El optimismo de la voluntad
Si las FARC se levantan de la mesa no ganan más que la opción probable de morir en la selva
Héctor Abad Faciolince, El País
Colombia es un país escarmentado. Después de haber vivido durante medio siglo una guerra de guerrillas de baja o mediana intensidad y después de innumerables procesos de paz terminados en fracasos estrepitosos, ya no nos hacemos demasiadas ilusiones frente a un nuevo intento de resolver pacíficamente nuestro conflicto armado interno. Atrás quedaron los procesos de paz que saludábamos con efusiones líricas, piadosas y pictóricas: himnos a la concordia, cadenas de oración y palomas blancas pintarrajeadas en todas las paredes. Ahora somos más escépticos, más cautelosos y mucho menos ingenuos. Si hace 10 años las FARC nos metieron el dedo en la boca (durante las conversaciones de paz de El Caguán, que aprovecharon para burlarse del Estado, crear un santuario de 40.000 kilómetros cuadrados para sus secuestros y fortalecerse militarmente) ahora nuestra actitud podría definirse mediante la conocida fórmula de Gramsci: “El pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad”.
La inteligencia nos dice que lo más probable es que vayamos de nuevo hacia el fracaso; la voluntad nos impulsa a intentar llegar a un acuerdo de paz, a pesar de todos los datos en contra, porque no puede ser que Colombia sea la única excepción, la única anomalía de guerra interior en todo el continente americano. Dos factores —más que la persistente injusticia social, que es común a toda la región— han determinado esta insólita duración del conflicto guerrillero colombiano: la complejidad geográfica del país (unos 500.000 kilómetros cuadrados de territorio están cubiertos de selvas montañosas), que ofrece un escondite casi inexpugnable a los insurgentes, y el tráfico de cocaína, que es el combustible que permite armar y alimentar todo un ejército irregular de más de 10.000 hombres.
Desde el punto de vista bélico los últimos 10 años no han sido buenos para las FARC. Más de 10.000 combatientes se han desmovilizado voluntariamente o han sido apresados o han sido dados de baja en combate. Si bien su líder legendario, Manuel Marulanda, alias Tirofijo, se murió de viejo en la cama, algunos de sus cabecillas más importantes —incluidos su sucesor en el mando y dos miembros de la cúpula guerrillera— han sido eliminados en bombardeos u operativos de gran precisión y fuerza destructiva. La guerrilla está muy golpeada militarmente y, si bien hace un año declararon que cesarían al menos una de sus prácticas más despiadadas e inaceptables (el secuestro político y extorsivo), otros actos terroristas no menos sanguinarios han hecho que su popularidad en Colombia siga siendo minúscula: menos del 3% de la población los apoya, según encuestas independientes.
En estos momentos, quizá lo que más impulsa la voluntad negociadora de la guerrilla es el contexto político internacional de Hispanoamérica: las FARC han visto que movimientos ideológicos afines a sus objetivos han llegado al poder por la vía electoral en Venezuela, Nicaragua, Bolivia y Ecuador. Hugo Chávez, que ha sido un aliado clandestino de la guerrilla, es quien ahora más los impulsa a pactar una paz negociada. El incómodo vecino quisiera tener en Colombia un aliado legal de su proyecto bolivariano continental, aliado que hasta ahora le ha sido esquivo en los partidos legales de la izquierda colombiana.
Otro signo de que esta vez las FARC quieren llegar en serio a una paz negociada, es que las conversaciones previas y secretas entre las partes (que se hacían en Cuba) no se rompieron ni siquiera cuando el Ejército de Colombia dio de baja [mató] a Alfonso Cano, su máximo líder, a finales del año pasado, ni cuando sufrieron pérdidas de decenas de hombres en distintos frentes de combate. Las FARC asimilaron esos golpes con silencioso estoicismo y sin patear la mesa de la negociación.
