El final del capo llamado Verdugo

La Armada mexicana da por muerto al caudillo de Los Zetas
Era un exsoldado de Infantería que creó una de las mayores organizaciones delictivas del país


HUMBERTO PADGETT, El País
El Verdugo quedó satisfecho. Su tumba en el panteón de San Francisco era una réplica a escala de la iglesia cuya remodelación recién había pagado de su propio bolsillo. La placa negra y dorada en el templo no rehúye el origen de ese dinero del diablo puesto al servicio de Dios: “Centro de Evangelización. Catequesis Juan Pablo II. Donada por Heriberto Lazcano Lazcano”. Ahora, su mausoleo, una capilla mortuoria alzada entre modestas tumbas, reluce blanca y con acabados de madera y dos cruces emergentes de nubes en la loma del cementerio de la colonia Tezontle de Pachuca, a hora y media de la Ciudad de México.


Lazcano no nació ahí, sino en un pueblo cercano llamado Apan, un llano sembrado por magueyes de los que se obtiene el pulque, bebida prehispánica fermentada. La reciente muerte del más brutal de los capos mexicanos durante una refriega, inesperada hasta por los marinos que lo abatieron, ha impuesto toda clase de dudas sobre su caída. El natural escepticismo de los mexicanos —explicado en que, con frecuencia, la sospecha tiene justificación en esta clase de situaciones— alcanzó clímax por la desaparición del cadáver de uno de los criminales más buscados en el mundo. La vida de El Verdugo es un misterio en el principio y en el fin. Si existen dudas sobre su deceso, también las hay sobre su nacimiento. El Gobierno de Estados Unidos identifica tres fechas diferentes, aunque la reconocida por el ejército mexicano y mayor consenso es la de la Navidad de 1974.

La pobreza de sus padres, él campesino y ella ama de casa, los mordió hasta soltarlos en la capital del Estado de Hidalgo, en un barrio que entonces era un caserío con calles de tierra. Heriberto creció en El Tezontle jugando fútbol con un chaval de nombre Lucio y apodo Lucky. Embobados, los muchachos admiraban la reciedumbre de la soldadesca asentada muy cerca de su casa, en la base de una región militar.

Apenas pasaron los 17 años de edad, Heriberto y El Lucky se enrolaron en el Ejército el 5 de junio de 1991, en tiempos en que Amado Carrillo, El Señor de los Cielos, gobernaba el narcotráfico mexicano, gracias en parte a la adquisición que hizo del general Jesús Gutiérrez Rebollo, el zar antidroga de esa época. Dos años después, el 5 de julio de 1993, Lazcano fue ascendido a cabo de Infantería.

Tenía por apodo Laz, Lazca y El Muñeco, aunque estaba a pocos años de dedicarse a la cacería de El Señor de los Cielos y ganar el sobrenombre que mejor le definiría: El Verdugo.

¿Qué hacía especial al cabo Lazcano y a los otros 28 militares que en el origen abrazaron al narco? Su entrenamiento impartido por agencias estadounidenses, las mismas que forjaron a los kaibiles, soldados de élite del Ejército de Guatemala, y a los talibanes afganos.

A los 17 años, Lazcano, de familia humilde, aprendió de las agencias de EE UU las técnicas de combate

El futuro jefe del narco atravesó las asignaturas de Fuerzas Especiales, Operaciones de Intervención, Contraterrorismo, Francotirador, Protección de Funcionarios, Seguridad Integral y Guerra Anfibia. Era un hombre especializado en tareas de inteligencia y contrainteligencia. Lazcano recibió adiestramiento de combate en jungla, submarino, montaña, alta montaña, desierto y urbano. Estaba capacitado para actuar en vehículos aéreos, acuáticos y terrestres de asalto. Aprendió a utilizar diferentes armas antitanque, explosivos, fusiles de combate y precisión, subfusiles, lanzagranadas.

Una máquina de matar.

En su primera misión de importancia fue enviado, en 1994, a la zona insurgente indígena de Chiapas, en la frontera sur de México. Luego fue desplegado a la frontera norte como parte de un programa de refuerzo al combate del narcotráfico autorizado por el presidente Ernesto Zedillo.

