Conspiración de silencio
John Carlin, El País
Perversa vanidad: todos los países se jactan de tener los peores árbitros. En España, primera en la fila, se oye mucho el siguiente comentario: “¡Ojalá los nuestros fueran como los ingleses!”. No juegan bien al fútbol, pero para esto del arbitraje son los campeones, dicen. Inventaron las reglas y son los que mejor las aplican. Nada de corruptelas o favoritismos: ahí sí que reina el fair play.
Bueno. Pues tenemos una noticia. Los ingleses no se achican; disputan el título. Si estás sentado en un pub de Londres y le dices a un inglés que los árbitros españoles son los peores del mundo te mira perplejo, después sonríe y te dice: “¡Bah! Estás bromeando…”. Cuando le intentas convencer de que vas en serio te responde, indignado: “¡No me jodas! ¿Peores que los ingleses? Totalmente imposible”.
El fin de semana pasado hubiera sido un buen momento para tener esta conversación. Bueno para el inglés. Los dos partidos más grandes de la jornada en la Premier fueron resueltos no por los jugadores sino por los árbitros. El Chelsea-Manchester United acabó 2-3; el Chelsea con nueve en el campo. Fernando Torres fue uno de los expulsados, por un supuesto piscinazo. Es posible que otro jugador (por ejemplo, Messi) no se hubiera caído, pero no hay duda de que hubo contacto. El consenso fue total en la prensa inglesa de que la decisión del árbitro fue excesivamente severa.
Y después, el gol de la victoria del mexicano Javier Hernández: otro lío. Hernández estaba en fuera de juego; el asistente se equivocó. O sea, si el United le acaba ganando la Liga al Chelsea por uno o dos puntos no será cuestión —para los del Chelsea— del mérito del equipo sino de la culpa de los colegiados. El otro partido polémico fue el Liverpool-Everton, que acabó 2-2. Luis Suárez marcó en el último minuto un gol anulado por un inexistente fuera de juego. Si el Liverpool falla en clasificarse para la Champions, o (¿quién sabe?) de permanecer en la Premier, por un par de puntos, los aficionados reds nunca dejarán de recordar a qué se debió.
Estas actuaciones arbitrales dominaron las conversaciones futboleras en Inglaterra. Mucha gente molesta. Mucha furia. Steven Gerrard, capitán del Liverpool, echó leña al fuego declarando que le preguntó al asistente si realmente había visto el fuera de juego de Suárez, y el asistente le contestó: “Creo que sí”. “Eso no basta. No basta”, dijo Gerrard. Pero, ¿qué basta, o no basta? Nadie propone una solución. ¿Y por qué? Porque no existe solución. Tendría igual sentido quejarse de que el invierno ha llegado y hace frío. Es verdad: la gente se sigue quejando. Pero si estamos en noviembre y vivimos en el hemisferio norte no hay nada qué hacer.
Por tanto, los árbitros cumplen una importante función social: nutren la necesidad del ser humano de buscar motivos para enfadarse. Pero hay otro motivo por estarles agradecidos; un motivo de incluso más peso. El fútbol no sería lo que es sin la inevitable falibilidad arbitral. Lo que distingue al fútbol de los demás deportes es la casi infinita posibilidad que nos da de debatir si un resultado fue justo o no. Los árbitros aportan un ingrediente básico a la discusión. Y una cosa más: la contradicción entre el poder divino que se les otorga y los errores humanos que cometen, o que queremos creer que cometen, nos da una utilísima coartada para seguir manteniendo la fe en la grandeza de nuestro equipo aunque los resultados digan lo contrario.
La verdad es que los árbitros aciertan bastante más de lo que se equivocan. Con pocas excepciones, hacen su trabajo —su increíblemente difícil trabajo— sorprendentemente bien. ¿Cuántos aficionados tendrían las agallas para salir a arbitrar una final comarcal entre un par de equipos de alevines, mucho menos un partido de primera ante 60.000 espectadores y 100 millones viéndolo por televisión? Habría que dar las gracias a los árbitros siempre. Habría que reconocer su valentía con aplausos al final de cada partido. Son los héroes desconocidos —o no reconocidos— del fútbol. Esa es la verdad. Pero hay que negarla; hay que mantener la conspiración de silencio. Si no, se nos arruinaría la juerga.
