente en el futuro como no se tomen ciertas decisiones (en el escritorio y en la pizarra).

Wilstermann: Cartagena (3), Vargas (5), Zenteno (5) Tordoya (4), Medina (5), Paz (3), Quero (6), Sánchez (4) (Berodia, 6), Romero (4), Ramallo (5) y Andaveris (4) (Mainz, 5).

Bolívar: Argüello (7), Rodríguez (7), Eguino (7), Cabrera (6), Barba (6), Arrascaita (6), Miranda (6) (Maigua), Moya (5) (Flores), Yacerotte (6) (Arce), Espíndola (5) (Cardozo) y Ferreira (6)

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