El ‘hippy’ Ben Bernanke
El presidente de la Reserva advierte que la obsesión con el déficit es un terrible error
Paul Krugman, El País
Solo faltan unas semanas para que lleguemos a una efeméride que sospecho que a la mayoría de la gente de Washington le gustaría olvidar: el inicio de la guerra de Irak. Lo que recuerdo de esa época es la total indestructibilidad del consenso entre la élite a favor de la guerra. Si tratabas de señalar que era evidente que el Gobierno de Bush se estaba inventando un argumento falso para ir a la guerra, que ni siquiera resistiría un análisis poco serio, y manifestabas que los riesgos y los posibles costes de una guerra eran enormes, pues bien, te despachaban como a un ignorante y un irresponsable.
Parecía dar igual qué pruebas presentaban los que criticaban la carrera hacia la guerra: todo aquel que se opusiese a la guerra era, por definición, un hippy estúpido. Sorprendentemente, esa opinión no cambió ni siquiera después de que todo lo que vaticinaban los detractores de la guerra se hiciese realidad. Los que aplaudían la desastrosa aventura seguían siendo considerados “creíbles” en materia de seguridad nacional (¿por qué John McCain sigue siendo un tertuliano habitual en los programas de debate de los domingos?), mientras que los que se oponían seguían siendo sospechosos.
Y lo que resulta aún más sorprendente es que a lo largo de los tres últimos años se ha desarrollado una historia muy parecida, esta vez sobre la política económica. Por aquel entonces, toda la gente importante decidió que una guerra inconexa era una respuesta adecuada a un ataque terrorista; hace tres años, todos decidieron que la austeridad fiscal era la respuesta adecuada a una crisis económica provocada por banqueros fugitivos, con el supuesto peligro inminente de los déficits presupuestarios interpretando el papel que antes interpretaban las supuestas armas de destrucción masiva de Sadam.
Ahora, al igual que entonces, este consenso ha dado la impresión de ser indestructible frente a los argumentos en contra, con independencia de lo bien fundamentados que estuviesen con pruebas. Y ahora, al igual que entonces, los líderes del consenso siguen siendo considerados creíbles aunque se hayan equivocado en todo (¿por qué la gente sigue tratando a Alan Simpson como un hombre sabio?), mientras que los que critican el consenso son considerados hippies estúpidos aunque todas sus predicciones —sobre los tipos de interés, sobre la inflación, sobre los nefastos efectos de la austeridad— se han hecho realidad.
Por tanto, esta es mi pregunta: ¿cambiará las cosas el hecho de que Ben Bernanke se haya unido a las filas de los hippies?
A principios de esta semana, Bernanke realizó unas declaraciones que deberían haber hecho que toda la gente de Washington se pusiera en guardia y tomase nota. Es verdad que no suponía una verdadera ruptura con lo que ha dicho en el pasado o, de hecho, con lo que otros directivos de la Reserva Federal han estado diciendo, pero el presidente de la Reserva habló más clara y enérgicamente que nunca sobre política fiscal, y lo que dijo, traducido del idioma de la Reserva al castellano, era que la obsesión de la clase dirigente con los déficits era un terrible error.
En primer lugar, señaló que la situación presupuestaria simplemente no era tan preocupante, incluso a medio plazo: “Está previsto que la deuda federal del sector público (incluida la de la Reserva Federal) se mantenga aproximadamente en el 75% del PIB a lo largo de gran parte de la década actual”.
Acto seguido sostuvo que, dada la situación de la economía, actualmente estamos gastando demasiado poco, no demasiado: “Una parte sustancial de los recientes progresos a la hora de reducir el déficit se ha concentrado en los cambios presupuestarios a corto plazo, que, si se consideran en su conjunto, podrían suponer un obstáculo importante para la recuperación económica”.
Finalmente, insinuó que la austeridad en una economía deprimida bien podría ser contraproducente incluso en términos puramente fiscales: “Además de tener efectos adversos para la creación de empleo y las rentas, una recuperación más lenta conduciría, en la práctica, a una menor reducción del déficit a corto plazo para cualquier serie dada de acciones fiscales”.
De modo que, el déficit no es un peligro evidente y actual, los recortes en el gasto en una economía deprimida son una idea terrible y la austeridad prematura no tiene sentido ni siquiera en lo que se refiere a presupuesto. Puede que a los lectores habituales estas propuestas les resulten familiares, ya que son más o menos lo mismo que lo que otros economistas progresistas y yo hemos estado diciendo todo el tiempo. Pero somos hippies irresponsables. ¿Lo es Bernanke? (Bueno, tiene barba).
Lo importante no es que Bernanke sea una fuente de sabiduría fidedigna; uno espera que el hundimiento de la reputación de Alan Greenspan haya puesto fin a la práctica de deificar a los presidentes de la Reserva. Bernanke es un excelente economista, pero no más que, pongamos por caso, Joseph Stiglitz, de la Universidad de Columbia, ganador del Premio Nobel y un legendario economista teórico cuya crítica feroz a nuestra obsesión por el déficit ha sido no obstante ignorada. No, lo importante es que la apostasía de Bernanke puede ayudar a minar el argumento de la autoridad —¡nadie importante difiere!— que ha hecho que sea tan difícil acabar con la obsesión de la élite por los déficits.
Y el fin de la obsesión por el déficit no puede ser en ningún caso prematuro. En estos momentos, Washington está centrado en la estupidez del embargo, pero este no es más que el último episodio de una serie sin precedentes de reducciones del empleo público y de las adquisiciones del Gobierno que han lastrado la recuperación de nuestra economía. El consenso errado de la élite nos ha metido en un atolladero económico, y es hora de que salgamos de él.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008.