Tres retratos de Lazcano, a la derecha, de su cadáver. / AP

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Osiel Cárdenas Guillén creció en algún barrio fronterizo de Matamoros y vivió como ayudante de taller mecánico hasta que logró relacionarse con la Policía Judicial de Tamaulipas. Amistó con Salvador Garza Herrera, a quien la vida y la muerte lo hicieron jefe del cartel del Golfo en 1997.

No por mucho tiempo.

Tras dejar el Ejército se incorporó a la escolta del narco Osiel Cárdenas. Cuatro años después ya era el jefe de los matones

A fines de 1998, Garza y Osiel se reunieron en los alrededores de la ciudad fronteriza de Matamoros, Tamaulipas. Los narcotraficantes se saludaron, abrazaron y palmearon sus espaldas. Subieron a una camioneta de doble cabina. El guardaespaldas de Cárdenas Guillén, un hombre de gesto adusto, cabello recortado al ras y sin patillas, pasó al asiento trasero de la camioneta, detrás del capo. Su nombre, Arturo Guzmán Decena, también conocido como Z-1. Otro matón, convertido años después en informante, completó el cuarteto. El grupo abandonó la ciudad. En medio de una sonora carcajada de Salvador Garza, Z-1 le acercó su pistola a la nuca y la vació. Arrojaron el cuerpo cerca del rancho en que nació Osiel, y él quedó autocoronado en ese instante.

Lazcano había causado baja del Ejército mexicano, a petición propia, el 27 de marzo de 1998 y se había incorporado a Los Zetas por invitación de Guzmán Decena, un antiguo compañero en el grupo de élite del Ejército mexicano. Su clave asignada: Z-3 y su encomienda, integrar el último círculo de seguridad de Osiel, también llamado El Mata Amigos.

El Z-1 murió en una refriega con soldados en el restaurante de su novia. Semanas después, sus subalternos dejaron en el sitio del tiroteo una corona de flores con un recuerdo de “su familia”. Era noviembre de 2002 y Lazcano asumió automáticamente la jefatura de los sicarios.

El jefe cometió un error fundamental. Encañonó a un agente estadounidense de la DEA, a otro del FBI y a su soplón, un periodista mexicano.

—¡Chíngatelos, cabrón! —exigían pistoleros y guardaespaldas a su patrón—.

La cara de Osiel, enrojecida por el momento de furia, se dilataba y contraía como un enorme sapo colorado.

—Si le jalas te metes en el problema de tu vida, pendejito —se envalentonó uno de los policías—.

Osiel, aún con las venas convertidas en ríos de whisky Buchanan’s y cocaína de la fina con sabor a fresa, sabía que era demasiado. Que los capos fundadores del narco moderno mexicano, Rafael Caro Quintero y Ernesto Fonseca, serían encarcelados por matar años atrás a un agente de la DEA. Que no habría soborno suficiente para contener la marejada del otro lado de la frontera en dirección suya. Que dos disparos bastarían para convertir su imperio en cenizas.

Solo él pudo ordenar el incendio del Casino Royale, donde murieron 52 personas, porque sus dueños no pagaban

Bajó el cuerno de chivo.

—¡A chingar a su madre! ¡No vuelvan por aquí! ¡El dueño de Tamaulipas, soy yo y si los vuelvo a ver por aquí les parto su madre! —vociferó—.

El daño ya estaba hecho. Los agentes detallaron el incidente a sus agencias y Washington reclamó agriamente al Gobierno mexicano, que debió hacer lo necesario, una vez más bajo la dirección de Estados Unidos, para detener y extraditar a Cárdenas Guillén en 2004.

Un hermano de Cárdenas Guillén, Tony Tormenta, quiso asumir el gobierno del cartel del Golfo. Lazcano despreciaba a ese hombre. Lazcano no debía obediencia a nadie más. Y declaró la independencia de Los Zetas luego de reunir a los suyos, un ejército de 500 hombres, en un campo deportivo, e informarles de que en adelante eran la Compañía.

