Obélix y la marmita belga

Néchin, el exilio fiscal de Depardieu, es un fantasmal poblado fronterizo que cada tres meses hace una fiesta de bienvenida para las decenas de franceses que van incrementando su censo

Miguel Mora, El País
La calle Reine Astrid del pueblo belga de Néchin es una recta infinita, más una carretera que una calle. El paisaje plano está punteado por hayas y algún sendero sinuoso, testigos de un pasado en el que había carros, vacas pastando y ricas explotaciones agrícolas, todo seguramente más vivo que este presente vacío sin bares ni comercios a la vista. A medida que el visitante avanza por la carretera que llega desde Francia —sin que se aprecie el menor signo de frontera física—, en la acera de la izquierda surgen algunas casas de ladrillo rojo, la típica casita unifamiliar que puebla la raya franco-belga. En la acera derecha, largos muros de dos metros de alto cubiertos de vegetación amarilla esconden las mansiones de hormigón donde viven las millonarias familias francesas que llegaron aquí hace 15 años huyendo de una de las presiones fiscales más altas de Europa.


Esta triste pedanía belga, situada en tierra de nadie y a tiro de piedra de Roubaix, parece casi deshabitada esta fría mañana de diciembre: no hay nadie junto a la pequeña iglesia, nadie en el centro periurbano. Solo se ve hierba para aburrir y un enorme cielo panza de burro. Néchin forma con Estaimpuis y Leers un municipio de 10.000 habitantes, de los cuales un 27% son franceses. Olvidado hasta ahora, el concejo ha saltado a los medios de medio planeta porque el popular actor Gérard Depardieu lo ha elegido como destino para pasar aquí el resto de sus días —o los seis meses y un día requeridos cada año para no pagar impuestos en Francia—.

Tras haber abonado, según dijo esta semana en su carta abierta al primer ministro, Jean-Marc Ayrault, 145 millones de euros de impuestos en 45 años de carrera y un improbable 85% de impuestos el año pasado, Obélix ha proclamado que está harto de ser galo. “Ahora quiere beber en la marmita belga”, ironiza Pascal, un joven taxista de Lille que deposita al periodista en la puerta de la supuesta nueva casa de Depardieu, situada en el número 90 de la calle Reine Astrid.

Nadie contesta al moderno portero automático de la mansión. Enfrente de la casa hay un utilitario parado, y dentro hay una señora. Se llama Sara, es francesa, tiene 47 años, y primero dice que no vive aquí pero luego afirma que sí, que reside en Néchin. Tras una conversación de cinco minutos, resulta ser una fan o un alma gemela de Gégé Depardieu. O quizá una empleada. “Lo que tienen que hacer ustedes es dejarle en paz. ¿A usted le gustaría que la gente llamara a su puerta cada cinco minutos? Él tendrá sus razones para hacer lo que ha hecho. Por ejemplo, perdió a su hijo. Yo también perdí un hijo, y cuando eso pasa a veces uno necesita cambiar”.

Otros, sin embargo, piensan que la anunciada fuga del compadre de Astérix, que ha generado en Francia un psicodrama mediático que pone en duda si todavía cabe considerarla la patria de las Luces, ha sido una traidora cornada en la femoral del presidente François Hollande justo cuando la aldea gala se siente acosada por una deuda impagable (el 90% del PIB), asediada por las falanges hoplitas de la Roma moderna (Berlín) y amenazada por legiones de mercaderes neocon que esperan especular a conciencia con su prima de riesgo en 2013.

“Depardieu es amigo de Sarkozy y eso lo explica todo”, corrobora enseguida el taxista. “Ha dicho que se va solamente para jorobar a Hollande y para poner en dificultades a los socialistas”.

El objetivo confeso del eminente actor, que en efecto es admirador y buen amigo de Nicolas Sarkozy, no es solo convertirse en el exiliado fiscal por antonomasia, sino también “encarnarse en el líder de la oposición a Hollande”, según han contado esta semana sus amigos en un reportaje de Le Monde que revelaba que Depardieu tomó la decisión de anunciar su marcha de Francia el 6 de mayo pasado, el día de la victoria electoral de Hollande, aunque de hecho ya pasaba más de seis meses al año fuera del país.

