Más allá de las partituras

Destrozó ideas preconcebidas sobre la música en 'El ruido eterno'. Ahora, el crítico Alex Ross vuelve a ofrecernos su particular visión de un arte cosmopolita y mestizo en 'Escucha esto', su nuevo libro, donde tumba prejuicios y amplía barreras para el siglo XXI

Jesús Ruiz Mantilla, El País
Encontrar y ahondar en las jerarquías sociales, montar desajustes económicos, quebrar sistemas con desigualdades configura nuestra mente de una manera un tanto pérfida y viciada. ¿Y si con la música hacemos un esfuerzo y no caemos en determinados vicios? Imaginen, como diría John Lennon, que no existe el paraíso. Resulta fácil si nos ponemos a ello. Ni tampoco el infierno… Que no hay simas, que no hay diferencias, que todo, en lo que se refiere a ese arte, viene de una imbricada y sutil conexión entre el alma, el sentido, el sentimiento y el intelecto…


Así trata de explicar la música Alex Ross, limpiando las fronteras. El crítico de The New Yorker consiguió en El ruido eterno raptar nuestra atención para la lectura y mostrarnos fuera de santidades, elitismos y clichés, alejado de los prejuicios y pegado escrupulosamente a la singularidad de los contextos, lo que aconteció creativamente entre los compositores del aparentemente arduo e indescifrable siglo XX. Y lo hizo con un rigor encomiable, con una altura de miras ambiciosa, pero con una capacidad de comunicación muy efectiva que convirtió el libro en superventas.

En su anterior ensayo, Alex Ross trazaba un recorrido fascinante por ese mundo desde que Richard Strauss estrenara su impactante Salomé hasta nuestros días. Ahora, en Escucha esto (Seix Barral), el escritor va más allá de las barreras impuestas y los géneros. Ahonda en la finísima línea que fluye y conecta de manera fascinante los cinco siglos que aparentemente separan a Monteverdi de Björk o a Bach de Led Zeppelin y a Vivaldi de Radiohead. ¿Alguien lo duda? Pues lo prueba.

Sin límites, sin exclusividades, derribando la premisa de que existen músicas superiores o más complejas que otras. No hay clases. Históricamente. Entre el barroco y el rock, entre el Renacimiento y el pop, entre los alardes románticos de Schubert y Beethoven, y el jazz o el blues, todos somos más o menos iguales.

Al fin y al cabo, venimos de la chacona. Es decir, de un baile popular elevado a los escenarios y santificado ahora por los atentos silencios de los públicos más exclusivos cuando suena desde la caja de un chelo en una suite de Bach. Pero por mucho que algunos paguen a 120 euros la entrada por disfrutar de una chacona y sea el colmo del refinamiento, esa música tiene un origen bastardo. Bach adaptó un estilo que en su día, allá por 1598, el soldado Mateo Rosas de Oquendo, después de haber pasado una década en Perú, incluyó en una lista que agrupaba dentro de las cosas con nombres que el demonio había designado. Eso fue en sus orígenes la perversa y pecaminosa chacona.

Desde esa raíz hasta nuestros días, esa danza ha efectuado un viaje interestelar a través del tiempo hasta poder apreciarse en conciertos de rock o melodías de Broadway. En un solo de guitarra de Ritchie Blackmore o de Jimmy Page, príncipes del hard rock con Deep Purple o Led Zeppelin, a las diabluras con la flauta de Ian Anderson, líder de Jethro Tull. O del jazz, también, en su carácter improvisatorio, pero sobre todo en los grupos de música antigua que la someten a intensas y emocionantes variaciones, como es el caso de Jordi Savall con su viola de gamba.

Pero existe otra conexión más íntima, más pegada a los sentidos y a los silencios del alma que la música termina por exorcizar. Y es lo que Alex Ross califica como el gusto por el lamento: “Puede que para muchos no resulte sorprendente, pero las similitudes que unen a un gran número de culturas con el lamento son impactantes. Se percibe una línea que conecta el Renacimiento, el barroco, el romanticismo, el flamenco o el blues con tantos otros. Parece como si se tratara de emular a través de la música los sonidos que el hombre emite cuando se encuentra sereno, en paz”.

Se entabla un inmenso diálogo sin fin, un eco eterno de sonidos en busca de sentimiento, de estados de ánimo que relativizan el tiempo, porque son los mismos que han configurado nuestra sensibilidad desde las cavernas. “Es un proceso fascinante y misterioso, que nunca sabremos por qué se produce así ni a qué razones se debe”.

