El Papa pide a los cardenales que sean “irreprochables”

El papa Francisco oficia ante los cardenales en la capilla Sixtina en el primer día de su papado
El pontífice escribe al rabino jefe de Roma para tender puentes

Pablo Ordaz
Roma, El País
En un reportaje inolvidable sobre una niña autista que se perdió en un monte de Galicia, Manuel Rivas reprodujo las palabras que un sacerdote dijo en el funeral: “Eva se quedó dormida y despertó en el cielo”. El escritor, conmovido como todos los vecinos del pueblo, añadió: “Los curas, cuando hablan el lenguaje de los niños, siempre dicen la verdad”. Y eso, exactamente eso, fue lo que intentó el cardenal Jorge Mario Bergoglio en su primera homilía como papa Francisco.


Frente a los 114 cardenales que lo habían elegido un día antes, príncipes poderosos de las distintas facciones de una Iglesia enfrentada y con el norte perdido, escogió las palabras más sencillas para decirles que la única solución es volver al camino, a la esencia del cristianismo. Les pidió que tuvieran el coraje de “cargar con la cruz de Cristo”, de volver a llevar “una vida irreprochable”, de salir de sus palacios y mezclarse con la gente que los necesita. “Si no confesamos a Jesucristo”, añadió, “nos convertiremos en una ONG piadosa, pero no seremos Iglesia”.

Este papa que viene en son de paz va a dar mucha guerra. Dentro y fuera del seno de la Iglesia. Queriéndolo o sin querer, sus primeras 24 horas como Papa dejaron un sinfín de pistas sobre sus intenciones, sobre su carácter bonachón pero también expeditivo, el mismo que demostró cuando solo era un crío, al enviarle una carta con un dibujo y un ultimátum a su novia Amalia: “Si no me caso con vos, me meto a cura”. O cuando, nombrado cardenal por Juan Pablo II, pensó que era un crimen gastarse un dineral en el hábito reglamentario y le pidió a su hermana que recauchutara uno viejo. O cuando, en la mañana de ayer, tras su primera visita a una basílica romana para rezar en privado ante una imagen de la Virgen, le pidió al chófer del Vaticano que lo acercara a Vía della Scrofa para recoger su maleta del albergue en el que había pasado sus primeras noches en Roma y pagar religiosamente la cuenta. Antes, por cierto, había dejado plantado al sastre, había rehusado el coche lujoso que le ofrecían y había pedido que la escolta se redujera al mínimo indispensable. Salió al aire de Roma con su cruz plateada en vez de la de oro que usaba Benedicto XVI.

Gestos. Tal vez solo gestos. O tal vez no solo. Porque, al regresar al Vaticano, lo primero que hizo Jorge Mario Bergoglio fue agarrar papel y lápiz y escribir una carta a la otra orilla del Tíber. Al barrio judío de Roma, allá donde en las puertas de muchas casas, en el suelo, hay una pequeña placa brillante con el nombre y la fecha en que algunos vecinos fueron detenidos y enviados a campos de concentración. Allí fue donde llegó la primera carta firmada por el Papa. A la atención del doctor Riccardo Di Segni, rabino jefe de Roma. Decía: “Espero intensamente poder contribuir al progreso de las relaciones entre judíos y católicos conocidas a partir del Concilio Vaticano II, en un espíritu de colaboración renovada”. La carta fue publicada enseguida en la página web de la comunidad hebrea y la contestación llegó desde Israel. El presidente Simón Peres invitaba al nuevo Papa a visitar su país: “Será bienvenido como un hombre de inspiración que puede ayudar a traer la paz a una zona tormentosa…”.

La noche anterior, después de desearles “buenas noches y buen descanso” a los miles de fieles que se habían acercado a darle la bienvenida en la plaza de San Pedro, el cardenal Bergoglio cenó con el resto de los cardenales y les retó con guasa: “Quizá Dios os perdone [por haberme elegido]”. Lo contó primero el cardenal Timothy Dolan, arzobispo de Nueva York, y luego el portavoz del Vaticano, padre Federico Lombardi, quien añadió además que, nada más ser elegido, Francisco había llamado a su antecesor, Benedicto XVI, y habían quedado en verse muy pronto.
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El puesto que parece haber elegido Bergoglio en su particular guerra para sacar a la Iglesia adelante es el de pontonero. Un trabajo difícil, quizá no el más vistoso, pero que requiere fuerza y destreza. Si algo necesita hoy la Iglesia católica es tender puentes. Con sus fieles, con las otras confesiones, con el mundo en general. Lo contó muy bien el cardenal francés Jean-Pierre Ricard: “Estábamos buscando un papa que fuese espiritual, un pastor. Creo que con el cardenal Bergoglio tenemos a ese tipo de persona. Es un hombre con un gran intelecto, pero también un hombre de gobierno”. El cardenal Ricard aseguró que el ahora Papa causó muy buena impresión entre los cardenales electores durante las congregaciones generales de preparación al Cónclave: “Dijo que la Iglesia no podía ser la Iglesia de Cristo si solamente se centraba en sus problemas interiores y que debía alcanzar también a los hombres y mujeres de la periferia, que se sienten distantes ante ella”.