Paul Krugman, El País
Solo faltan unas semanas para que lleguemos a una efeméride que sospecho que a la mayoría de la gente de Washington le gustaría olvidar: el inicio de la guerra de Irak. Lo que recuerdo de esa época es la total indestructibilidad del consenso entre la élite a favor de la guerra. Si tratabas de señalar que era evidente que el Gobierno de Bush se estaba inventando un argumento falso para ir a la guerra, que ni siquiera resistiría un análisis poco serio, y manifestabas que los riesgos y los posibles costes de una guerra eran enormes, pues bien, te despachaban como a un ignorante y un irresponsable.
Parecía dar igual qué pruebas presentaban los que criticaban la carrera hacia la guerra: todo aquel que se opusiese a la guerra era, por definición, un hippy estúpido. Sorprendentemente, esa opinión no cambió ni siquiera después de que todo lo que vaticinaban los detractores de la guerra se hiciese realidad. Los que aplaudían la desastrosa aventura seguían siendo considerados “creíbles” en materia de seguridad nacional (¿por qué John McCain sigue siendo un tertuliano habitual en los programas de debate de los domingos?), mientras que los que se oponían seguían siendo sospechosos.
Y lo que resulta aún más sorprendente es que a lo largo de los tres últimos años se ha desarrollado una historia muy parecida, esta vez sobre la política económica. Por aquel entonces, toda la gente importante decidió que una guerra inconexa era una respuesta adecuada a un ataque terrorista; hace tres años, todos decidieron que la austeridad fiscal era la respuesta adecuada a una crisis económica provocada por banqueros fugitivos, con el supuesto peligro inminente de los déficits presupuestarios interpretando el papel que antes interpretaban las supuestas armas de destrucción masiva de Sadam.
Ahora, al igual que entonces, este consenso ha dado la impresión de ser indestructible frente a los argumentos en contra, con independencia de lo bien fundamentados que estuviesen con pruebas. Y ahora, al igual que entonces, los líderes del consenso siguen siendo considerados creíbles aunque se hayan equivocado en todo (¿por qué la gente sigue tratando a Alan Simpson como un hombre sabio?), mientras que los que critican el consenso son considerados hippies estúpidos aunque todas sus predicciones —sobre los tipos de interés, sobre la inflación, sobre los nefastos efectos de la austeridad— se han hecho realidad.
Por tanto, esta es mi pregunta: ¿cambiará las cosas el hecho de que Ben Bernanke se haya unido a las filas de los hippies?
A principios de esta semana, Bernanke realizó unas declaraciones que deberían haber hecho que toda la gente de Washington se pusiera en guardia y tomase nota. Es verdad que no suponía una verdadera ruptura con lo que ha dicho en el pasado o, de hecho, con lo que otros directivos de la Reserva Federal han estado diciendo, pero el presidente de la Reserva habló más clara y enérgicamente que nunca sobre política fiscal, y lo que dijo, traducido del idioma de la Reserva al castellano, era que la obsesión de la clase dirigente con los déficits era un terrible error.
En primer lugar, señaló que la situación presupuestaria simplemente no era tan preocupante, incluso a medio plazo: “Está previsto que la deuda federal del sector público (incluida la de la Reserva Federal) se mantenga aproximadamente en el 75% del PIB a lo largo de gran parte de la década actual”.
Acto seguido sostuvo que, dada la situación de la economía, actualmente estamos gastando demasiado poco, no demasiado: “Una parte sustancial de los recientes progresos a la hora de reducir el déficit se ha concentrado en los cambios presupuestarios a corto plazo, que, si se consideran en su conjunto, podrían suponer un obstáculo importante para la recuperación económica”.
Finalmente, insinuó que la austeridad en una economía deprimida bien podría ser contraproducente incluso en términos puramente fiscales: “Además de tener efectos adversos para la creación de empleo y las rentas, una recuperación más lenta conduciría, en la práctica, a una menor reducción del déficit a corto plazo para cualquier serie dada de acciones fiscales”.
De modo que, el déficit no es un peligro evidente y actual, los recortes en el gasto en una economía deprimida son una idea terrible y la austeridad prematura no tiene sentido ni siquiera en lo que se refiere a presupuesto. Puede que a los lectores habituales estas propuestas les resulten familiares, ya que son más o menos lo mismo que lo que otros economistas progresistas y yo hemos estado diciendo todo el tiempo. Pero somos hippies irresponsables. ¿Lo es Bernanke? (Bueno, tiene barba).
Lo importante no es que Bernanke sea una fuente de sabiduría fidedigna; uno espera que el hundimiento de la reputación de Alan Greenspan haya puesto fin a la práctica de deificar a los presidentes de la Reserva. Bernanke es un excelente economista, pero no más que, pongamos por caso, Joseph Stiglitz, de la Universidad de Columbia, ganador del Premio Nobel y un legendario economista teórico cuya crítica feroz a nuestra obsesión por el déficit ha sido no obstante ignorada. No, lo importante es que la apostasía de Bernanke puede ayudar a minar el argumento de la autoridad —¡nadie importante difiere!— que ha hecho que sea tan difícil acabar con la obsesión de la élite por los déficits.
Y el fin de la obsesión por el déficit no puede ser en ningún caso prematuro. En estos momentos, Washington está centrado en la estupidez del embargo, pero este no es más que el último episodio de una serie sin precedentes de reducciones del empleo público y de las adquisiciones del Gobierno que han lastrado la recuperación de nuestra economía. El consenso errado de la élite nos ha metido en un atolladero económico, y es hora de que salgamos de él.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008.