Niemeyer, adiós al arquitecto idealista
Apostó por la humanidad de la curva y la plasticidad de las formas libres y vivió lo suficiente para convivir con su herencia
Anatxu Zabalbeascoa
Madrid, El País
Cualquiera que viva más de 100 años tiene tiempo de ver una cosa y su contrario. El arquitecto más famoso de Brasil, Oscar Niemeyer (Rio, 1907-2012) llegó tarde a la arquitectura (mal estudiante, comenzó la carrera estando casado) pero la cuestionó pronto. Tras ensayar los trazos rectilíneos del Movimiento Moderno en sus primeros edificios de los años treinta, decidió tropicalizar ese estilo sencillo, pero recto, demostrando que el material del siglo XX, el hormigón armado, además de sujetar podía también expresar. Niemeyer apostó por la humanidad de la curva y la plasticidad de las formas libres y vivió lo suficiente para convivir con su herencia. Contempló su propio renacimiento en generaciones posteriores, que derivaron de sus pliegues los estilos con los que se inició este siglo, sin que él mismo hubiera, en ningún momento, dejado de construir.
Curiosamente en un ateo, fue un templo lo que le reportó fama mundial. Corría el año 1940 cuando la iglesia de San Francisco frente al lago de Pampulha, en Belo Horizonte, habló de forma económica, pero no barata y sí monumental, de un mundo más sencillo y, acaso, más natural. Por entonces Niemeyer no era todavía el comunista acérrimo que nunca dejaría de ser desde que se afilió al partido con 38 años. (Fidel Castro llegó a decir que Niemeyer y él eran los dos únicos comunistas que quedaban en el mundo). Con todo, y tal vez como la propia ideología comunista, Niemeyer ha sido un arquitecto sumamente idealista y, sin embargo, dictatorial. Sin duda un gran artista plástico, un proyectista pionero de la forma libre, pero también alguien capaz de sacrificar la sombra de los peatones, bajo un clima tropical, en pos del altísimo valor plástico de sus edificios recortados en medio del sertao.
Convertido en arquitecto, Niemeyer no dudó en trabajar sin cobrar para el urbanista Lucio Costa. Y veinte años después, en 1956, juntos dibujarían una ciudad entera, Brasilia, en el escaso plazo de un periodo legislativo. En cuatro años levantaron catedral, ministerios, congreso nacional, tribunal federal, sede de la cancillería y calles para los ciudadanos de la nueva capital. Tal vez intuyeran que debían darse prisa. Muy poco después, un golpe militar les restaría encargos y confianza y acabaría por desterrar a Niemeyer a París, donde la misma filiación comunista que le complicó la vida en Brasil le facilitó volver a construir. Así, la sede del Partido Comunista francés en París, la editorial Mondadori en Segrate (Italia) o la Universidad Constantina de Argelia pertenecen a esos años en los que su trabajo se exponía en el Louvre mientras en su país le rechazaban los proyectos.
Si durante cuatro años Niemeyer acudió semanalmente a Brasilia en coche empleando un día para llegar y otro para regresar fue porque el miedo a volar no le permitía coger un avión. Esa fobia tampoco le dejaría recoger la mayoría de los galardones que consiguió incluídos el Premio Pritzker, que no recogió en Chicago en 1988, el Príncipe de Asturias que no hizo suyo en Oviedo o el Imperiale, que viajó solo de Tokio a Río.
En 1980 Niemeyer anunció que iniciaba su última fase como arquitecto. Empezó entonces a trabajar en el Memorial de los amigos ya muertos, como el antiguo presidente Juscelino Kubitschek, erigido en Brasilia. Esta fase final se ha prolongado más de treinta años. Y ha resultado una de las más sorprendentes del genial proyectista. Niemeyer renació en Niteroi, frente a la playa de Ipanema. Un platillo volante de suelos fucsia y perfil más que fotogénico lo hizo resucitar para la vanguardia arquitectónica. Hoy, como quien está en la cúspide de su carrera, y con el zarandeado Centro Niemeyer –que donó a la ciudad de Avilés- todavía fresco, el arquitecto centenario tenía sobre la mesa proyectos en La Habana, Rosario (Argentina) y hasta un estadio para el mundial de fútbol de 2014, que se celebrará en Brasil. Allí, en el 3940 de la Avenida Atlántica, frente a playa de Copacabana, ha trabajado hasta el final. Sin apenas moverse de la planta décima donde está su casa ha sido capaz de construir por todo el mundo.