Por eso, Alex Ross se adentra en las profundidades de los orígenes. Aunque la música popular está en la raíz de muchas cosas, las procedencias son incontables, enormes, inabarcables. “No creo que la música proceda de una única raíz común, aunque es cierto que nuestros orígenes como especie no se diferencian tanto. Pero desde ahí hasta ahora se han desarrollado multitud de lenguajes distintos dependiendo de los sistemas, las creencias, las religiones. Me gusta adentrarme en esas diferencias sobre todo cuando alejan al individuo de su reducto más seguro, más local, más familiar. Creo que en música deberíamos ser todos auténticamente cosmopolitas”.

Heterogéneos, eclécticos, imprevisibles, instintivos y menos racionales, impulsivos y poco reflexivos… Libres, desinhibidos, poco acomplejados, abiertos al sentimiento y no al entendimiento, que llegará —o no— después. Para eso, quizás las tecnologías nos ayuden, o nos estén educando los mecanismos neuronales para apreciar la música de modo diferente de como la hemos venido percibiendo.

Pero no hay que temer los cambios en ese sentido. Siempre ha sido igual. Cada época ha tenido y se ha adaptado a su propia manera de escuchar la música. De las fiestas populares y las iglesias a los salones del XIX, y de la intimidad del cuarto de estar con el gramófono al ensimismamiento con los auriculares y el dejarse llevar por nuestros iPods cuando conectamos el sistema aleatorio hay un mundo. “Ahora vivimos un cambio profundo en ese sentido”, avisa Alex Ross. Tiene que ver con la acumulación, con la avaricia musical. “Con todo lo que guardamos en nuestros aparatos, ya sean MP3, teléfonos u ordenadores, podemos trasladarnos de un género a otro con un clic, fácilmente. Eso hace que prestemos menor atención, que nos concentremos menos en lo que escuchamos. Y resulta un cambio profundo, pero por el momento no afecta a la actitud que el público muestra en las salas de conciertos. Allí, según aprecio, siguen prestando mucha atención incluso a las piezas de larga duración”.

Quizás los teatros, los rituales para la música en directo sean esos lugares donde no admitimos aún la profanación de las prisas, el altercado constante de la aceleración. Pero a quienes sí afecta es a los creadores. Activamente, buscando la manera de adaptarse a los nuevos soportes. Renovarse o morir. “Utilizan esos soportes incluso para componer. Pero eso no es nuevo, no hay más que recordar que los compositores, a lo largo de la historia, siempre se han mostrado líderes respecto a la tecnología, en los sistemas de sonido, en el uso de ordenadores, en las posibilidades que les ha brindado Internet. Es el resto del mundo quien ha tenido que seguirles en muchos casos”.

La lucha por la originalidad ha movido millones de partituras. La búsqueda de la diferencia ha distinguido a los grandes de los pequeños. Luego, la historia juzga. Y muchas veces en contra de las intenciones de los creadores. Muchas veces incluso injustamente, caprichosamente. En esta época de confusa catarsis general quizás resulte complicado adivinar quiénes serán nuestros grandes clásicos. Cada disciplina, cada modo y cada género tendrán los suyos. No debería imponerse un pensamiento único, un canon inapelable, se diversificarán los futuros clásicos y la música tendrá varios en cada una de sus expresiones. Lo mismo pasará a la historia la virulencia del silencio iconoclasta que propone John Cage como el afán revolucionario popular de The Beatles. “Todos ellos y más. Las diferenciaciones han quedado obsoletas. También debemos ser conscientes de que en el siglo XIX, Beethoven era considerado serio, y Rossini, popular. Ahora, ambos son clásicos”.

Pero entre las ventajas que nos brinda la posmodernidad, hay que decir que los grandes no se dan la espalda. Se buscan, se excitan creativamente, se inspiran. ¿Qué tiene que ver Karlheinz Stockhausen con Björk o con Lennon y McCartney? Que les inspira una evidente veneración. “Les une la curiosidad y la voluntad de explorar nuevos caminos. Ninguno de los tres se queda parado, ninguno ha repetido machaconamente una idea, una fórmula que les haya funcionado y se haya convertido en algo popular. Lo profundamente artístico se busca sin descanso. Son lo contrario a aquello que marca una corriente mayoritaria y se deja convertir en una marca”. Alergia al encasillamiento es lo que define a unos y a otros. Por eso se han buscado.

