Una derrota amarga e inesperada
Mitt Romney perdió pensando que iba a ganar. Ahora reflexiona sobre sus errores.
David Alandete
Washington, El País
Por increíble que parezca ahora, Mitt Romney llegó al hotel Westin de Boston la noche electoral del martes convencido de que su victoria en las elecciones era segura. Parapetado por su mujer, sus cinco hijos y sus 18 nietos; aislado de la realidad electoral por un equipo servicial y fascinado por su persona, el candidato republicano esperó con calma el cierre de los colegios electorales sin hacer caso a los malos augurios que sobrevolaban su campaña.
La participación electoral estaba siendo elevada en zonas favorables al presidente, como el noreste de Ohio o Miami. Las encuestas a pie de urna le daban ventaja a Barack Obama. De los sondeos en los Estados clave, Romney sólo había logrado llegar a la jornada electoral con una ligera ventaja en Florida. A su equipo parecía darle igual. Los baños de masas del final de la campaña, en mítines en Ohio, Virginia y New Hampshire, les habían llevado a creer que el triunfo estaba al alcance de su mano.
“Nuestra campaña ha ganado la fuerza de un movimiento”, solía repetir Romney en sus últimos actos, ante multitudes de 15.000, 25.000, 30.000 personas. La realidad no podía ser tan obstinada. “Va a ser un gran triunfo para Romney”, llegó a jactarse el director político de la campaña, Rich Beeson, dos días antes de que abrieran las urnas. “El gobernador Romney va a ganar”, añadió.
A Romney le hubiera bastado con acudir a los condados donde las elecciones estaban en juego, en Ohio o Virginia, una semana antes de las elecciones, para darse cuenta de la formidable maquinaria que Obama tenía sobre el terreno, una legión de voluntarios dispuestos a dejar el trabajo y la familia para movilizar el voto. Según admiten ahora diversos operativos republicanos, a Romney le cegó su núcleo más cercano, y el gobernador no vio el precipicio hasta que tocó el suelo.
Quedó patente en la noche electoral. A las 23:15, hora de Boston, Obama se proclamó vencedor. La nación esperó unos larguísimos 90 minutos a que Romney admitiera la derrota. El candidato sólo había escrito un discurso, de victoria. Carecía de otro de derrota. Tuvo que pergeñarlo apresuradamente. “El gobernador estaba en estado de shock. Lo estaba todo su núcleo cercano. De verdad pensaba que iba a ganar”, explicó uno de los empleados de su campaña dos días después.
Finalmente, sobre el escenario del Centro de Convenciones y Exposiciones de Boston, ni rastro de la autocomplacencia de los últimos mítines. Romney no es una persona dada a mostrar emociones. Pero a su mujer, sin embargo, se le notaba que había llorado. Su número dos y sus cinco hijos subieron también al estrado a despedirse de la nación. “Habéis visto mi última campaña política”, dijo Romney a su núcleo más cercano después.
Aquella misma noche la maquinara de la campaña de Romney comenzó a desmontarse. Los empleados vieron como en sólo unos momentos sus tarjetas de crédito eran canceladas. Muchos tuvieron que pagar sus vuelos de vuelta a casa de su propio bolsillo.
Romney perdió inmediatamente la protección del Servicio Secreto. Su nombre en clave había sido Javelin (jabalina) y el de su mujer, Ann, Jockey (jinete). Esa noche le condujo a su casa en Belmont su hijo mayor, Tagg. Tras la adrenalina de la campaña, la melancolía invadía al perdedor.
A la mañana siguiente, Romney decidió aparecer en una última reunión con donantes y empleados. El candidato dijo que había visto la victoria como algo dado. “Desde el otro bando no se me trató con justicia”, se quejó. Se abren ahora unos meses en que Romney, muy autocrítico, deberá analizar todos sus movimientos, buscando dónde erró.
Su primera reacción fue la de culpar al dinero. Romney invirtió tantos fondos en ganar unas primarias extremadamente reñidas, que llegó a la campaña general con los cofres vacíos. Su director financiero, Stephen Zwick, decidió que la estrategia adecuada era participar en grandes eventos privados de recaudación de fondos.