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Un hombre con el brazo medio tieso, aun años después del tiro que le dieran durante un entrenamiento por orden de Lazcano, luego de dar la espalda a su superior, abandonó la banda de la última letra. Detalló los engranes de la maquinaria de la muerte, al principio con cautela, como si el solo susurro invocara los demonios de carne y hueso, a Los Zetas.

Después Karen (así se le identificó en el sistema de testigos protegidos) cantó largamente sobre la máquina de matar diseñada, construida y aceitada por Lazcano.

La razón para abandonar el juramento de lealtad al Ejército era y es simple: las tareas encomendadas por los generales no distan de las exigidas por los capos, pero estos pagan mejor.

El menor de los niveles es conformado por los halcones. Siguen en jerarquía los encargados de las tiendas de venta de droga al menudeo o puntos y los cocineros que rebajan la coca con cualquier polvo blanco, hasta veneno para ratas —potencia la adicción—, para convertir el clorhidrato de cocaína en otra droga conocida como piedra.

Siguen los L o cobras, responsables de la seguridad de Los Zetas. Están equipados con un arma larga y una corta. Van a la guerra bajo la orden de no disparar en tanto no lo hagan u ordenen Los Zetas Nuevos. En caso de detenciones o levantones (secuestros), los L maniatan a los presos, a quienes entregan para su muerte. Antes se tortura. Solo los enemigos de Los Zetas muertos en combate salvan las horas de agonía provocada con la especialización de un inquisidor.

Al inicio, algunos hombres de mayor confianza quedaron clasificados como cobras viejos, pero permanecieron confinados a la casta inferior de quienes no tenían origen militar, aun cuando tuvieran preparación policiaca, caso de Miguel Ángel Treviño, El Z-40.

Los Zetas nuevos y los exkaibiles poseen las mejores armas, granadas, chalecos antibalas y cascos. Dirigen las operaciones de fuerza ocupan la primera línea de fuego cuando revientan —allanan— una casa de la contra —guarida de algún cartel rival—. “Ejecutan a la gente, porque suponen que eso les da más fuerza y hace honor a su categoría de Zetas”, detalló Karen.

Funeraria de Sabinas de donde fue secuestrado el cuerpo de Lazcano. / REUTERS

“El informante” es, en cada ciudad, el relaciones públicas de La Compañía, como Los Zetas también se refieren a su organización. Los requisitos son una carta de antecedentes penales limpia y disponibilidad absoluta. Conoce los detalles políticos y policiales, locales y federales, civiles o militares, de la ciudad en que está apostado. Depende directamente del comandante de la plaza. “Los contadores” controlan los recursos económicos de la organización en el lugar que se trate.

En cada ciudad con presencia Zeta existen empleados de hoteles, restaurantes, taxistas y lustradores de zapatos al servicio de El Lazca. Informan de los extraños por el pueblo, de sus reuniones, de sus relaciones con los locales del lugar. De si parecen maña (criminales), de si parecen tiras (policías).

La cúpula original de comandantes estuvo compuesta por exmiembros del Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales: Mateo, Mamito, Hummer, Rex, Caprice, Tatanka, Lucky, El Paguita. Algunos están presos, varios están muertos.

Arriba de estos, subrayan los informantes que describieron lo anterior, solo está El Verdugo.

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Lazcano es el villano del peculiar eastern que convirtió al golfo de México en una película ausente de vaqueros almidonados y clara estética gore. En imitación de los kaibiles, Los Zetas decapitan y mutilan y exhiben los despojos. La Internet mexicana es una red de los horrores de la que están colgados vídeos producidos por los exmilitares: enemigos a quienes se les desprende la cabeza en vida con un cuchillo comando mientras sus gritos se ahogan en su propia sangre, adversarios colgados de puentes peatonales, traidores desaparecidos en barriles metálicos incendiados con 200 litros de diésel para solo dejar cenizas. Entierros de hombres vivos.

En la estructura miliciana de Lazcano, solo él pudo ordenar el incendio del Casino Royale en la ciudad norteña de Monterrey, antes insignia de la bonanza empresarial. Cincuenta y dos personas murieron porque sus anfitriones se negaron a pagar impuestos a Lazcano.

