Wilstermann esconde sus deficiencias detrás de una pálida victoria


José Vladimir Nogales
Los triunfos, cualesquiera sea su naturaleza, tienen la virtud (si virtud es) de esconder deficiencias y exagerar atributos. Poco interesa realizar la disección analítica de un resultado mientras sea positivo. A veces, cuando se pierde, la autopsia ayuda a revelar las causas del extravío y, eventualmente, a buscar correctivos para subsanar las imperfecciones y, de ese modo, no repetir fatídicos errores. Algunas victorias, por el contrario, tienen un afecto embriagador. Enceguecen y envanecen, adormecen la conciencia crítica, impidiendo la saludable detección de deficiencias y la moderada percepción de los atributos. No tomadas en su justa dimensión, las victorias (mal ponderadas) corroen, distorsionan la realidad y conducen a delirantes mundos numéricos pobremente sustentados en el mundo real que, más pronto que tarde, derivan en estruendosos fracasos.


Wilstermann marcha por esa senda virtual. Gana sin que le sobre nada. El de este miércoles, sobre Universitario (1-0), fue uno de esos éxitos sin gloria. Pálido, polvoso, estrictamente utilitario. El equipo (esta involutiva versión de Víctor Hugo Andrada) ha acentuado vicios y erradicado virtudes. En su afán por dejar su obra incompleta, Wilstermann empañó un partido diseñado para exhibirse. A los nueve minutos había llegado dos veces (palo de Aparicio y gol de Romero) y tenía debajo de su bota a Universitario, que se arrastraba como un equipo perdedor. Una noche tranquila, pensó algún incauto, sin reparar en que en el Capriles, la victoria esta temporada es sinónimo de angustia. Bastó que Universitario enseñara las uñas para que los rojos perdiesen el balón y el hilo del partido. En noches así, su único recurso es la defensa a ultranza y los reflejos de Suárez, que tiene que arreglar bajo los palos lo que no contienen los filtros defensivos. Incapaz de gestionar el partido desde la tenencia de la pelota, cada balón perdido es una tortura para el equipo de Andrada, cuya hinchada parece condenada a abandonar el estadio con sabor agridulce. Victoria tras victoria (o frustrantes empates), siempre con la misma angustia.

Nada del otro mundo puso el cuadro local, que manifestó las carencias características de los equipos sin patrón. Descabezado, sin una idea que defender, el grupo de Andrada estrenó en el Capriles su enésima fisonomía: con volantes sin manejo (Paz y Rivero) y uno siempre intermitente (Romero), su centro del campo fue peor que vulnerable, a la intemperie de los robos de Liendo y Bejarano. En la izquierda, Rivero (ascendido a la titularidad por la flagrante carencia de volantes ofensivos) taponó todo conato de profundidad; Romero fue el jugador plano que trasciende por ráfagas, y Berodia (víctima de un desabastecimiento sospechoso) no entró en contacto con la pelota, porque carecía Wilstermann de un plan para ofrecérsela. El español parece orbitar lejos de la trayectoria elíptica de volantes dispersos y resulta directa víctima de la insuficiente capacidad colectiva para gobernar la pelota. Su excesivo retroceso expresa la necesidad de acudir a la vertiente para modificar el caudal de aguas que nacían turbias e impuras. Mal asunto. Porque la venturosa perspectiva de que el equipo funcione cuando es Paz el encargado de purificar la salida está desechada desde tiempos inmemoriales. Sus pases, cortos y en paralelo, salvo contadas ocasiones, le sirve de poco a Wilstermann. El equipo, agarrado a los espasmos del lento e infeccioso volante, se rompe por la mitad y, lo que es peor, no acelera ni clarifica. Balón largo, y a correr. Que al lado de Paz vivan señores que ejercen de medios creativos es anecdótico, más que nada porque Rivero y Romero están ahí porque alguien tiene que estar ahí. Como quedó dicho, ninguno contribuye a dotar de volumen al juego patrimonial. No manejan con propiedad el balón, priorizando su preservación y calificando su uso. Todo se reduce a tocar y ver qué pasa. No se juntan. No se ofrecen. No brindan opciones de descarga para que Berodia encienda su magia. Entonces todo se diluye. El fútbol colectivo se fragmenta en voluntades dispersas que estimulan el degenerativo individualismo y alimentan la pútrida egolatría. 

