Italia intenta desengancharse de Berlusconi

El exprimer ministro amenaza con hacer caer al Gobierno técnico de Mario Monti en venganza por su reciente condena judicial a cuatro años de prisión

Pablo Ordaz
Palermo, El País
La política italiana intenta desengancharse de Silvio Berlusconi, pero no puede. Dependientes durante los últimos 18 años de su manera fullera de administrar el poder, los partidos políticos —pero también la prensa y la opinión pública— siguen sufriendo los efectos secundarios de una adicción mortal. Para la derecha, porque él la convirtió en su coto privado, en una más de sus muchas empresas. Para la izquierda, porque durante casi dos décadas hizo de la lucha contra Berlusconi la única razón de su existencia. Para el resto —periodistas, opinión pública—, porque participó de mejor o peor grado en un espectáculo alucinógeno y dañino pero también rentable. La consecuencia se puede ver estos días: todo el país está pendiente del último ataque de ira, de rabia o de impotencia de un político de 76 años que se iba a retirar, pero ya no, o tal vez sí.

El sábado por la tarde, solo 48 horas después de que volviera a anunciar sonriente y solemnemente que su etapa política había finalizado, Silvio Berlusconi volvió a llamar a los medios de comunicación y, durante casi dos horas, en una de sus mansiones, distribuyó generosamente algunas de sus dosis habituales: arremetió contra los jueces de Milán que unas horas antes lo habían condenado a cuatro años de prisión por defraudar 12 millones de euros a Hacienda, se metió —cómo no— con la “señora Merkel” y hasta calificó de “extorsión fiscal” la política económica del actual Gobierno técnico. Con el rostro congestionado y las manos temblorosas, el que fuera tres veces primer ministro italiano puso en circulación sus dos últimos chutes: se queda en la primera línea de la política (para poner orden en la justicia y el fisco) y amenaza con retirar el apoyo parlamentario al Gobierno de Mario Monti.

No hace falta decir que, desde ese momento, la política italiana volvió a ser lo que ha venido siendo en los últimos lustros: un guirigay de declaraciones y contradeclaraciones en torno a la última ocurrencia de Silvio Berlusconi. Los periódicos abrieron a cinco columnas, las redes sociales ardieron de mensajes y chistes más o menos ingeniosos y los verdaderos asuntos de importancia quedaron, de nuevo, en segundo lugar. Relegados, además, por dos anuncios —el de su permanencia en política y la zancadilla a Monti— que no tienen ni pies ni cabeza. Con respecto al primero, Silvio Berlusconi no volverá a presentarse a jefe del Gobierno porque sabe que ya no tiene ninguna opción, y su permanencia en la segunda línea —“como entrenador”, dijo— convertiría automáticamente al candidato de su partido en un penoso títere, sujeto al último ataque de ira, o de risa, del dueño.

La segunda amenaza tiene todavía menos recorrido. Si de veras Berlusconi ordenara a los diputados del Pueblo de la Libertad (PDL) que retiraran la confianza al actual jefe del Gobierno, ¿cuántos de ellos le obedecerían? Sobre todo teniendo en cuenta que la hipotética caída del Gobierno técnico no se produciría por un razonamiento político, sino por un ajuste de cuentas, lo que los amigos de Berlusconi tan cercanos a la Cosa Nostra llamarían una vendetta. “Me veo obligado a seguir en la política”, dijo el magnate el sábado por la tarde, “para que a los ciudadanos no les pase lo que me ha pasado a mí”. Defraudar 12 millones al fisco y que los pillen u organizar —todavía presuntamente— fiestas subidas de tono con menores de edad y verse envueltos en un juicio por inducción a la prostitución de menores…

El verdadero problema es que se trata de una dependencia mutua. Ni la política italiana ha aprendido todavía a vivir sin Berlusconi ni el magnate puede manejarse ya sin los beneficios de la política. Durante los últimos 18 años, el también llamado Cavaliere se sirvió del poder para que sus empresas prosperasen y para que sus desvaríos privados no terminaran por conducirlo a la cárcel. Desde que hace un año fuera forzado a dejar el Gobierno, Berlusconi buscó un salvoconducto que le permitiera un retiro tranquilo, libre del acoso de los jueces, a la orilla del lago de Como o en un parque de Kenia junto a su amigo Flavio Briatore. Pero la inmunidad no ha llegado, y Berlusconi está dispuesto a seguir envenenando, una dosis tras otra, la vida política italiana.

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