Eso le llevó, en verano, a las mansiones de grandes donantes, y no a hacer campaña en Estados cruciales como Ohio. Tratando de recaudar fondos, apeló directamente a las inquietudes de los millonarios. En ese contexto se grabó, en secreto, un vídeo del candidato, en un acto privado en Florida, en el que decía que el 47% de norteamericanos nunca votaría por él porque “se sienten víctimas”. Ese video le arruinó la campaña. Sobre todo, porque le facilitó el juego a Obama.
Romney llegó a recaudar 800 millones de dólares en la campaña más cara de la historia. Pero perdió un tiempo precioso. A principios de agosto, cuando eligió como número dos al legislador Paul Ryan, varios anuncios demócratas, emitidos en los Estados cruciales, ya le habían definido como un millonario ajeno a la clase media, empresario despiadado que había exportado empleos a China. No le ayudó tampoco que en 2008 hubiera escrito un artículo de opinión en The New York Times en el que se opuso al plan de rescate público de las automotrices y al que se le puso por título “Dejad que Detroit quiebre”.
En septiembre, su esposa y su hijo mayor, Tagg, se vieron obligados a intervenir, exigiéndole al estratega jefe de la campaña, Stuart Stevens, que hiciera lo que fuera necesario para que la nación viera al verdadero Romney, el que ellos conocían: un cariñoso padre de familia, generoso, altruista, sincero. “Un error que ellos veían es que no se le dejara a Romney definir su propia candidatura”, dijo posteriormente a este diario un empleado de la campaña. “La familia exigió que se dejara a Mitt ser Mitt”.
En el primer debate electoral, el 3 de octubre, Obama tuvo una intervención tan nefasta, que Romney se elevó con facilidad. La campaña de este pensó que la nación se había dado cuenta, por fin, de quién era Mitt Romney. Desde entonces sus estrategas se negaron a ver las encuestas en los Estados clave, las cifras de voto por adelantado y la afluencia de votantes a los actos de Obama. Hicieron lo contrario de lo que debe hacer un empleado de campaña, que debería ser analizar e ir a por la opción más pesimista. Le pusieron a Romney una venda en los ojos y cuando esta cayó, el candidato ya estaba solo, tras la derrota.
David Alandete
Washington, El País
Por increíble que parezca ahora, Mitt Romney llegó al hotel Westin de Boston la noche electoral del martes convencido de que su victoria en las elecciones era segura. Parapetado por su mujer, sus cinco hijos y sus 18 nietos; aislado de la realidad electoral por un equipo servicial y fascinado por su persona, el candidato republicano esperó con calma el cierre de los colegios electorales sin hacer caso a los malos augurios que sobrevolaban su campaña.
La participación electoral estaba siendo elevada en zonas favorables al presidente, como el noreste de Ohio o Miami. Las encuestas a pie de urna le daban ventaja a Barack Obama. De los sondeos en los Estados clave, Romney sólo había logrado llegar a la jornada electoral con una ligera ventaja en Florida. A su equipo parecía darle igual. Los baños de masas del final de la campaña, en mítines en Ohio, Virginia y New Hampshire, les habían llevado a creer que el triunfo estaba al alcance de su mano.
“Nuestra campaña ha ganado la fuerza de un movimiento”, solía repetir Romney en sus últimos actos, ante multitudes de 15.000, 25.000, 30.000 personas. La realidad no podía ser tan obstinada. “Va a ser un gran triunfo para Romney”, llegó a jactarse el director político de la campaña, Rich Beeson, dos días antes de que abrieran las urnas. “El gobernador Romney va a ganar”, añadió.
A Romney le hubiera bastado con acudir a los condados donde las elecciones estaban en juego, en Ohio o Virginia, una semana antes de las elecciones, para darse cuenta de la formidable maquinaria que Obama tenía sobre el terreno, una legión de voluntarios dispuestos a dejar el trabajo y la familia para movilizar el voto. Según admiten ahora diversos operativos republicanos, a Romney le cegó su núcleo más cercano, y el gobernador no vio el precipicio hasta que tocó el suelo.
