Videla murió, pero no se acabó la cultura autoritaria
Por Jorge Lanata, Clarín
Muerto el perro, ¿se acabó la rabia? Sostienen las enciclopedias que el sentido de este refrán español tiene que ver con la causa y el efecto: “Se aplica a un enemigo que ya no puede hacer más daño porque está muerto o, en sentido general, a cualquier persona que está causando perjuicio”. El sentido intrínseco no es sólo español, sino mundial. “Rabies end with the death of a dog”, la traducción literal al inglés no tiene mucha lógica. Ellos dirían: “The best way to solve a problem is to attack the cause”. Pero y entonces, ¿el efecto termina cuando la causa muere?
No termina; el refrán es una falacia. La mejor manera de librarnos de nuestras responsabilidades individuales es transformarlas en símbolos colectivos.
Ayer murió un símbolo de la dictadura de 1976, quizás el mayor, un integrista católico que se creyó predestinado, un militar completamente argentino que encabezó la masacre de miles de personas. Pero recordar hoy la última dictadura militar como un plato volador que aterrizó para sojuzgar a millones de argentinos honrados y pluralistas es mentira. Videla fue un asesino, pero un asesino emergente de su época, su cultura y su país.
Claro que hubo víctimas, y muchas, pero hubo también silencio cómplice, abulia y desinterés. Nadie mata a decenas de miles de personas en un país que no lo consiente por acción u omisión. Aunque no es cierto que “cada país tiene lo que se merece”, es fácil depositar la culpa en el otro y nivelar todas las responsabilidades. En un país del Tercer Mundo donde un tercio de la población está aún debajo de los niveles de pobreza, hay gente que no tiene lo que se merece, tan sólo tiene lo que le dan, lo que le toca.
Y hay, después, niveles de responsabilidad. Hubo, ayer, quienes se alegraron de la muerte: algunos recordaron el “Obituario con hurras”, d e Mario Benedetti, el mayor de los poetas menores del Uruguay. Circuló con profusión por Internet luego de la muerte de Reagan, aunque el mismo Benedetti aclaró que había sido escrito en 1963 “y se refería a cierto crápula doméstico”.
“Se acabó el monstruo prócer, / se acabó para siempre, / vamos a festejarlo, / a no ponernos tibios, / a no creer que éste / es un muerto cualquiera” , dice el Obituario.
“Vamos a festejarlo, / a no ponernos flojos, / a no olvidar que éste / es un muerto de mierda” .
Videla fue la expresión más acabada del Partido Militar, de aquellos nacionalistas que tomaban por asalto el poder para nombrar luego a ministros de Economía liberales. Pero el Partido Militar contó con el apoyo de toda la clase política local: según las épocas, ya los radicales, comunistas, socialistas como los mismos peronistas llamaron con pasión a la puerta de los cuarteles. Hasta la propia guerrilla lo hizo, en la convicción de que una dictadura sangrienta haría que el pueblo apoyara los “ejércitos populares”. Mientras los Kirchner remataban departamentos en Santa Cruz, el Partido Comunista local sufría una división interna: estaban los que creían que “matando a diez mil” esto se arreglaba, y estaban los que decían que “eran necesarios cien mil al menos”. El apoyo de Moscú a la dictadura fue general: las diferencias estaban entre apoyar a Videla o a Massera y Viola. Esto suena tan extraño a la cultura de esta época como recordar a aquel tipo que durante el Juicio a las Juntas –yo estaba ahí– relató que lo liberaron de la ESMA cuando presentó el carnet del partido.
Ahora que pasaron casi cuarenta años y murió Videla, tal vez valga la pena preguntarse qué queda de Videla en nosotros, qué cosas de la dictadura militar sobreviven en una democracia autoritaria, la de un gobierno que completó e impulsó los juicios a los genocidas pero, a la vez, se preocupó más por los derechos humanos pasados que por respetar los presentes. ¿Son tan distintos los militares que se pensaban anteriores a la Nación que el grupo que sostiene el monopolio de lo nacional y popular? ¿Y las fantasías del poder eterno? ¿El sueño de Onganía de gobernar veinte años difiere en sustancia de la reelección indefinida? Se dirá que ahora, afortunadamente, el pueblo vota. Es obvio, ¿pero no se mantiene la lógica amigo-enemigo? ¿No hay, también hoy, quienes tienen el copyright de la verdad? El proyecto Equis o el infiltrado de la Policía en la agencia Rodolfo Walsh evocan los mismos fantasmas del pasado, como lo evoca la censura a los índices de precios de las consultoras o el acoso a los medios independientes.
“Hay dos modelos de periodistas: el liberal dependiente y el de la causa nacional”, dijo esta semana Carlos Kunkel, copropietario de la causa nacional. ¿No hay en ese pensamiento un hálito de Videla?
Las dictaduras de las mayorías o de las minorías no son tan distintas: ambas necesitan que el Otro desaparezca y ambas se sostienen en la convicción de que son los únicos representantes del Pueblo, la Verdad y la Nación. Por eso son personalistas, autoritarias y necesitan inventarse un pasado y un presente; por eso siempre son “fundacionales” y tienen un único interés: mantenerse en el poder a costa de lo que sea.
Videla murió ayer, pero la cultura autoritaria del Partido Militar aún sobrevive y atraviesa la historia argentina del siglo XX y el actual. Falta que pase mucha agua bajo el puente hasta que Videla esté definitivamente muerto.
