EL ACENTO / El alma de Mourinho
Si deja el fútbol español, allá él, que aquí pocos le echarán en falta; si se queda, ya sabe lo que le espera
El País
Tal como está de enfurecida la parroquia madridista (y los creyentes en la selección española), y si hubiera que comparar el caso de Casillas y su suplencia técnica en Málaga con la Ilíada, ese poema épico que hay que leer al menos 10 veces en la vida, Mourinho sería un trasunto del vil Tersites, apaleado por Ulises en la asamblea de jefes aqueos, e Iker Casillas el propio Agamenón, pastor de las huestes griegas, cuestionado sacrílegamente por Tersites. El portero del Real Madrid está a un paso de la beatificación laica —como Messi en Barcelona— y su figura ha dejado de ser inmanente para convertirse en trascendente; no se la puede agraviar sin consecuencias. Por eso los intentos (sensatos) de apagar el fuego, como el de Sergio Ramos recordando que los jugadores están expuestos a la suplencia, no convencen a la grada. Para rematar la faena, el beato de Móstoles ha efectuado una maniobra táctica impecable: acepta humildemente el banquillo y se declara dispuesto a recuperar “la confianza del entrenador”. Seráficas palabras que le acercan un poco más a la adoración blanca (¡la unidad del club por encima de todo!) y le alejan mucho más de Mourinho.
Como el entrenador portugués conoce el culto que rodea a Su Beatitud Casillas, la maniobra de Málaga no es inocente. Sabe que equivale a un conflicto larvado, pero virulento, con el club; por tanto, o busca un despido que le permita liberarse de varios malos tragos (perder la Liga contra Tito Vilanova, gestionar una plantilla que le ha perdido el respeto) o lo fía todo al combate definitivo. Si gana, los españoles del vestuario quedarán laminados por el peso de su poder y en el Bernabéu mandarán el agente Mendes y el clan portugués.
No todas las razones son tácticas. Mourinho es alma consumida por dos grandes perversiones: un ego atroz, que con harta frecuencia cae en lo grotesco, y un resentimiento devorador contra quien no ría sus gracias e incontinencias; torvo en el ganar y ridículo en el perder. Para Su Mezquindad, el recto criterio de los demás es ininteligible. Por todo lo cual, si deja el fútbol español, allá él, que aquí pocos le echarán en falta; y si finalmente se queda, ya sabe lo que le espera.
El País
Tal como está de enfurecida la parroquia madridista (y los creyentes en la selección española), y si hubiera que comparar el caso de Casillas y su suplencia técnica en Málaga con la Ilíada, ese poema épico que hay que leer al menos 10 veces en la vida, Mourinho sería un trasunto del vil Tersites, apaleado por Ulises en la asamblea de jefes aqueos, e Iker Casillas el propio Agamenón, pastor de las huestes griegas, cuestionado sacrílegamente por Tersites. El portero del Real Madrid está a un paso de la beatificación laica —como Messi en Barcelona— y su figura ha dejado de ser inmanente para convertirse en trascendente; no se la puede agraviar sin consecuencias. Por eso los intentos (sensatos) de apagar el fuego, como el de Sergio Ramos recordando que los jugadores están expuestos a la suplencia, no convencen a la grada. Para rematar la faena, el beato de Móstoles ha efectuado una maniobra táctica impecable: acepta humildemente el banquillo y se declara dispuesto a recuperar “la confianza del entrenador”. Seráficas palabras que le acercan un poco más a la adoración blanca (¡la unidad del club por encima de todo!) y le alejan mucho más de Mourinho.
Como el entrenador portugués conoce el culto que rodea a Su Beatitud Casillas, la maniobra de Málaga no es inocente. Sabe que equivale a un conflicto larvado, pero virulento, con el club; por tanto, o busca un despido que le permita liberarse de varios malos tragos (perder la Liga contra Tito Vilanova, gestionar una plantilla que le ha perdido el respeto) o lo fía todo al combate definitivo. Si gana, los españoles del vestuario quedarán laminados por el peso de su poder y en el Bernabéu mandarán el agente Mendes y el clan portugués.
No todas las razones son tácticas. Mourinho es alma consumida por dos grandes perversiones: un ego atroz, que con harta frecuencia cae en lo grotesco, y un resentimiento devorador contra quien no ría sus gracias e incontinencias; torvo en el ganar y ridículo en el perder. Para Su Mezquindad, el recto criterio de los demás es ininteligible. Por todo lo cual, si deja el fútbol español, allá él, que aquí pocos le echarán en falta; y si finalmente se queda, ya sabe lo que le espera.