Anatxu Zabalbeascoa
Madrid, El País
Cualquiera que viva más de 100 años tiene tiempo de ver una cosa y su contrario. El arquitecto más famoso de Brasil, Oscar Niemeyer (Rio, 1907-2012) llegó tarde a la arquitectura (mal estudiante, comenzó la carrera estando casado) pero la cuestionó pronto. Tras ensayar los trazos rectilíneos del Movimiento Moderno en sus primeros edificios de los años treinta, decidió tropicalizar ese estilo sencillo, pero recto, demostrando que el material del siglo XX, el hormigón armado, además de sujetar podía también expresar. Niemeyer apostó por la humanidad de la curva y la plasticidad de las formas libres y vivió lo suficiente para convivir con su herencia. Contempló su propio renacimiento en generaciones posteriores, que derivaron de sus pliegues los estilos con los que se inició este siglo, sin que él mismo hubiera, en ningún momento, dejado de construir.
Curiosamente en un ateo, fue un templo lo que le reportó fama mundial. Corría el año 1940 cuando la iglesia de San Francisco frente al lago de Pampulha, en Belo Horizonte, habló de forma económica, pero no barata y sí monumental, de un mundo más sencillo y, acaso, más natural. Por entonces Niemeyer no era todavía el comunista acérrimo que nunca dejaría de ser desde que se afilió al partido con 38 años. (Fidel Castro llegó a decir que Niemeyer y él eran los dos únicos comunistas que quedaban en el mundo). Con todo, y tal vez como la propia ideología comunista, Niemeyer ha sido un arquitecto sumamente idealista y, sin embargo, dictatorial. Sin duda un gran artista plástico, un proyectista pionero de la forma libre, pero también alguien capaz de sacrificar la sombra de los peatones, bajo un clima tropical, en pos del altísimo valor plástico de sus edificios recortados en medio del sertao.
Convertido en arquitecto, Niemeyer no dudó en trabajar sin cobrar para el urbanista Lucio Costa. Y veinte años después, en 1956, juntos dibujarían una ciudad entera, Brasilia, en el escaso plazo de un periodo legislativo. En cuatro años levantaron catedral, ministerios, congreso nacional, tribunal federal, sede de la cancillería y calles para los ciudadanos de la nueva capital. Tal vez intuyeran que debían darse prisa. Muy poco después, un golpe militar les restaría encargos y confianza y acabaría por desterrar a Niemeyer a París, donde la misma filiación comunista que le complicó la vida en Brasil le facilitó volver a construir. Así, la sede del Partido Comunista francés en París, la editorial Mondadori en Segrate (Italia) o la Universidad Constantina de Argelia pertenecen a esos años en los que su trabajo se exponía en el Louvre mientras en su país le rechazaban los proyectos.
Si durante cuatro años Niemeyer acudió semanalmente a Brasilia en coche empleando un día para llegar y otro para regresar fue porque el miedo a volar no le permitía coger un avión. Esa fobia tampoco le dejaría recoger la mayoría de los galardones que consiguió incluídos el Premio Pritzker, que no recogió en Chicago en 1988, el Príncipe de Asturias que no hizo suyo en Oviedo o el Imperiale, que viajó solo de Tokio a Río.
En 1980 Niemeyer anunció que iniciaba su última fase como arquitecto. Empezó entonces a trabajar en el Memorial de los amigos ya muertos, como el antiguo presidente Juscelino Kubitschek, erigido en Brasilia. Esta fase final se ha prolongado más de treinta años. Y ha resultado una de las más sorprendentes del genial proyectista. Niemeyer renació en Niteroi, frente a la playa de Ipanema. Un platillo volante de suelos fucsia y perfil más que fotogénico lo hizo resucitar para la vanguardia arquitectónica. Hoy, como quien está en la cúspide de su carrera, y con el zarandeado Centro Niemeyer –que donó a la ciudad de Avilés- todavía fresco, el arquitecto centenario tenía sobre la mesa proyectos en La Habana, Rosario (Argentina) y hasta un estadio para el mundial de fútbol de 2014, que se celebrará en Brasil. Allí, en el 3940 de la Avenida Atlántica, frente a playa de Copacabana, ha trabajado hasta el final. Sin apenas moverse de la planta décima donde está su casa ha sido capaz de construir por todo el mundo.