Muerto el perro, ¿se acabó la rabia? Sostienen las enciclopedias que el sentido de este refrán español tiene que ver con la causa y el efecto: “Se aplica a un enemigo que ya no puede hacer más daño porque está muerto o, en sentido general, a cualquier persona que está causando perjuicio”. El sentido intrínseco no es sólo español, sino mundial. “Rabies end with the death of a dog”, la traducción literal al inglés no tiene mucha lógica. Ellos dirían: “The best way to solve a problem is to attack the cause”. Pero y entonces, ¿el efecto termina cuando la causa muere?
No termina; el refrán es una falacia. La mejor manera de librarnos de nuestras responsabilidades individuales es transformarlas en símbolos colectivos.
Ayer murió un símbolo de la dictadura de 1976, quizás el mayor, un integrista católico que se creyó predestinado, un militar completamente argentino que encabezó la masacre de miles de personas. Pero recordar hoy la última dictadura militar como un plato volador que aterrizó para sojuzgar a millones de argentinos honrados y pluralistas es mentira. Videla fue un asesino, pero un asesino emergente de su época, su cultura y su país.
Claro que hubo víctimas, y muchas, pero hubo también silencio cómplice, abulia y desinterés. Nadie mata a decenas de miles de personas en un país que no lo consiente por acción u omisión. Aunque no es cierto que “cada país tiene lo que se merece”, es fácil depositar la culpa en el otro y nivelar todas las responsabilidades. En un país del Tercer Mundo donde un tercio de la población está aún debajo de los niveles de pobreza, hay gente que no tiene lo que se merece, tan sólo tiene lo que le dan, lo que le toca.
Y hay, después, niveles de responsabilidad. Hubo, ayer, quienes se alegraron de la muerte: algunos recordaron el “Obituario con hurras”, d e Mario Benedetti, el mayor de los poetas menores del Uruguay. Circuló con profusión por Internet luego de la muerte de Reagan, aunque el mismo Benedetti aclaró que había sido escrito en 1963 “y se refería a cierto crápula doméstico”.
“Se acabó el monstruo prócer, / se acabó para siempre, / vamos a festejarlo, / a no ponernos tibios, / a no creer que éste / es un muerto cualquiera” , dice el Obituario.
“Vamos a festejarlo, / a no ponernos flojos, / a no olvidar que éste / es un muerto de mierda” .
Videla fue la expresión más acabada del Partido Militar, de aquellos nacionalistas que tomaban por asalto el poder para nombrar luego a ministros de Economía liberales. Pero el Partido Militar contó con el apoyo de toda la clase política local: según las épocas, ya los radicales, comunistas, socialistas como los mismos peronistas llamaron con pasión a la puerta de los cuarteles. Hasta la propia guerrilla lo hizo, en la convicción de que una dictadura sangrienta haría que el pueblo apoyara los “ejércitos populares”. Mientras los Kirchner remataban departamentos en Santa Cruz, el Partido Comunista local sufría una división interna: estaban los que creían que “matando a diez mil” esto se arreglaba, y estaban los que decían que “eran necesarios cien mil al menos”. El apoyo de Moscú a la dictadura fue general: las diferencias estaban entre apoyar a Videla o a Massera y Viola. Esto suena tan extraño a la cultura de esta época como recordar a aquel tipo que durante el Juicio a las Juntas –yo estaba ahí– relató que lo liberaron de la ESMA cuando presentó el carnet del partido.
Ahora que pasaron casi cuarenta años y murió Videla, tal vez valga la pena preguntarse qué queda de Videla en nosotros, qué cosas de la dictadura militar sobreviven en una democracia autoritaria, la de un gobierno que completó e impulsó los juicios a los genocidas pero, a la vez, se preocupó más por los derechos humanos pasados que por respetar los presentes. ¿Son tan distintos los militares que se pensaban anteriores a la Nación que el grupo que sostiene el monopolio de lo nacional y popular? ¿Y las fantasías del poder eterno? ¿El sueño de Onganía de gobernar veinte años difiere en sustancia de la reelección indefinida? Se dirá que ahora, afortunadamente, el pueblo vota. Es obvio, ¿pero no se mantiene la lógica amigo-enemigo? ¿No hay, también hoy, quienes tienen el copyright de la verdad? El proyecto Equis o el infiltrado de la Policía en la agencia Rodolfo Walsh evocan los mismos fantasmas del pasado, como lo evoca la censura a los índices de precios de las consultoras o el acoso a los medios independientes.
“Hay dos modelos de periodistas: el liberal dependiente y el de la causa nacional”, dijo esta semana Carlos Kunkel, copropietario de la causa nacional. ¿No hay en ese pensamiento un hálito de Videla?
Las dictaduras de las mayorías o de las minorías no son tan distintas: ambas necesitan que el Otro desaparezca y ambas se sostienen en la convicción de que son los únicos representantes del Pueblo, la Verdad y la Nación. Por eso son personalistas, autoritarias y necesitan inventarse un pasado y un presente; por eso siempre son “fundacionales” y tienen un único interés: mantenerse en el poder a costa de lo que sea.
Videla murió ayer, pero la cultura autoritaria del Partido Militar aún sobrevive y atraviesa la historia argentina del siglo XX y el actual. Falta que pase mucha agua bajo el puente hasta que Videla esté definitivamente muerto.