Perversa vanidad: todos los países se jactan de tener los peores árbitros. En España, primera en la fila, se oye mucho el siguiente comentario: “¡Ojalá los nuestros fueran como los ingleses!”. No juegan bien al fútbol, pero para esto del arbitraje son los campeones, dicen. Inventaron las reglas y son los que mejor las aplican. Nada de corruptelas o favoritismos: ahí sí que reina el fair play.
Bueno. Pues tenemos una noticia. Los ingleses no se achican; disputan el título. Si estás sentado en un pub de Londres y le dices a un inglés que los árbitros españoles son los peores del mundo te mira perplejo, después sonríe y te dice: “¡Bah! Estás bromeando…”. Cuando le intentas convencer de que vas en serio te responde, indignado: “¡No me jodas! ¿Peores que los ingleses? Totalmente imposible”.
El fin de semana pasado hubiera sido un buen momento para tener esta conversación. Bueno para el inglés. Los dos partidos más grandes de la jornada en la Premier fueron resueltos no por los jugadores sino por los árbitros. El Chelsea-Manchester United acabó 2-3; el Chelsea con nueve en el campo. Fernando Torres fue uno de los expulsados, por un supuesto piscinazo. Es posible que otro jugador (por ejemplo, Messi) no se hubiera caído, pero no hay duda de que hubo contacto. El consenso fue total en la prensa inglesa de que la decisión del árbitro fue excesivamente severa.
Y después, el gol de la victoria del mexicano Javier Hernández: otro lío. Hernández estaba en fuera de juego; el asistente se equivocó. O sea, si el United le acaba ganando la Liga al Chelsea por uno o dos puntos no será cuestión —para los del Chelsea— del mérito del equipo sino de la culpa de los colegiados. El otro partido polémico fue el Liverpool-Everton, que acabó 2-2. Luis Suárez marcó en el último minuto un gol anulado por un inexistente fuera de juego. Si el Liverpool falla en clasificarse para la Champions, o (¿quién sabe?) de permanecer en la Premier, por un par de puntos, los aficionados reds nunca dejarán de recordar a qué se debió.
Estas actuaciones arbitrales dominaron las conversaciones futboleras en Inglaterra. Mucha gente molesta. Mucha furia. Steven Gerrard, capitán del Liverpool, echó leña al fuego declarando que le preguntó al asistente si realmente había visto el fuera de juego de Suárez, y el asistente le contestó: “Creo que sí”. “Eso no basta. No basta”, dijo Gerrard. Pero, ¿qué basta, o no basta? Nadie propone una solución. ¿Y por qué? Porque no existe solución. Tendría igual sentido quejarse de que el invierno ha llegado y hace frío. Es verdad: la gente se sigue quejando. Pero si estamos en noviembre y vivimos en el hemisferio norte no hay nada qué hacer.
Por tanto, los árbitros cumplen una importante función social: nutren la necesidad del ser humano de buscar motivos para enfadarse. Pero hay otro motivo por estarles agradecidos; un motivo de incluso más peso. El fútbol no sería lo que es sin la inevitable falibilidad arbitral. Lo que distingue al fútbol de los demás deportes es la casi infinita posibilidad que nos da de debatir si un resultado fue justo o no. Los árbitros aportan un ingrediente básico a la discusión. Y una cosa más: la contradicción entre el poder divino que se les otorga y los errores humanos que cometen, o que queremos creer que cometen, nos da una utilísima coartada para seguir manteniendo la fe en la grandeza de nuestro equipo aunque los resultados digan lo contrario.
La verdad es que los árbitros aciertan bastante más de lo que se equivocan. Con pocas excepciones, hacen su trabajo —su increíblemente difícil trabajo— sorprendentemente bien. ¿Cuántos aficionados tendrían las agallas para salir a arbitrar una final comarcal entre un par de equipos de alevines, mucho menos un partido de primera ante 60.000 espectadores y 100 millones viéndolo por televisión? Habría que dar las gracias a los árbitros siempre. Habría que reconocer su valentía con aplausos al final de cada partido. Son los héroes desconocidos —o no reconocidos— del fútbol. Esa es la verdad. Pero hay que negarla; hay que mantener la conspiración de silencio. Si no, se nos arruinaría la juerga.