Del timo de ‘El pibe Carlitos’ al mito de Carlos Gardel

Una nueva investigación sobre el enigmático pasado del tanguero sostiene que fue un estafador
La enésima revelación sobre una figura que 77 años después de su muerte aún despierta pasiones
¿Hasta qué punto previó el propio cantante la estela mitológica que proyectaría?

Víctor Núñez Jaime, El País
Cuentan que Carlos Gardel entraba en un bar de la provincia de Buenos Aires y tardaba unas dos semanas en ganarse a los parroquianos del lugar. Ya en confianza, les soltaba que uno de sus tíos le había dejado una herencia enorme, pero que no tenía plata para ir a reclamarla. Si alguien dudaba de su palabra, mostraba documentos que supuestamente lo probaban, y con frecuencia había quien ofrecía ayuda a El pibe Carlitos. A cambio de que le sufragaran los gastos de viaje, hotel y abogados, él firmaba un acuerdo donde se estipulaba que les cedería parte de esa herencia. Gardel emprendía el viaje y, al final, nunca volvía. Es lo que en América Latina se conoce como el cuento del tío, un timo simplón, como el de la estampita o el tocomocho, que ha inspirado años de literatura y música popular.


Raúl Torre y Juan José Fenoglio, dos peritos en criminalística argentinos que llevan 14 años rastreando el pasado de Carlos Gardel, han dado a conocer esta semana los resultados de su investigación, causando el revuelo habitual en todo lo relacionado con el mito. Sostienen que en su juventud el tanguero más importante de la historia había sido, en efecto, un estafador. Con ayuda de un software compararon las huellas dactilares de un historial delictivo desaparecido (Carlos Gardel habría logrado que prácticamente cualquier pista sobre su pasado penal fuera destruida por orden del presidente Marcelo T. de Alvear) con las del pasaporte uruguayo del cantante y concluyeron que “se trata de una misma y única persona”, cuentan al teléfono desde Buenos Aires. Para la fase final de su pesquisa, añaden, planean realizar una prueba de ADN a pelos hallados en cepillos de ropa de Carlos Gardel. La intención es despejar cualquier duda sobre el parentesco con su madre, Berthe Gardes.

Hace apenas dos meses, otra investigación aseguró que Gardel había nacido en Toulouse (Francia). Ya antes se había dicho que lo hizo en Tacuarembó (Uruguay). Y también en La Plata (Argentina). Y que, por conveniencia, había tenido distintas identidades. Y que estuvo preso en Ushuahia. Y que había estado ligado sentimentalmente a varias mujeres, no solo a las actrices Isabel Martínez del Valle y Mona Maris. Y que era homosexual. Y que hacía milagros a quien iba a pedírselos a su tumba en el cementerio de La Chacarita. Y que no murió en un accidente aéreo, porque en realidad andaba de gira por América Latina con una máscara que ocultaba su rostro deformado. ¿Por qué se ensancha cada vez más la leyenda de El zorzal criollo?

Carlos Gardel es uno de los principales iconos del imaginario colectivo argentino. El ejemplo de chico humilde que gracias a su talento llegó a convertirse en ídolo planetario. Pero es, sobre todo, una presencia constante en las conversaciones de la república sudamericana. Ser Gardel, en el argot porteño, es ser lo más. Y si a alguien se le complican las cosas o todo se le estropea, dice: “Estoy como Gardel en el avión”. Gardel, Gardel, Gardel.

Como señala el poeta colombiano Darío Jaramillo –autor de Poesía en la canción popular latinoamericana, donde se ocupó de varios tangos de Gardel–, aclarar el pasado de esta leyenda nacional es un pasatiempo no solo argentino, sino también latinoamericano. “La verdad mítica no tiene que ver con la verdad verdadera. Un mito puede darse el lujo de nacer en tres partes distintas, Tacuarembó, La Plata o Toulouse, porque es un mito. Y no hay nada más mitificante que la labor de los desmitificadores. Gardel, el mito, es, por mucho, una historia más larga que la de Gardel, el individuo. Cualquier cuento que se cuente del individuo agranda el mito; cualquier cosa que se invente sobre el mito agranda al individuo”, reflexiona.

La primera ficha policial con las huellas dactilares de Carlos Gardel es de 1904 (ver abajo). Él tenía 13 años y seis meses y dijo llamarse Carlos Gardez. En 1923, el cantante quiso emprender su primera gira internacional y señaló que nació en Tacuarembó (Uruguay). Así obtuvo el pasaporte, en donde también plasmó sus huellas dactilares. Gracias a la comparación de estos dos documentos realizada por los investigadores Raúl Torre y Juan José Fenoglio mediante el sistema automático de identificación de huellas dactilares se determinó que se trababa de “una misma y única persona”.

Cuando aún no existían los asesores de imagen, Gardel, muy atento a las nuevas reglas del estrellato que proponía Hollywood, se percató de que no bastaba con una buena voz, también había que proyectar un arquetipo. Lo explica el sociólogo argentino Juan José Sebreli en su Ensayo contra los mitos: “A través de fotografías y entrevistas se reveló como un hábil promotor de sí mismo: exageraba sus triunfos en el exterior o su amistad con personalidades famosas a las que solo había visto de pasada, a veces mentía mencionando su éxito en Londres, ciudad donde nunca había actuado, o inventándose ascendientes de clase alta”.