Una razón es que el presidente socialista prometió durante la campaña electoral una supertasa del 75% para las rentas superiores al millón de euros, que todavía está en tramitación parlamentaria. Nada más llegar al poder, Hollande puso en marcha una reforma fiscal más equitativa que los empresarios y millonarios más potentes de Francia consideraron “punitiva” para sus compañías y sus bolsillos. Pero, en realidad, el exilio fiscal es una costumbre que las élites y las grandes fortunas francesas ejercen sin el menor rubor desde hace décadas, gobierne la izquierda o la derecha. Según recordaba un editorial de Le Monde esta semana, “hace 200 años los nobles escapaban de la guillotina, desde hace 30 años escapan del fisco”.

La gran evasión comenzó en 1981, cuando la presidencia de François Mitterrand y su Gobierno de coalición con los comunistas instituyeron el impuesto de patrimonio, dulcificado luego con el nombre de Impuesto de Solidaridad para las Fortunas (ISF). El ISF fue siempre muy discutido pero sobrevivió hasta tiempos de Sarkozy, que prometió eliminarlo aunque solo lo rebajó. Los socialistas lo devolvieron a su estado anterior al llegar al poder. Los especialistas explican que se trata de un impuesto progresivo, que afecta a unos 600.000 ciudadanos, y que en 2011 reportó al Estado francés más de 4.500 millones de euros. Pero sus críticos lo ven como un bumerán, considerando el número de fugitivos fiscales que genera y la consecuente salida de capitales.

Según datos facilitados por el Ministerio de Finanzas en febrero de 2011, un contribuyente del ISF dejó cada día el país entre 1990 y 2003, y ese éxodo de más de 10.000 personas tuvo un coste muy serio: se deslocalizaron entre 80.000 y 100.000 millones de euros en capitales.

Aunque el fenómeno del exilio fiscal está poco y mal documentado, hoy se sabe que Suiza es el paraíso preferido por los franceses (un 16% de ellos lo eligen), seguido de Bélgica y Reino Unido, que acogen cada uno al 12% de los fugados. El Big Ben y el Manneken Pis seducen sobre todo a los millonarios que buscan proteger sus activos personales. Bélgica ofrece más estabilidad (tiene el mismo sistema fiscal desde 1830) y atractivos surtidos: no solo no existe el ISF, sino que no se gravan las plusvalías sobre la venta de acciones y de bienes muebles e inmuebles, y se tasan al 7% las donaciones a terceros, que en Francia pueden llegar a tributar al 60%.

Lo que parece claro es que Depardieu y Bernard Arnault, el presidente del grupo del lujo LVMH, el hombre más rico de Francia y el cuarto del mundo, según la revista Forbes, son solo la punta del iceberg de un fenómeno más extendido. Según se ha sabido esta semana, hay en este momento cerca de 500 franceses en la lista de espera para obtener la nacionalidad belga por el procedimiento de urgencia. Entre esos casos en estudio está el de Bernard Arnault. La oficina de extranjería le ha puesto la primera traba porque Arnault solo reside en Bruselas desde hace un año y la ley exige tres. Mientras su momento llega, aquí está por fin, tras 45 minutos de espera, el burgomaestre (alcalde) de Estaimpuis y Néchin.

Daniel Senesael es un tipo afable al que le gusta vestir con un toque estrafalario. Lleva el pelo amarillo pollo, viste una camisa blanca con el cuello lleno de brillantitos, chaqueta negra de rockero y corbata roja. Su coche, aparcado en la puerta de la casa comunal y pintado de rojo y blanco, lleva impresa foto, nombre y móvil: un político en campaña permanente y al servicio del ciudadano, si acaso lo hubiere.

Cuando se levanta para saludar al visitante, su aspecto de vocalista de orquesta se completa con un cuerpo enjuto y una sonrisa que refleja más desconfianza que hospitalidad. “¿Que si haremos una fiesta a Depardieu? Le recibiremos bien, como hacemos con todos los nuevos residentes. Cada tres meses les preparamos una gran fiesta de bienvenida”, explica. Para mayor escarnio bilateral, el burgomaestre es diputado del Partido Socialista belga. Desde hace ocho años. Alcalde desde 1994, acaba de ser reelegido para un cuarto mandato y proclama su inocencia con una sonrisa pícara: “Sé que el compañero François Hollande no está contento, pero yo no tengo la culpa. ¡No soy yo el que debe cambiar las leyes! Coincido con él en que hace falta cambiar la legislación europea para caminar hacia la armonización fiscal que evite las deslocalizaciones de fortunas. Pero me sorprende que la gente se escandalice con lo de Depardieu. En este municipio tenemos un 27% de franceses y los primeros llegaron hace 15 años”.