También de parte del Gobierno se pueden ver signos de seriedad y realismo para abordar el proceso de paz. Si es cierto que uno aprende de los errores del pasado, después de una historia de procesos de paz llenos de errores y fracasos, ahora el Gobierno de Santos parece abordar este con una estrategia que demuestra cuidado y pragmatismo. Primero: se conversa, pero no se disminuye la presión militar y se posterga el cese al fuego para una fase más avanzada de las conversaciones. Segundo: no se concede a la guerrilla ni un centímetro del territorio y las conversaciones se adelantan en el exterior (Noruega y Cuba, con el apoyo de Chile y Venezuela). Tercero: se manda un equipo negociador pequeño y serio, en el que se incluye a los verdaderos contrincantes directos de la guerrilla, y quienes más duramente han padecido sus acciones: el Ejército y la Policía. Que entre los cinco negociadores haya dos conocidos generales en retiro —uno de la Policía, el general Naranjo, y otro del ala más dura del Ejército, el general Mora— indica que habrá un compromiso por parte de nuestras Fuerzas Armadas de respetar los acuerdos que lleguen a firmarse. No debe olvidarse que en el pasado fue el exterminio de los militantes civiles y legales de un partido afín a la guerrilla (la Unión Patriótica), uno de los factores que menos ayudaron a que los insurgentes dejaran definitivamente las armas, por miedo a ser eliminados al volver a la vida civil o al intentar hacer política por la vía electoral. Ahora surgen de nuevo movimientos legales afines a las FARC y al proyecto bolivariano chavista y, al menos hasta el momento, no ha habido el hostigamiento y los asesinatos que ocurrieron en el pasado, en general a través de la creación solapada de grupos paramilitares de exterminio.
La razón es pesimista; nos dice que, para no decepcionarnos, debemos ser cautelosos y no creer que la paz está al alcance de la mano. Varias veces las FARC se han levantado de la mesa después de grandes avances, dando un portazo en la nariz a los negociadores y recrudeciendo los atentados terroristas. Lo interesante ahora es que si ellos lo hacen, no estarían ganando nada, sino la opción probable de morir, con barbas ya encanecidas, en una selva que la última tecnología militar ha vuelto más vulnerable.
Héctor Abad Faciolince es escritor colombiano.
Héctor Abad Faciolince, El País
Colombia es un país escarmentado. Después de haber vivido durante medio siglo una guerra de guerrillas de baja o mediana intensidad y después de innumerables procesos de paz terminados en fracasos estrepitosos, ya no nos hacemos demasiadas ilusiones frente a un nuevo intento de resolver pacíficamente nuestro conflicto armado interno. Atrás quedaron los procesos de paz que saludábamos con efusiones líricas, piadosas y pictóricas: himnos a la concordia, cadenas de oración y palomas blancas pintarrajeadas en todas las paredes. Ahora somos más escépticos, más cautelosos y mucho menos ingenuos. Si hace 10 años las FARC nos metieron el dedo en la boca (durante las conversaciones de paz de El Caguán, que aprovecharon para burlarse del Estado, crear un santuario de 40.000 kilómetros cuadrados para sus secuestros y fortalecerse militarmente) ahora nuestra actitud podría definirse mediante la conocida fórmula de Gramsci: “El pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad”.
La inteligencia nos dice que lo más probable es que vayamos de nuevo hacia el fracaso; la voluntad nos impulsa a intentar llegar a un acuerdo de paz, a pesar de todos los datos en contra, porque no puede ser que Colombia sea la única excepción, la única anomalía de guerra interior en todo el continente americano. Dos factores —más que la persistente injusticia social, que es común a toda la región— han determinado esta insólita duración del conflicto guerrillero colombiano: la complejidad geográfica del país (unos 500.000 kilómetros cuadrados de territorio están cubiertos de selvas montañosas), que ofrece un escondite casi inexpugnable a los insurgentes, y el tráfico de cocaína, que es el combustible que permite armar y alimentar todo un ejército irregular de más de 10.000 hombres.