Según el último libro publicado sobre el cantante, El padre de Gardel (Proa American Ediciones, 2012), Charles Romuald Gardes (su verdadero nombre) nació el 11 de diciembre de 1890 en Toulouse. Se dice que su padre, desaparecido, era un ladrón francés que huía constantemente para evitar pagar por sus fechorías. Y su madre se llevó a la futura estrella a Argentina para alejarse de las insidias de familiares y vecinos, que no veían con buenos ojos que criara a un niño siendo soltera.

Al chico comenzaron a decirle Carlitos en el barrio de Abasto de Buenos Aires, y cuando se le preguntaba qué era lo que más deseaba, él respondía: “Una montaña de guita”. Para Darío Jaramillo, el pasado delictivo del cantante es, por ende, verosímil. “Gardel creció en el sector de un gran mercado donde predominaban los inmigrantes pobres. Él mismo fue uno de ellos. No me parece un escenario ajeno a la picaresca, a cierta hamponería subproducto de una lucha despiadada en la batalla por la supervivencia”.

Cuando Carlitos era un adolescente esforzándose por parecer un dandi, empezó a cantar en reuniones de amigos y familiares y se hizo escuchar por los cantantes del teatro donde él trabajaba como tramoyista. “Gardel sería el hombre de aldea que se prueba la ropa de la aristocracia europea y descubre que es su segunda piel. Parece que, al nacer, en lugar de tener que cortarle el cordón umbilical, hubo que cortarle el reloj de oro con cadena”, escribiría muchos años después la cronista argentina María Moreno.

Los investigadores concluyen que cambiaba constantemente de identidad para que su pasado delictivo no perjudicara su carrera artística. Y no para evitar que Francia le obligara a alistarse a su ejército

¿Quién podía resistirse al canto del zorzal, ese pájaro que acompaña al amanecer? Su galanura era objeto de deseo. Si no se casó con ninguna mujer fue porque, decía, “todas valen la pena, y darle la exclusividad a alguna es ofender a las otras”. Su imagen también era admirada por quienes aspiraban a la elegancia. El traje y la corbata, el pelo relamido –“repeinado, che”–, la mirada y la sonrisa seductora –“simpática, pícara y castigadora”–, el sombrero de lado, la sensibilidad, el temperamento y la voz aterciopelada de Gardel se convirtieron en la representación ideal de los lamentos, el desgarro y la nostalgia tanguera.

En la primavera de 1935, Gardel comenzó una gira con la intención de recorrer toda Iberoamérica, donde la gente ya había incorporado a sus charlas aquello de “que veinte años no es nada”. Pero sus planes se truncaron. El 24 de junio de ese año, en el aeropuerto de Medellín (Colombia), murió en un accidente aéreo. El velatorio y el entierro fueron multitudinarios. Y su leyenda crecería con el paso de los años.

En 1998, el Centro de Estudios Gardelianos se puso en contacto con Torre y Fenoglio, dos investigadores forenses que se autoproclaman admiradores de Gardel, para que determinaran la verdadera nacionalidad del intérprete de Por una cabeza. Así que comenzaron a rastrear la documentación de colecciones públicas y privadas que los llevaría a encontrar aspectos adicionales. Han analizado y comparado fotos, pasaporte, testamento e historiales policiacos y médicos del cantante con técnicas de la policía científica –como el sistema automático de identificación de huellas dactilares o el de reconocimiento facial– para establecer su identidad y parentesco, con el propósito de derribar especulaciones.

De esta manera llegaron a la conclusión de que Gardel cambiaba constantemente de identidad (nombre propio, lugar de nacimiento y nombre de sus padres) para que su pasado delictivo de estafador no perjudicara su carrera artística. Y no para evitar, como se ha escrito, que Francia le solicitara integrarse en el ejército con el que combatió en la Primera Guerra Mundial. Torre y Fenoglio cuentan, además, que varias de las primeras canciones de Gardel fueron escritas por Andrés Cepeda, “el poeta de la prisión”. Cepeda era un estafador que pasó buena parte de su vida en la cárcel, “lo cual hace pensar que compartieron detenciones en comisarías y encierros penales”.

Para el escritor porteño Martín Caparrós, la clave del revuelo ocasionado una y otra vez por las revelaciones gardelianas radica en el interés por preservar el mito. “Hace un par de meses, cuando unos investigadores encontraron los documentos que confirmaban que Gardel era francés, me sorprendió la simpleza del procedimiento y, por tanto, que nadie lo hubiera hecho antes. El mito necesita cierta ambigüedad, la nebulosa. No hay nada que dañe tanto un mito como los datos precisos, y no hay nada que los argentinos hagamos mejor que producir mitos”, concede. “La Argentina es un país de un peso muy relativo en la cultura global, que solo es extraordinario produciendo mitos, caras para la camiseta universal: Evita, el Che, Maradona, Gardel. Así que no debemos arruinar esa habilidad con datos: sería como escupir para arriba”.

Una leyenda, concluye Darío Jaramillo, que a la luz del flujo constante de nuevas aseveraciones sigue creciendo. “Es un mito omnívoro, alimentado por el culto a su voz, ajeno a la moral. Acaso, sí, en ocasiones, armado de la maldad suficiente para justificar la estafa como método de supervivencia, de negocios y de gobierno. El mito crece no solo en lo luminoso, sino también en lo que tiene de perverso”. Y el poeta colombiano aclara que lo dice “sin la frente marchita”.

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