Así las cosas, el balón fue de Universitario y, por consiguiente, el partido. Mostró un juego dinámico el conjunto de Vega, al que no arredró el escenario y, mucho menos, el rival. Tiene algún que otro jugador agradable Universitario, con Gallegos a la cabeza, y con eso le basta. Como le basta con Liendo en el centro del campo, un futbolista que nunca amenaza con nada bueno pero que se ofrece, acude al quite y ordena. Le gusta tocar un poquito más el balón y sus delanteros tienen más movilidad. Lo uno y lo otro le dieron el manejo del partido, aunque nunca supo que hacer con él, por más que lo intentara Gallegos, con su habilidad, o Ríos con su velocidad o Fierro con su vivacidad. Lo de Universitario eran fuegos artificiales. Lo de Wilstermann no llegaba ni a humo de cerillas.

Y si bien Universitario ganó en intensidad y profundidad con Escalante (se acomodó sobre la izquierda, apuntándole a Machado, el eslabón más débil de la defensa roja), nunca completó sus maniobras a gran escala. O erraban los movimientos (receptor a un lugar y balón a otro) o degeneraba la precisión (balón para nadie o para el rival). Por tanto, la esterilidad presidió tanta posesión. La lluvia (que alteró las condiciones de la batalla) habrá de servir como excusa. 

Con Berodia a medio gas (excluido de los circuitos de generación), Wilstermann necesitaba de los restantes volantes como el agua en el descanso. Y nadie apareció. El español ya ni siquiera sacaba con criterio las faltas o los saques de esquina. Igual le ocurría a Universitario con Gallegos, su futbolista bandera, que lo hacía todo bonito, pero demasiado lejos de las zonas conflictivas.

Así no resiste ningún partido. Su tendencia al fútbol plano es inevitable. En Wilstermann se ha cambiado de táctica: ahora los centrales ya no sacan el balón, sino que lo golpean, con lo que el medio campo se dedica a recuperar lo que ellos pierden. A falta de juego, los pelotazos liberan al equipo del engorro de jugar, de trabajar, de pensar. 

Desde el gol (cuando amanecía), Wilstermann había sido un alma en pena, sólo empeñado en que no le encontraran sus pecados defensivos para, cuando menos, defender una victoria que rompiera su mala racha en casa.

Los malos partidos se viven a impulsos. El miedo a ganar es comparable al miedo a perder. Por eso Universitario creció y Wilstermann volvió a ser un manojo de nervios e inexactitudes. Flaqueó con la pelota. Se encomendó a las solitarias y abstractas virtudes de Aparicio y se lamentó por  la aberrante comparecencia del inocuo Salinas, atacante tan falible y flácido como crónico en los desaguisado tácticos de Andrada. Mientras Aparicio era una topadora que abría surcos en el muro visitante, Salinas era una mosca. Inofensivo, irrelevante, ingrávido e infeccioso. 

Wilstermann era un flan. Tan desacostumbrado está a ganar que cuando lo consigue tiembla como un flan. Ya ni le preocupaba tener el balón, sólo despejarlo.

La U había perdido dos hombres por expulsión, pero no había cedido metros, dejándose acosar. Tras la primera exclusión (Loras), Vega armó un 3-3-1-2 para no resignar posesión (tener el balón) ni posición (no abandonar puestos de avanzada) y forzar el trámite mientras fuese posible disponer del balón. Pero, incomprensiblemente, cuando el partido aún estaba a su alcance, Vega quitó al enganche (Gallegos) y dio entrada a un defensa (Cuéllar) que evitó la búsqueda de una heróica de última hora. Andrada siguió con su clásico catón y retiró a Berodia para fortalecer más el centro del campo con Maxi Andrada. Músculo por cerebro. Con una nueva amputación (Liendo), la U ejecutó un fútbol espasmódico, de arrebatos, de frenética y huidiza estampida. Pero no cuajó. Solo quedó el humo y los escombros.

Desde el clásico, Wilstermann no ganaba  en casa y lo hizo ante Universitario, al que no vencía desde 2008. Sin duda, el rojo es un equipo contradictorio al que se le nota la ansiedad. No hizo un partido mejor que los anteriores, pero sacó petróleo de un zapatazo de Romero, curiosamente su único aporte.

Wilstermann: Hugo Suárez, Mauro Zanotti, Edward Zenteno, C. Machado, Gerson García, Luis Carlos Paz, Marco Rivero, S. Romero, Pablo Salinas (Castillo), Gerardo Berodia (Andrada), Erick Aparicio


Universitario: H. Barrientos, Oscar Áñez, Alan Loras, Rolando Barra, Enrique Flores (Torres), Luis Liendo, Ramiro Ballivián (Escalante), A. Bejarano, Ronald Gallegos (Cuéllar), Gabriel Ríos, Juan E. Fierro

Estadio: Félix Capriles (CB)

Público: 5.403 Bs.: 83.385

Árbitro: Alejandro Mancilla (BN)

Expulsados: Alan Loras y Luis Liendo.










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