Ejemplos de esa rabia diferencial son lo que Ross propone en su libro. Lo que él llama la violenta elegancia de Mozart, el éxtasis de la tristeza que nos brinda Schubert, las canciones de un folk abstracto e imaginario que busca Björk, la excesiva sabiduría que encontramos en Dylan… A todos ellos les une una obsesión particular del autor. “Los creadores sobre los que he escrito están en el libro porque hacia cada uno de ellos he sentido la necesidad de ahondar, de saber más. Tanto sobre su arte como sobre sus personalidades, sin importar que estuvieran vivos o muertos”, asegura el crítico.

Entre esas obsesiones, existen rasgos comunes que le mueven a ahondar sobre ellos: “Me atrapan quienes van más allá de la esencia del género que han escogido, o quienes han roto con los cánones de manera traumática, personajes como John Luther Adams, que se retiró a Alaska para crear su vasto universo, en ejemplos como el suyo hallamos otra integridad, la de esa gente fundamental y singular que huye de todo conformismo”.

Pero esas singularidades no deben apartarnos de las corrientes que hoy, desde lugares alejados del centro de Occidente, van adueñándose de territorios supuestamente lejanos para ellos. Fenómenos que vienen de Asia o América Latina y que han conquistado la globalidad de la música más eterna con sus interpretaciones más frescas, más espontáneas, distintas. “Los públicos de la música clásica se han multiplicado en todo el mundo. Son mucho más numerosos hoy que hace cien años. El crecimiento en Asia y América del Sur es un ejemplo. Casos como el pianista chino Lang Lang o el director venezolano Gustavo Dudamel prueban que la gran tradición de la música europea puede echar raíces en distintas culturas y producir talentos extraordinarios. Me gustaría ahora conocer a los compositores de esos lugares, no solo a los intérpretes”.

Un nuevo tiempo para nuevos aires donde se trasladan los centros de gravedad. Y quizás sea el momento adecuado también para redefinir conceptos. ¿Por qué reducir la música a simples categorías y paradigmas anticuados cuando lo que nos atrapa es la mezcla, el mestizaje? “Me encantaría que el término música clásica desapareciera de nuestro vocabulario y fuéramos capaces de encontrar otro. Pero aún no he logrado hallar algún término que me convenza. A lo mejor nos hemos encallado en él. El problema más grave es que se refiere a música del pasado, a música que huele a muerto. Existen muchos creadores en activo que exploran esas tradiciones y que se convierten en invisibles porque el término clásico no puede englobarles a ellos”.

Como tampoco estaría mal que desterráramos ciertas convenciones en las salas de conciertos. Ciertas rigideces que nos alejan de la música y nos la convierten en algo antipático. Cuándo, o no, se debe aplaudir en una sala nos lleva a reflexiones de carácter histórico que quitan la razón a los públicos más frígidos, según Alex Ross. “Creo que ciertos rituales en las salas de conciertos deberían cambiar. Muchas convenciones se impusieron hacia 1900 y no han evolucionado. La prohibición de los aplausos resulta artificial y no tiene sentido en piezas como el primer concierto de piano de Chaikovski o el Emperador de Beethoven. En estas obras resulta raro y va contra su naturaleza que no se aplauda al final del primer movimiento. Deberíamos fijarnos en la música y dejarnos llevar por nuestro sentimiento más que ceñirnos a normas abstractas”.

Como abstracción también es contar la música. Algo en lo que Alex Ross viene a ser de los pocos que consiguen la excepción de una comunicación sugerente, visceral, fascinante, divertida, jugosa. “Nunca vamos a lograr traducir la música a palabras, como tampoco se puede en otras artes. Aunque el lenguaje nos resulte insuficiente, nos urge compartir la experiencia y los periodistas representamos un papel fundamental en ese aspecto. Nuestra obligación es plantear una especie de conversación pública sobre los hechos que atestiguamos”.

Aunque ciertos géneros periodísticos anden en crisis hoy. La crítica, por ejemplo. “No está en su mejor momento, ni se la considera como en el pasado. Los periódicos ya no apuestan por ella y es un error. Se han convertido en meros espacios para el cotilleo en Internet y así se van condenando con mucha más rapidez de la que ellos mismos temen. Es hora de que ofrezcan a los lectores lo que les resulta difícil encontrar, una crítica reflexiva y extensa que les diferencie de los demás”.


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