Gane quien gane, EE UU se enfrenta a un período de grandes decisiones

Antonio Caño
Washington, El País
Aunque es de esperar que cualquiera que gane las elecciones en Estados Unidos empezará con la acostumbrada promesa de ser el presidente de todos los norteamericanos, lo cierto es que el vencedor se encontrará con un país muy polarizado políticamente y con enormes desafíos, tanto internacionales como domésticos, para poder conservar su influyente papel como primera potencia mundial.


La campaña electoral ha mostrado la fuerte rivalidad que, en estos momentos, enfrenta a los dos grandes partidos, más distanciados ideológicamente que en otros momentos de la historia. Esa realidad, seguramente, será ratificada por unos resultados muy ajustados. No es la primera vez que esto ocurre. De hecho, varias elecciones en los últimos cincuenta años se han resuelto en el espacio de una baldosa. Unas, las de 2000, incluso tuvieron que ser decididas por el Tribunal Supremo, que deshizo el empate.

La gran diferencia en esta ocasión es que ambos partidos, especialmente el Partido Republicano, se han alejado del centro y han convertido la tradicional batalla política en una disputa entre dos modelos de estado. Cualquiera que gane las elecciones se encontrará con una parte del Congreso, no solo hostil, sino dispuesta a frenar lo que se considerará como un asalto a los valores esenciales de esta nación.

Si Obama es el vencedor, tendrá de nuevo una Cámara de Representantes dominada por la oposición. Esa es, al menos, la previsión de las encuestas. El Tea Party, como tal, ha perdido influencia en los últimos meses. Pero, igualmente, la oposición está dominada por conservadores comprometidos con la reducción de impuestos y el empequeñecimiento del estado del bienestar.

Si es Romney quien gana, va a tener que vérselas con un Senado controlado por el Partido Demócrata. Cualquier intento de su parte de reformar la estructura del estado para reducir el déficit y la deuda –tarea imprescindible, antes o después, de una manera o de otra-, va a encontrar enfrente la oposición de quienes ven en ese esfuerzo un intento de eliminar la red de protección social.

Esa situación puede conducir a un peligroso estancamiento de Estados Unidos en el momento en que más dinamismo se requiere. El predominio universal de este país, aunque no discutido a corto plazo, está más amenazado que nunca. La emergencia de China, India y otras grandes naciones en desarrollo está creando ya el embrión de un nuevo orden internacional. Los problemas económicos y de identidad de Europa privan a Washington de un aliado fundamental para ejercer su supremacía internacional. La indiferencia hacia América Latina reduce el potencial de crecimiento norteamericano y su campo de influencia política.

Todo ello, coincidiendo con retos mayúsculos a los que el próximo presidente estadounidense tendrá que hacer frente de inmediato. El primero de ellos es Irán. El dossier sobre el programa nuclear de ese país y la forma en que puede ser interrumpido ha estado esperando sobre la mesa del Despacho Oval durante todos estos meses de campaña, pero es dudoso que pueda esperar mucho más. Israel está impaciente, la sociedad iraní se ha empobrecido con las sanciones y todos están necesitados de mover ficha cuanto antes.

Tampoco Siria puede esperar mucho tiempo más. Para la oposición de ese país las mayores esperanzas de cambio están centradas, paradójicamente, en Romney. Obama no ha creado falsas ilusiones en esta campaña respecto a una intervención para evitar la matanza. Es de esperar que la prudencia exhibida en su primer mandato continuaría después. No es que Romney haya ido mucho más lejos, pero es posible que un presidente republicano sintiera más de sus grupos de influencia para actuar con mayor audacia.

Pasadas las urgencias electorales, EE UU se encuentra, en resumen, donde estaba antes de esta campaña: en una fase de renovación en medio de un entorno muy difícil. Pese a que la situación económica está mejorando y se crece y se crea empleo a un ritmo envidiable en Europa, no es suficiente aún para seguir el paso de las potencias emergentes y, mucho menos, para tapar los grandes agujeros estructurales que existen en este país.

Cualquiera que cruce el 20 de enero el umbral de la Casa Blanca tendrá que acabar admitiendo que no se puede continuar eternamente gastando mucho más de lo que se ingresa, a costa del aumento de una deuda que, si bien todavía no castiga la reputación financiera de EE UU, sí aumenta su dependencia del exterior y la debilita como nación.

Decisiones difíciles, como el aumento de impuestos, la reducción del presupuesto militar o la reforma de los más costosos programas sociales, estarán en la agenda del próximo presidente. Cualquiera de esas empresas, que ya son difíciles en tiempos de cierta cooperación entre los partidos, puede hacerse imposible si no se supera la polarización actual.

La única esperanza al respecto es la de que, agotados después de años de hostigamiento inútil, los republicanos corrijan su estrategia si gana Obama. O que, en el caso de un triunfo de Romney, los demócratas quieran demostrar que ellos no son iguales. Ambas posibilidades, la verdad, bastante remotas.

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