Los primeros en llegar a Néchin, recuerda el alcalde, fueron los Mulliez, dueños de la cadena de supermercados Auchan y de otras empresas, que se presentaron en los años noventa con una fortuna estimada en 10.000 millones de euros. Hoy dan empleo a más de 600 lugareños en su fábrica de detergentes, y tienen su residencia en el número 90 de la calle Reine Astrid, la misma donde presuntamente Depardieu habría comprado su nueva casa por 800.000 euros —Senesael se niega a confirmar si el actor ha comprado o alquilado “para proteger su privacidad”.

La raya franco-belga alberga también, en esta zona muy cercana a Lille, otras conocidas familias de emprendedores, como los Pollet, clan fundador de La Redoute, famosa tienda de ropa que vende por Internet. Hay además una fábrica de piel de Louis Vuitton, y “mucha mezcla social”, presume el alcalde. Gente de clase media, funcionarios, jubilados y profesionales que se benefician del momio que es vivir en una región transfronteriza y de los precios de las casas. “Siempre serán más bajos que en Francia”, señala Senesael, obviando que según la prensa local el valor de los inmuebles en la zona ha aumentado un 2.000% en los últimos 15 años.

En pueblos como Menin, Mont-Saint-Aubert, Beclers, pero también en Uccle, muy cerca de Bruselas, campean a sus anchas miles de franceses, ricachones y menos. Desde que se inventó la libre circulación de capitales, la frontera entre los dos países se hizo bruma. Un paseo rápido por la Grand Place de Lille ayuda a comprender que el noreste de Francia se parece más a Bruselas que a París: los mismos edificios con tejados a dos aguas, parecida afición por las norias, iguales mejillones con patatas fritas... Hace algunos siglos, las grandes fortunas del actual norte francés nacían en enclaves belgas como Herseaux, Luingne o Esplechin. Ahora viven y (no) pagan sus impuestos aquí con la misma naturalidad.

El truco de vivir (o decir que uno vive) cerca de la frontera es doble o triplemente rentable. Desde París a Néchin se tarda 75 minutos: una hora de TGV a Lille y un cuarto de hora de coche. La residencia permite a los teóricos escapados disfrutar del piadoso régimen fiscal y seguir utilizando la Seguridad Social francesa, mejor dotada y más generosa que la belga, sin pagar además las tasas de circulación y de matriculación en Bélgica —más caras que al otro lado—.

Este pequeño desliz llevó al alcalde de Néchin a lanzar, a mitad de la década anterior, una “caza a los defraudadores” que hoy suena más sarcástica que nunca. Quizá por eso Senesael tiene prisa y pocas ganas de hablar con la prensa. Su portavoz dice que han decidido “no comunicar más sobre el affaire” porque están “desbordados”. Pero el alcalde no parece tan desbordado y allá va su alegato en defensa propia: “Estoy en el foco mediático a mi pesar. Corremos peligro de convertirnos en un caso político, pero yo no he pedido a Depardieu que viniera a vivir aquí. Tal y como está el asunto, igual acaba viniendo también la torre Eiffel... Pero yo no tengo nada que ganar con esto. Me ha caído encima Obélix, Cyrano, el monstruo sagrado del cine francés, un Stradivarius”. ¿Y no le parece que Bélgica está haciendo competencia desleal a su camarada Hollande? “Eso se lo tendría que preguntar a Depardieu. Y ahora me tengo que ir”.

Llega la hora de dejar Néchin. Viendo el pueblo sin bares, perros, gatos, niños ni jubilados, el autobús sin pasajeros y los comercios de la Rue de Calvaire cerrados, se comprende que hay que echarle mucho valor o muchas ganas para venirse a vivir realmente aquí. Es un no lugar, un antipueblo, en los que apenas se ve el sol y donde la alternativa consiste en encerrarse en casa o coger el coche y largarse a otra parte.

De una vivienda sale un hombre alto, calvo y delgado que se mete en un gran Mercedes gris. “Tiene 13 años y 250.000 kilómetros”, explica a modo de disculpa no solicitada. Se niega a dar su nombre, primero dice que es franco-belga y luego se identifica como un “inmigrado”, hijo de un padre “de San Marino que vino a trabajar aquí como esclavo en los años cincuenta”. “Lo de Depardieu es una broma pesada”, afirma después. “Solo que es una pequeña gota de agua en un océano. ¿Qué decimos de Messi y Ronaldo, entonces? ¡Los impuestos se los pagan sus clubes! ¿Y los millonarios de Emiratos Árabes y Catar, qué? Eso es lo importante. Lo de aquí no es nada. Llegó Auchan hace 15 años y luego los demás. Depardieu se ha limitado a seguir el sendero”.

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