Únicamente El Lazca pudo autorizar la leva de 72 migrantes centroamericanos quienes, luego de su negativa a servir como mulas o sicarios, fueron ejecutados. Igual ocurrió con más de 180 mexicanos en su paso hacia Estados Unidos por el mismo pueblo tamaulipeco, San Fernando, súbitamente convertido en la fosa clandestina más grande del mundo. Las versiones entre los policías, contadas de boca en boca, dan cuenta de los últimos minutos: los inocentes fueron forzados a pelear por sus vidas entre ellos mismos con cuchillos y palos.

Las mafias mexicanas tienen la cicatriz dejada por Lazcano: todas mutilan, todas secuestran, todas cobran derecho de paso a personas indefensas. Al próximo cierre de la Administración de Felipe Calderón, México cerrará en 60.000 la lista de muertos del narco, según cifras oficiales del Gobierno; 150.000 cadáveres de acuerdo con declaraciones recientes del secretario de la Defensa de Estados Unidos.

Varios de esos miles caídos en el genocidio son responsabilidad de El Verdugo, a quien, a diferencia de su exjefe Osiel Cárdenas Guillén, no lo embriagaba el whisky, sino la sangre. Lazcano alimentaba un tigre y un león enjaulados en una de sus fincas con la carne viva de sus enemigos.

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Con la violencia como capacidad única en sus inicios —ignorante de las complejidades de ir y venir por el mundo con cocaína, incierto en el galimatías de lavar dinero—, Lazcano utilizó ese recurso no solo para confrontar a los empresarios de las drogas rivales y antiguos socios. Diversificó su industria y, al cobijo de los mismos policías y políticos comprados, tomó por las buenas o las malas los otros grandes negocios del crimen organizado: piratería, contrabando, venta de armas, explotación laboral y sexual, tráfico de personas, secuestro, extorsión masiva, venta de armas, control de prisiones...

El Muñeco —como en la jerga mexicana se apoda a un hombre de rasgos finos— era un apasionado de las mujeres rubias. Su última mujer, al menos la mejor conocida, fue una trigueña a la que raptó de una parada de camiones cuando la niña tenía 14 años.

¿Quién gana con la muerte de Lazcano?

En este mundo, la medida más certera de los hombres es la talla de sus enemigos.

Felipe Calderón, quien no ha dudado en festejar un muerto más durante las guerras del narco que definirán su Gobierno. A meses de devolver el Gobierno al PRI, el presidente mexicano busca salida por la puerta frontal —juró el cargo arribando por la trasera, con voces que denunciaban irregularidades en la elección— y alzarse como el hombre que aniquiló al Verdugo.

Gana Miguel Ángel Treviño, el nuevo líder, considerado por las agencias estadounidenses como un empresario del miedo tan eficiente como su predecesor.

Pero el primer beneficiario, sin duda, es Joaquín El Chapo Guzmán, el narcotraficante que entró en la lista de magnates de la revista Forbes, a quien se abre la oportunidad inigualable de recuperar su expansión del Pacífico al golfo de México. El Lazca ha sido el más peligroso rival que ha enfrentado El Chapo, el enemigo público número uno del mundo según el Gobierno de Estados Unidos.

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El Lazca se le peló —como en México se le dice a escapar— una y otra vez a sus enemigos, policías o narcotraficantes, o a ambos simultáneamente.

El 5 de diciembre de 2008 cerraba uno de los años más sangrientos de la historia reciente mexicana. Aún vendrían tres más. Lazcano estaba en un rancho llamado El Atorón, en San Luis Potosí, cerca de donde algunos hombres suyos cometerían pocos años después el mismo error que los decanos Caro Quintero y Ernesto Fonseca: asesinaron a un agente estadounidense.

