Libia, sumida en el desorden institucional un año después de la muerte de Gadafi

La incertidumbre política es notoria y los escollos para la economía, más que importantes

Juan Miguel Muñoz
Madrid, El País
Tropas del naciente Ejército de Libia se lanzaron el pasado miércoles al asalto del baluarte gadafista de Bani Walid, una ciudad a 170 kilómetros al sureste de Trípoli que todavía escapa al dominio de las autoridades. Murieron 20 personas aunque los soldados nunca recibieron la orden de ataque. “El Ejército está fuera del control de Yusuf Mangush, el jefe del Estado Mayor. Esto es verdad al cien por cien”, declaraba después un miembro de la Asamblea Constituyente. Es solo un ejemplo del desorden institucional que reina en Libia un año después del asesinato de Muamar el Gadafi a manos de los rebeldes, que le capturaron en las afueras de la ruinosa Sirte, su ciudad natal. La incertidumbre política es notoria en Libia; los escollos para la economía, más que importantes; y la reconciliación, una tarea que requiere paciencia infinita. Pero, con todo, prevalece el optimismo. Para la mayoría de libios, con Gadafi todo era peor. Mucho peor.


En los vecinos Túnez y Egipto, las revueltas populares desembocaron en la fuga o encarcelamiento de los gobernantes. Pero la inmensa mayoría de las estructuras políticas, administrativas y de seguridad permanecieron intactas. Libia es otra historia.

A día de hoy no hay Gobierno; el elegido primer ministro, Ali Zidan, intenta formar Gabinete después de que un candidato anterior fuera censurado en una moción en el Parlamento; las escaramuzas a tiros se suceden en todo el país, a menudo ancladas en viejas disputas por propiedades y tierras; las milicias protagonistas del derrocamiento del dictador campan a sus anchas y las autoridades recurren a menudo a ellas para mantener un orden precario; el saqueo de los arsenales cometido para derribar a Gadafi ha propiciado una proliferación de armamento que se deja sentir en algún país del Sahel (Malí), y también en Bengasi, donde el 11 de septiembre murió Christopher Stevens, el embajador de Estados Unidos, y tres de sus asistentes en el ataque de una milicia islamista a sus dependencias consulares, una agresión cuyas consecuencias sorprendieron a no pocos. La reacción popular –una manifestación de decenas de miles de personas en Bengasi— fue contundente: expulsaron a la milicia de su base en la ciudad y se prodigaron en muestras de afecto a un embajador al que ya durante los primeros días de la revuelta, en marzo de 2011, se podía ver en el hotel Tibesti de Bengasi.

Hasta ahora, esas milicias que en Zintán, Misrata y otras ciudades ayudan a preservar cierta estabilidad son a medio plazo –los agravios entre regiones y tribus son motivo de esporádicos combates-- una amenaza para esa estabilidad si no se despliegan una policía y un Ejército dignos de tal nombre. Y eso en las regiones más desarrolladas lindantes con el Mediterráneo. En el desértico sur, las refriegas entre tribus árabes y los Tabu (ciudadanos de raza negra) son tan frecuentes como creciente es el contrabando y el tráfico ilegal de todo lo que precie.

Otros indicios, sin embargo, apuntan al optimismo un año después del 20 de octubre de 2011, el día en que colapsó definitivamente un régimen que durante cuatro décadas impuso la arbitrariedad como ley suprema. Las fuerzas de seguridad y los organismos públicos fundados por el tirano fueron disueltos. Y se hizo un vacío institucional que ahora cubren los jefes tribales, los notables de las ciudades y las milicias locales, que junto a los flamantes partidos políticos se hallan inmersos en una transición política que ya ha tenido algún episodio exitoso: las elecciones para la Asamblea Constituyente celebradas el 7 de julio con escasos incidentes y alta participación. Aunque tal vez con un punto de precipitación, el calendario político fijado a la muerte de Gadafi se está cumpliendo.

La nueva Constitución será la prueba de fuego a la hora de saber si las ansias autonomistas de Cirenaica, región oriental marginada por Gadafi, prosperan o fracasan; para saber si las reivindicaciones culturales (la enseñanza de su lengua estuvo prohibida durante los 40 años de gadafismo) y políticas de los bereberes de las montañas de Nafusa, en el oeste de Libia, son satisfechas; para conocer el papel que jugará el islam en la vida institucional y social del país…

Como es natural, el desmantelamiento completo del régimen y un año de guerra –el producto interior bruto se hundió en 2011 el 49,2% y se prevé que crecerá este años un 58%-- han provocado un trauma en la economía de este país poblado por tan solo seis millones de habitantes y que atesora enormes reservas de un crudo de excelente calidad. Las autoridades se esmeran por atraer inversiones extranjeras –ataques como el del 11 de septiembre en Bengasi suponen un brusco contratiempo— y en diversificar una economía cuya dependencia del crudo es extrema: la industria petrolera supone el 65% del PIB, proporciona al Estado el 80% de sus ingresos, y supone el 95% de las exportaciones libias. Crucial como ningún sector, la producción de petróleo ya ha recuperado el nivel anterior a la guerra con 1,6 millones de barriles diarios. Los demás sectores son un erial.

Los tripolitanos sufren estos días prolongados cortes de agua por fallos en el suministro eléctrico a los pozos ubicados en el remoto sur de este país de dos millones de kilómetros cuadrados, y continúan los libios en gran medida dependiendo de los subsidios, como en la era del dictador. La reconstrucción del país será un potente motor para la economía, pero ello requiere una estabilidad que todavía no se atisba. “Quienes todavía manejan la economía libia son los restos del régimen anterior, con todos sus aspectos negativos. Hay que cambiarlo todo y comenzar de cero”, asegura el analista Said Laswad. “Aquí no había un sector privado como tal. Todo pertenecía al Gobierno, a Gadafi y sus títeres”, añade Laswad sobre un sistema económico aquejado de una corrupción desbordante y seriamente dañada por años de embargo occidental.

“Gracias a Dios todo ha cambiado, el país marcha adelante y las cosas mejoran constantemente. El país ha cambiado enormemente, y ahora somos capaces de seguir las demandas del mercado para dar a los consumidores lo que quieren”, aseguraba a un diario tripolitano el comerciante Mohamed al Saadi.

“A pesar del deterioro de la situación económica de algunos ciudadanos, en particular los desplazados y los profesionales que se vieron demasiado afectados por la guerra, el sentimiento de libertad tras más de 40 años de esclavitud fue algo sensacional”, ha declarado a Efe la periodista Suad Naser. Su colega Narjas al Geriani apunta, no obstante, a una carencia que saltaba a la vista cuando se hablaba con libios de a pie: “Falta comprensión de la libertad debido a los 42 años de represión. Mucha gente comete errores a nivel de derechos humanos blandiendo el nombre de la libertad. Se necesitará mucho tiempo para superarlo”.

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