Como si Dios no existiera

La Iglesia católica, sin duda en crisis, ha logrado por unos días crear un espejismo de omnipotencia y omnipresencia

José Ignacio Torreblanca, El País
Etsi Deus no daretur (como si Dios no existiera). Es la oportunísima recomendación de Hugo Grocio (1583-1645) a los soberanos de la Europa del siglo XVII que Paolo Flores d’Arcais nos trae de vuelta en su último ensayo ¡Democracia!(Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). La lectura de este vibrante y apasionado alegato a favor de la democracia no podría ser más pertinente por su coincidencia con la total y absoluta captura del espacio público y mediático con el que la Iglesia católica nos ha obsequiado estos días a cuenta de la elección del nuevo Papa.


Cautivos y desarmados por la increíble plasticidad de las imágenes, los rituales y la escenografía, la mayoría de los espectadores han rendido cualquier distancia crítica de la que originalmente dispusieran y se han entregado felizmente al disfrute de este tan singular como refinado reality show del que la Iglesia Católica se ha dotado para elegir a su máximo representante. La infografía, la anécdota, la rebuscada terminología, el susurrante sonido del latín, todo se ha combinado para crear un ambiente de hipnosis colectiva. No deja de resultar una gran paradoja que la cantidad de información que hemos recibido estos días haya sido inversamente proporcional al conocimiento del que disponemos sobre las cuestiones que importaban. Es como si los medios de comunicación, ante un cuerpo tan sumamente hermético e impenetrable como la Ciudad del Vaticano, hubieran tenido una reacción autoinmune e inadvertidamente se hubieran defendido produciendo toneladas de información irrelevante.

Puede criticarse el anquilosamiento doctrinal de la Iglesia católica y su obcecación en cuestiones de sexualidad, que por fortuna sus propios feligreses no parecen tomarse muy a rajatabla, pero hay que reconocer que en lo referido al manejo de las claves de la comunicación de masas, el Vaticano no está ni mucho menos en la Edad Media sino todo lo contrario. Videopolítica e hiperliderazgo constituyen hoy en día la fórmula magistral del éxito mediático así que la Iglesia está en plena sintonía con sus más inmediatos seguidores en la política terrenal. Hay por tanto que descubrirse: la Iglesia católica, que sin duda está en crisis, y muy profunda, ha logrado por unos días crear un espejismo de omnipotencia y omnipresencia. Curiosamente, ni la fe ni la razón, los temas preferidos de Ratzinger, han tenido mucha cabida en el debate de estos días, pero eso es lo de menos.

Por lo que sabemos, cientos de millones de cristianos, musulmanes, judíos, hinduistas o budistas viven y celebran su fe con toda naturalidad y profundidad sin necesidad de hacerlo utilizando como vehículo una estructura institucional tan pesada, opaca y controvertida como la Iglesia Católica. Tampoco parecen necesitar para vivir su fe la figura de un Papa investido con unos poderes de monarca absoluto tan chocantes en el siglo XXI. Pero esa información contextual, que tan importante hubiera sido para entender la inmensa anomalía que hemos vivido estos días, ha estado generalmente ausente en los medios de comunicación. Si de algo no se ha hablado estos días es de Dios, la fe o de la experiencia religiosa, que son el verdadero misterio de la existencia humana.

Así pues, el poder hipnotizante de los árboles de la liturgia vaticana no nos ha dejado ver el bosque. Un bosque democrático en el que, mal que pese al dimitido Ratzinger, Dios no puede jugar papel público alguno pues la democracia, nos recuerda Flores d'Arcais, es intrínseca y radicalmente laica. Lo que no quiere decir que promueva el ateísmo ni que ignore que la religión sea una fuente de valores sumamente valiosa. Al contrario, desde Thomas Jefferson, padre fundador de sabemos que la democracia y las creencias religiosas no solo son compatibles sino que estas necesitan de la democracia para prosperar y sobrevivir. Es por eso que todos los demócratas aceptamos unánimemente y sin ningún género de dudas llamar dictadura, y en consecuencia condenar públicamente, a cualquier régimen que prohíba el ejercicio de una, cualquiera, religión o imponga una religión, cualquiera, a sus ciudadanos. La democracia, si quiere ser tal y estar orgullosa de ser una democracia completa que respete los derechos humanos y permita a sus ciudadanos alcanzar su plenitud moral, debe garantizar la libertad de conciencia, respetar las creencias de los individuos y su derecho a asociarse en iglesias para proteger y practicar su fe. Precisamente por ello, Estados Unidos, cuya democracia descansa sobre un mito fundacional de origen religioso (“la ciudad en la colina”) y donde Dios está en todas partes, se fundó sobre la premisa de que Iglesia y Estado deberían estar separados por un muro. Elegido el Papa y pasado el fervor mediático, el espacio público debe ser devuelto a los ciudadanos y el muro del laicismo democrático levantado otra vez. Con todo el respeto, pero con toda firmeza.

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