Quedó patente en la noche electoral. A las 23:15, hora de Boston, Obama se proclamó vencedor. La nación esperó unos larguísimos 90 minutos a que Romney admitiera la derrota. El candidato sólo había escrito un discurso, de victoria. Carecía de otro de derrota. Tuvo que pergeñarlo apresuradamente. “El gobernador estaba en estado de shock. Lo estaba todo su núcleo cercano. De verdad pensaba que iba a ganar”, explicó uno de los empleados de su campaña dos días después.
Finalmente, sobre el escenario del Centro de Convenciones y Exposiciones de Boston, ni rastro de la autocomplacencia de los últimos mítines. Romney no es una persona dada a mostrar emociones. Pero a su mujer, sin embargo, se le notaba que había llorado. Su número dos y sus cinco hijos subieron también al estrado a despedirse de la nación. “Habéis visto mi última campaña política”, dijo Romney a su núcleo más cercano después.
Aquella misma noche la maquinara de la campaña de Romney comenzó a desmontarse. Los empleados vieron como en sólo unos momentos sus tarjetas de crédito eran canceladas. Muchos tuvieron que pagar sus vuelos de vuelta a casa de su propio bolsillo.
Romney perdió inmediatamente la protección del Servicio Secreto. Su nombre en clave había sido Javelin (jabalina) y el de su mujer, Ann, Jockey (jinete). Esa noche le condujo a su casa en Belmont su hijo mayor, Tagg. Tras la adrenalina de la campaña, la melancolía invadía al perdedor.
A la mañana siguiente, Romney decidió aparecer en una última reunión con donantes y empleados. El candidato dijo que había visto la victoria como algo dado. “Desde el otro bando no se me trató con justicia”, se quejó. Se abren ahora unos meses en que Romney, muy autocrítico, deberá analizar todos sus movimientos, buscando dónde erró.
Su primera reacción fue la de culpar al dinero. Romney invirtió tantos fondos en ganar unas primarias extremadamente reñidas, que llegó a la campaña general con los cofres vacíos. Su director financiero, Stephen Zwick, decidió que la estrategia adecuada era participar en grandes eventos privados de recaudación de fondos.
Eso le llevó, en verano, a las mansiones de grandes donantes, y no a hacer campaña en Estados cruciales como Ohio. Tratando de recaudar fondos, apeló directamente a las inquietudes de los millonarios. En ese contexto se grabó, en secreto, un vídeo del candidato, en un acto privado en Florida, en el que decía que el 47% de norteamericanos nunca votaría por él porque “se sienten víctimas”. Ese video le arruinó la campaña. Sobre todo, porque le facilitó el juego a Obama.
Romney llegó a recaudar 800 millones de dólares en la campaña más cara de la historia. Pero perdió un tiempo precioso. A principios de agosto, cuando eligió como número dos al legislador Paul Ryan, varios anuncios demócratas, emitidos en los Estados cruciales, ya le habían definido como un millonario ajeno a la clase media, empresario despiadado que había exportado empleos a China. No le ayudó tampoco que en 2008 hubiera escrito un artículo de opinión en The New York Times en el que se opuso al plan de rescate público de las automotrices y al que se le puso por título “Dejad que Detroit quiebre”.
En septiembre, su esposa y su hijo mayor, Tagg, se vieron obligados a intervenir, exigiéndole al estratega jefe de la campaña, Stuart Stevens, que hiciera lo que fuera necesario para que la nación viera al verdadero Romney, el que ellos conocían: un cariñoso padre de familia, generoso, altruista, sincero. “Un error que ellos veían es que no se le dejara a Romney definir su propia candidatura”, dijo posteriormente a este diario un empleado de la campaña. “La familia exigió que se dejara a Mitt ser Mitt”.
En el primer debate electoral, el 3 de octubre, Obama tuvo una intervención tan nefasta, que Romney se elevó con facilidad. La campaña de este pensó que la nación se había dado cuenta, por fin, de quién era Mitt Romney. Desde entonces sus estrategas se negaron a ver las encuestas en los Estados clave, las cifras de voto por adelantado y la afluencia de votantes a los actos de Obama. Hicieron lo contrario de lo que debe hacer un empleado de campaña, que debería ser analizar e ir a por la opción más pesimista. Le pusieron a Romney una venda en los ojos y cuando esta cayó, el candidato ya estaba solo, tras la derrota.