La periferia constituye, precisamente, el fuerte del papa Francisco. De las primeras cosas que se han contado del hasta ahora arzobispo de Buenos Aires es su buena disposición a pisar el asfalto —cuando no las calles sin asfaltar— en vez de las mullidas alfombras de los palacios. No se trata, al parecer, de una pose, de la búsqueda de una foto más o menos agradecida, sino de una actitud. La Iglesia en la intemperie, a cuerpo gentil, sin el refugio de las amistades coincidentes, de los pequeños problemas de vecindad. Todo eso, con palabras sencillas, fue lo que les dijo a los cardenales reunidos bajo la cúpula de la Capilla Sixtina. “Yo querría que todos nosotros, después de estos días de gracia, tuviéramos el valor, realmente el valor, de caminar en presencia del Señor, con la cruz del Señor, de edificar su Iglesia con la sangre del Señor derramada sobre la Cruz y de confesar la única gloria, Cristo crucificado. Solo así la Iglesia irá adelante”.

Benedicto XVI era un papa, valga la expresión, más cómodo. En líneas generales, sus discursos tenían un alto contenido teológico. Los expertos disfrutaban, la grey se quedaba a dos velas y las distintas facciones de la Curia seguían a lo suyo, disputándose el poder y tomando posiciones para la sucesión de Joseph Ratzinger. El problema vino cuando esas luchas salieron a la luz —el famoso escándalo Vatileaks—, a Benedicto XVI le faltaron las fuerzas físicas y espirituales y tomó la decisión histórica de renunciar. En contra de lo que hubieran querido los máximos exponentes del poder vaticano, los focos de la atención mundial —que no son pocos ni débiles— se giraron hacia el Vaticano. Y, por si fuera poco, desde el día 11 de febrero al 28 en el que, a las ocho de la tarde, dejó de ser oficialmente papa, Joseph Ratzinger ejecutó su salida como si se tratara de la trama de una película. El Papa de los discursos inextricables empezó a dar pistas muy gráficas de su adiós, de la angustia que a veces había sufrido al frente de la Iglesia: “Las aguas bajaban agitadas, el viento soplaba en contra y Dios parecía dormido…”.

El papa Francisco parece dispuesto a despertarlo. Con la tenacidad de aquellos jesuitas que se partieron el cobre y dieron la sangre en Latinoamérica y la cercanía y la sencillez de los hijos de san Francisco de Asís. El pasado, la gloria y el sufrimiento de la Iglesia frente a los que, desde hace algunas décadas, han ostentado el poder y el dinero. Primero alrededor de Juan Pablo II y luego de Joseph Ratzinger. Durante sus primeras 24 horas, Jorge Mario Bergoglio ha dado señales inequívocas de que su Dios es más amigo que jefe. Lo cuenta muy bien el sacerdote Ludovico Melo, que se encontraba ayer muy de mañana en la basílica de Santa María Maggiore y le dijeron que, dentro de 10 minutos, llegaba el Papa. “Nos ha hablado cordialmente, como un padre”, dijo todavía emocionado tras compartir unos minutos de oración con el Santo Padre. “Y a los confesores de la basílica nos ha dicho”, añadió el cura poniendo el dedo en el quid de la cuestión, “que ayudemos a quien se confía a nosotros. Misericordia, misericordia…”.

Si Amalia le hubiera dicho que sí, que se casaba con él y se hubieran ido a vivir juntos a esa casa que el niño Bergoglio —hijo de emigrantes italianos— le había dibujado en un papel, Francisco no se habría hecho cura. Y luego no lo hubieran nombrado arzobispo ni cardenal ni ahora Papa. En todo ese pasado impecable —del que ya conocemos hasta el pulmón que le extirparon o su afición a los vuelos baratos— hay un lunar, una sospecha, la de su actitud tal vez tibia ante la dictadura. Dice el Nobel de la Paz Alfonso Pérez Esquivel que no es verdad que le faltara coraje, que fuera displicente. En cualquier caso, el 8 de septiembre de 2000, la Iglesia argentina confesó sus culpas y pidió perdón públicamente. Por colaborar, por ser tibios, por mirar para otro lado. No sería extraño que cualquier día de estos, el papa Francisco abordara públicamente el asunto. Que a la hora de tender puentes, también los tendiera con el pasado.

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