Desde el punto de vista bélico los últimos 10 años no han sido buenos para las FARC. Más de 10.000 combatientes se han desmovilizado voluntariamente o han sido apresados o han sido dados de baja en combate. Si bien su líder legendario, Manuel Marulanda, alias Tirofijo, se murió de viejo en la cama, algunos de sus cabecillas más importantes —incluidos su sucesor en el mando y dos miembros de la cúpula guerrillera— han sido eliminados en bombardeos u operativos de gran precisión y fuerza destructiva. La guerrilla está muy golpeada militarmente y, si bien hace un año declararon que cesarían al menos una de sus prácticas más despiadadas e inaceptables (el secuestro político y extorsivo), otros actos terroristas no menos sanguinarios han hecho que su popularidad en Colombia siga siendo minúscula: menos del 3% de la población los apoya, según encuestas independientes.
En estos momentos, quizá lo que más impulsa la voluntad negociadora de la guerrilla es el contexto político internacional de Hispanoamérica: las FARC han visto que movimientos ideológicos afines a sus objetivos han llegado al poder por la vía electoral en Venezuela, Nicaragua, Bolivia y Ecuador. Hugo Chávez, que ha sido un aliado clandestino de la guerrilla, es quien ahora más los impulsa a pactar una paz negociada. El incómodo vecino quisiera tener en Colombia un aliado legal de su proyecto bolivariano continental, aliado que hasta ahora le ha sido esquivo en los partidos legales de la izquierda colombiana.
Otro signo de que esta vez las FARC quieren llegar en serio a una paz negociada, es que las conversaciones previas y secretas entre las partes (que se hacían en Cuba) no se rompieron ni siquiera cuando el Ejército de Colombia dio de baja [mató] a Alfonso Cano, su máximo líder, a finales del año pasado, ni cuando sufrieron pérdidas de decenas de hombres en distintos frentes de combate. Las FARC asimilaron esos golpes con silencioso estoicismo y sin patear la mesa de la negociación.
También de parte del Gobierno se pueden ver signos de seriedad y realismo para abordar el proceso de paz. Si es cierto que uno aprende de los errores del pasado, después de una historia de procesos de paz llenos de errores y fracasos, ahora el Gobierno de Santos parece abordar este con una estrategia que demuestra cuidado y pragmatismo. Primero: se conversa, pero no se disminuye la presión militar y se posterga el cese al fuego para una fase más avanzada de las conversaciones. Segundo: no se concede a la guerrilla ni un centímetro del territorio y las conversaciones se adelantan en el exterior (Noruega y Cuba, con el apoyo de Chile y Venezuela). Tercero: se manda un equipo negociador pequeño y serio, en el que se incluye a los verdaderos contrincantes directos de la guerrilla, y quienes más duramente han padecido sus acciones: el Ejército y la Policía. Que entre los cinco negociadores haya dos conocidos generales en retiro —uno de la Policía, el general Naranjo, y otro del ala más dura del Ejército, el general Mora— indica que habrá un compromiso por parte de nuestras Fuerzas Armadas de respetar los acuerdos que lleguen a firmarse. No debe olvidarse que en el pasado fue el exterminio de los militantes civiles y legales de un partido afín a la guerrilla (la Unión Patriótica), uno de los factores que menos ayudaron a que los insurgentes dejaran definitivamente las armas, por miedo a ser eliminados al volver a la vida civil o al intentar hacer política por la vía electoral. Ahora surgen de nuevo movimientos legales afines a las FARC y al proyecto bolivariano chavista y, al menos hasta el momento, no ha habido el hostigamiento y los asesinatos que ocurrieron en el pasado, en general a través de la creación solapada de grupos paramilitares de exterminio.
La razón es pesimista; nos dice que, para no decepcionarnos, debemos ser cautelosos y no creer que la paz está al alcance de la mano. Varias veces las FARC se han levantado de la mesa después de grandes avances, dando un portazo en la nariz a los negociadores y recrudeciendo los atentados terroristas. Lo interesante ahora es que si ellos lo hacen, no estarían ganando nada, sino la opción probable de morir, con barbas ya encanecidas, en una selva que la última tecnología militar ha vuelto más vulnerable.
Héctor Abad Faciolince es escritor colombiano.