El papa es el argentino Jorge Bergoglio
- Jorge Mario Bergoglio se convierte en el primer jesuita y americano en sentarse en la silla de Pedro
- El arzobispo de Buenos Aires, de 76 años, ejercerá su pontificado bajo el nombre de Francisco
- El cónclave necesitó cinco votaciones
Pablo Ordaz
Roma, El País
Un Papa que sonríe, que da las buenas tardes, que hace una broma apenas unos minutos después de recibir sobre sus hombros el peso entero de una Iglesia lastimada, que pide la bendición antes de darla, que es jesuita como tantos otros que consiguieron hacer caminar de la mano la fe y el conocimiento, que vivía en un apartamento en vez de en un palacio cardenalicio y se montaba en el transporte público para ir a confortar a los enfermos y a los pobres, un Papa que hace ocho años pudo serlo y dijo que pase de mí este cáliz, un Papa que viene del nuevo mundo, que tiene cara de buena persona y que elige el sencillo nombre de Francisco es una oportunidad a la esperanza.
Para los católicos y para quienes, desde la orilla de la duda o del descreimiento absoluto, desean que la Iglesia abra las ventanas y se dedique, de una vez, a remar al lado de los hombres. Solo el tiempo dirá si, efectivamente, el argentino Jorge Mario Bergoglio, de 76 años, es el Papa que estaba esperando el mundo, pero el miércoles por la noche, frente a Roma rezando por él en silencio, logró ganarse su oportunidad.
Hace solo dos días, cuando los cardenales, con toda la pompa y el boato de que es capaz el Vaticano, fueron entrando en la Capilla Sixtina y jurando sobre los Evangelios, no había mucho que celebrar. Las quinielas decían que para sustituir a Benedicto XVI —el Papa teólogo que no pudo con las intrigas de la Iglesia— habría una pugna muy cerrada entre un cardenal italiano representante del poder y del dinero y un brasileño preferido por la curia. La única y débil esperanza era que tal vez ese cardenal estadounidense con cara de simpático y sandalias de franciscano consiguiera engatusar al Espíritu Santo. Después de Juan Pablo II, el pontífice carismático que encubrió a Marcial Maciel y sus vicios, y del fallido Benedicto XVI, la Iglesia golpeada por los escándalos del poder y del dinero necesitaba un revulsivo, pero esa procesión de hombres ancianos vestidos de púrpura no era una llamada a la ilusión. Sin embargo, este miércoles por la noche, cuando los restos del humo blanco aún vagaban por la orilla del Tíber, todas las campañas de Roma se pusieron a sonar y se abrieron por fin las cortinas del Vaticano, la sorpresa estaba allí.
El Papa —que solo tiene un pulmón, ya que perdió el otro a causa de una infección infantil— sonreía. Parecía tranquilo. Habló tranquilo. Lo primero que hizo fue dar las buenas tardes. Lo segundo, gastar una broma: “Queridos hermanos y hermanas. Sabéis que el Papa es obispo de Roma. Me parece que mis hermanos cardenales han ido a encontrarlo casi al fin del mundo. Pero estamos aquí, y os agradezco la acogida”. Ya en ese momento, Jorge Mario Bergoglio, que será Papa bajo el nombre de Francisco, se había ganado a la parroquia. A la suya y a la ajena. A la suya porque estaba aquí, sobre la plaza de San Pedro, saltando de alegría, y a la ajena porque bastaba un vistazo rápido a Twitter para comprobar que muchos de los que hasta hacía un momento bromeaban sobre la relativa importancia del nombre del nuevo Papa —“será un varón, anciano y tal vez católico”— se quedaban impactados ante las buenas maneras, de párroco de pueblo más que de Sumo Pontífice, del argentino. El primer latinoamericano, el primer jesuita, el primer Francisco.
Todavía desde el balcón, Francisco quiso hacerse cómplice de la infantería de la Iglesia: “Comenzamos este camino, obispo y pueblo juntos”. Hace cuatro años, en octubre de 2009, el cardenal Bergoglio alzó la voz con dureza para criticar al Gobierno argentino y también a la sociedad por no impedir el aumento de la pobreza. Una pobreza que definió como “inmoral, injusta e ilegítima”, impropia de un país tan poderoso. “Los derechos humanos”, dijo, “se violan no solo por el terrorismo, la represión y los asesinatos, sino también por estructuras económicas injustas que originan grandes desigualdades”.