A fines de 2008, en El Atorón —existe un doble sentido involuntario, pues así también se llama en México a una detención legal— la Policía Federal entró en estampida al abrir el alba. Detuvo al secretario particular del capo, a uno de sus principales ayudantes y a un tercer hombre que pertenecía a Miguel Ángel Treviño, El Z-40, primer lugarteniente de Los Zetas. Lazcano se ocultó y arrastró entre la maleza. El frío escarchaba el pasto amarillento. El exmilitar se guareció tres días en el monte sin nada qué comer ni con qué cazar. Apenas se personó entre los suyos, ordenó la inmediata ejecución de todos quienes estuvieran enterados de su estancia en el rancho, menos del Z-40. Luego exigió que el entrenamiento de sus milicianos incluyera una prueba de supervivencia como la recién superada por él.

Mausoleo construido por el jefe de Los Zetas. / EFE

Lazcano, a diferencia, de Osiel, el hombre que lo hizo narcotraficante en estricto sentido, guardaba prevenciones no por el miedo, sino por la estrategia bien calculada. El Gobierno mexicano se quedó a nada de atraparlo cuatro veces. Ya en dos ocasiones anteriores hubo quien pregonó su muerte.

El Verdugo intuía la clave de La carta oculta, de Edgar Allan Poe, el escondite a la vista de todos: vestía pantalones de mezclilla, zapatos deportivos, gorra de béisbol. Se mezclaba entre la gente. Viajaba en autobuses públicos. Utilizaba equipos electrónicos para debilitar la señal de los móviles a su alrededor. Pero, en las ciudades de su propiedad, era cubierto por comitivas de 30 furgonetas, cada una con una estaca, célula de cuatro pistoleros.

Solo se le veía relajado cuando volvía a su barrio, El Tezontle. Acudía a su iglesia, se persignaba y visitaba su propia tumba. Dicen que en los últimos meses había delegado el negocio con la idea de jubilarse, que estaba enfermo de muerte, que Z-40 lo había desafiado y que hasta con El Chapo quería pactar. Pero cuando volvía a casa escuchaba a sus vecinos, resolvía vidas, regalaba juguetes, patrocinaba la fiesta patronal. Un viejo Corleone a la mexicana y de 37 años de edad. Cerca de su casa, la única distante de la pobreza en ese lugar, se acercaba un conjunto norteño.

Cantaban alguno de los corridos escritos en su nombre:

“Soy del grupo de Los Zetas

que cuidamos al patrón,

somos 20 de la escolta,

pura lealtad y valor,

dispuesto a dar la vida

para servir al señor.

Somos 20 grupos de Zetas

unidos como familia,

los 20 somos la fuerza

con diplomas de suicidas,

conscientes de que en cada acción

podemos perder la vida”.

Y a esto, a perder la vida, Lazcano debía volver al norte.

El domingo 7 de octubre subió a una camioneta blanca en el pueblo de Progreso, Coahuila, casi un caserío de polvo con un estadio desvencijado. Lazcano iba con un amigo, quizá dos. Nada es claro todavía. Querían ver el juego de béisbol. Tomar cerveza. Estacionaron su vehículo y se sentaron en el graderío despintado. Abajo, en la furgoneta, quedaban a la vista las armas. En este descuido se le fue la vida al capo. Alguien avisó a las autoridades y el Ejército, por rutina, en la ignorancia del dueño de las armas pretendió el arresto. Pero Lazcano sí que entendía el final de esa situación y los enfrentó.

Ejecutó a todos los que estaban enterados de su presencia en un rancho donde casi le captura la policía

Corrió a por su fusil, uno de los suyos lanzó una granada. Los dos cayeron muertos y el supuesto tercero habría huido entre la maleza.

Horas después, un grupo de sicarios, tal vez bajo las órdenes de Treviño, el nuevo rey Zeta, robaron los cadáveres. Solo por esto, la Marina, acostumbrada a pregonar detenciones y abatimientos tras meses de trabajo de inteligencia, guiada en realidad por la DEA, supo que se trataba de El Lazca. Solo por esto, por la casualidad, logró matarlo.

Hoy domingo, la iglesia de El Tezontle celebrará su primera misa con la muerte de su benefactor de fondo. La tumba, visitada por Heriberto en vida, ahora que ese hombre está muerto, ha quedado vacía: hasta muerto se les peló El Verdugo.

Humberto Padgett, reportero de la revista Emeequis, es premio Ortega y Gasset de Periodismo Impreso 2012.

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