El ahora Papa fue provincial de los jesuitas argentinos desde 1973 hasta 1979, durante el inicio de la dictadura militar y de aquellos tiempos llegan todavía sin aclarar rumores de posible connivencia con el Gobierno. Hace unos años, sin embargo, su discurso no dejaba duda de su compromiso con los más desfavorecidos. “Hay aproximadamente 150.000 millones de dólares de argentinos en el exterior, sin contar los que están fuera del sistema financiero, y los medios de comunicación nos dicen que siguen yéndose de Argentina. ¿Qué se puede hacer?”, se preguntó, “¿para que estos recursos sean puestos al servicio del país, en orden a saldar la deuda social y generar las condiciones para un desarrollo integral?”.
La elección de Bergoglio ha sido más corta de lo que se esperaba. No hay que olvidar que el cónclave se inició bajo el signo de la división después de 10 reuniones muy intensas del colegio cardenalicio —formado por los 115 electores más los cardenales mayores de 80 años— en las que 161 purpurados alzaron su voz para hablar de la situación de la Iglesia. Aunque, al inicio de los encuentros, los cardenales prestaron juramento de no filtrar a la prensa el contenido de las discusiones, enseguida se supo que los temas más candentes fueron la necesidad de reformar de la curia, la postura de la Iglesia ante la pederastia y la situación del IOR, el banco del Vaticano.
Algunos cardenales —entre ellos los estadounidenses— solicitaron además tener acceso al informe secreto que sobre el caso Vatileaks —el robo y filtración de la documentación privada de Joseph Ratzinger— elaboraron tres cardenales octogenarios. Antes de su renuncia, Benedicto XVI determinó que el informe solo fuese conocido por su sucesor, pero nada más llegar a Roma muchos de los cardenales insistieron en que, antes de dibujar el perfil del Papa que ahora necesita la Iglesia, sería conveniente saber la situación interna. El primero en expresar la preocupación creciente fue el cardenal Raymundo Damasceno, arzobispo de Aparecida y presidente de la Conferencia Episcopal de Brasil: “¿Por qué los cardenales que somos los consejeros más próximos al Papa no podemos tener acceso a los documentos?”.
Finalmente, los tres cardenales que investigaron —Jozef Tomko, Salvatore de Giorgi y Julián Herranz— informaron privadamente y sin entrar en detalles y nombres a los purpurados que lo solicitaron. También llamó la atención que la décima y última de las congregaciones generales estuviese dedicada a hablar del Instituto para las Obras de Religión (IOR), el banco del Vaticano. El secretario de Estado, Tarcisio Bertone, quien además es el presidente de la comisión cardenalicia que controla la entidad, informó a los cardenales de su situación. Según algunas filtraciones periodísticas, el cardenal Bertone recibió numerosas críticas durante las congregaciones generales por su manera de dirigir el Vaticano en los últimos años.
Pero, al margen de los asuntos polémicos, la Iglesia que desde este miércoles depende del papa Francisco tiene numerosos retos por delante, y todos ellos fueron abordados en los días previos al cónclave. Antes de encerrarse en la Capilla Sixtina, los cardenales parecían tener claro que la Iglesia necesita ahora un Papa fuerte, un Pontífice capaz de reformar la Curia, organizar los dicasterios (ministerios) del Vaticano para hacerlos más eficaces, limpiar la podredumbre puesta al descubierto por el caso Vatileaks, impulsar el diálogo con el islam, afrontar de una manera valiente el papel de la mujer en la Iglesia y la postura oficial ante la bioética. Un Papa, como dijo el cardenal Angelo Sodano en la misa Pro Eligiendo Pontífice, “un pastor que anuncie el evangelio y la misericordia; un buen pastor capaz de dar la vida por sus ovejas”.
Ahora, tras conocer al nuevo Papa, un jesuita ortodoxo en cuestiones dogmáticas pero flexible en materia de ética sexual, aquellos objetivos parecen pobres. La Iglesia, venían a reconocer sus responsables, necesitaba un fontanero, un bombero, un albañil, alguien que lograra apuntalar las ruinas y esperara a que vinieran mejores tiempos para volver a alzar el vuelo. Dos horas después de que se supiera su nombre y se conocieran su sonrisa serena y su buen humor, su recuerdo a Benedicto XVI y su petición de ayuda por medio de la oración, a las redacciones seguían llegando mensajes de sorpresa y de alegría. De los principales gobernantes y también de quienes, desde dentro de la Iglesia, vuelven a tener esperanza.