Auge y ocaso de un insurrecto
La carrera pública de Hugo Chávez podría compendiarse en dos momentos televisivos.
Ibsen Martínez
Caracas, El País
Luego de pasar más de dos décadas conspirando, sigilosa e incesantemente, desde sus años de cadete en la Academia Militar y, más tarde, como oficial con mando de tropa en los cuarteles, contra el sistema bipartidista que rigió a los venezolanos desde la caída del último dictador, en 1958, sus compatriotas pudimos verlo al fin, por vez primera, a principios de febrero de 1992.
Acababa de fracasar Hugo Chávez en su intentona golpista contra el presidente Carlos Andrés Pérez y sus captores lo pusieron precipitadamente ante las cámaras para que fuese él mismo, “en vivo”, quien declarase el fracaso de la sangrienta asonada e instase a la rendición a aquellos de sus conmilitones que todavía combatían rabiosamente en algunos puntos de Caracas. Puede decirse sin exagerar que aquella fue su primera cadena televisiva nacional y, también, la más breve y la más provechosa desde el punto de vista electoral. Le bastaron 47 segundos para capturar la imaginación y el fervor de millones de venezolanos desafectos a un decadente sistema político, carente ya de cometido social, hecho de excluyentes clientelas, caciques arrogantes y apáticas maquinarias electorales.
Las cámaras mostraron por primera vez a quien habría de encabezar en la primera década del siglo XXI un sorprendente renacimiento de los populismos caudillescos latinoamericanos. Se le veía delgado, agotado por las muchas horas de vigilia, pero aun cautivo y desarmado como estaba, sus captores lucían mucho más consternados que el insumiso prisionero. Acaso columbraban ya lo que habría de venir: aquella alocución fue el comienzo de la irresistible carrera electoral de un formidable líder de masas de la izquierda latinoamericana.
En los años que siguieron, muchos quisieron ver en él una mezcla del desaparecido líder liberal colombiano Jorge Eliécer Gaitán y de Fidel Castro. Su ideario primigenio, un confuso amasijo de máximas bolivarianas, de agrarismo decimonónico, de militarismo nasserista, de consignas fidelistas, de admoniciones gandhianas y de cristianismo pentecostalista, llevó al mexicano Carlos Fuentes a afirmar que Chávez tenía una ferretería en la cabeza. Esa cacharrería contribuyó, sin embargo —quizá justamente por ser eso: un amasijo sin espíritu de sistema—, a allegarle el apoyo de muchísimos sectores, pobres y no tan pobres, dentro y fuera del país.
Para fines del siglo pasado ya era presidente de Venezuela en virtud de una avalancha de votos jamás vista hasta entonces. Los accidentes de su primer lustro en el poder mostraron que aquel amasijo de ideas podía ser mejor arsenal que los fusiles y tanquetas. La retórica delirante de aquellos años fue, cabalmente, la más apropiada para quien inauguró en nuestra América la era de la “democracia no-liberal”: el régimen híbrido que se legitima originalmente con el voto universal, y una vez en el poder desarbola sistemáticamente las instituciones garantes de la separación de poderes.
El logro mayor del uso que Chávez dio a los ingentes recursos petroleros de Venezuela, en su afán de avasallar la región a golpes de petrochequera, es haber subsidiado con largueza el régimen cubano y servido de unidad de cuidados intensivos de la dictadura castrista
Se ha dicho que el modelo fue emulado con éxito por Evo Morales, Rafael Correa y, por un tris, también por Ollanta Humala. Más preciso sería decir que se intentó trasplantarlo, a trancas y barrancas, en virtud de lo que Tom Friedman llamó “Primera Ley de la Petropolítica”. El logro mayor del uso que Chávez dio a los ingentes recursos petroleros de Venezuela, en su afán de avasallar la región a golpes de petrochequera, es haber subsidiado con largueza el régimen cubano y servido de unidad de cuidados intensivos de la dictadura castrista.
Veinte años después de la alocución de golpista cautivo, luego de 14 en el poder y al cabo del boom de precios del crudo más prolongado que haya vivido Venezuela en cien años de actividad petrolera, Chávez está, según muy fiables sondeos, en riesgo cierto de perder el poder político en su país. Con todo, nadie podrá negar que su paso por el poder dio al fin relevancia a la colosal calamidad que para un petroestado populista entraña una población mayoritariamente pobre y excluida del sistema político.
Pero sus programas sociales, atascados en el mejor de los casos por una corrupción sin precedentes, corrupción solo posible en un petroestado autoritario, sin contraloría ni contrapesos, no logran mitigar el rechazo que la mayoría de los venezolanos siente ahora por la vocación continuista del “presidente-comandante” que lo llevó a reformar la Constitución y asegurarse la reelección indefinida.
La cruel paradoja de esto último está en que su enfermedad, a todas luces agravada en los últimos tiempos, seguramente no le permita permanecer en el poder hasta 2024, tal como alguna vez imaginó y prometió a los suyos.
El desastroso estado de la economía, de las infraestructuras, de los servicios públicos, de la administración de justicia y la inseguridad rampante, sumado a la decisiva fuerza que supone una oposición unida, explicarían suficientemente una derrota ante el primer contendiente verosímilmente presidenciable que ha tenido en todos estos años.
Si Chávez perdiese los comicios de este domingo ante Henrique Capriles, es lícito preguntarse cuál será el legado político que su paso por el poder dejará a la izquierda de la región. Al respecto, el escritor venezolano Francisco Toro señala que es muy tentador pensar que un triunfo de Capriles indique el retorno de la derecha a la región.
Sin embargo, “sería un error pensar así” —dice Toro en un artículo aparecido ayer en The New York Times— porque el dilema que inquieta a América Latina desde hace una docena de años no es el de “izquierdas o derechas”, sino, más bien, de “qué tipo de izquierdas”.
Capriles Radonski ha dicho repetidamente que su modelo económico sería el de Brasil, donde decenas de millones de brasileños han sido salvados de la pobreza en el mismo lapso que Chávez lleva en el poder sin para ello quebrantar las libertades públicas e individuales propias de una verdadera democracia.
El cierre de campaña de Chávez en Caracas se vio arruinado por un huracanado aguacero, tradicionalmente conocido como el Cordonazo de San Francisco por la fecha en que usualmente ocurre, cerca de la onomástica del santo de Asís. Fue la última comparecencia televisiva de Chávez antes de la elección de hoy.
Verlo capear a duras penas, no solo el temporal, sino la humillante estampida de sus seguidores que le abandonaron bajo el inclemente vendaval tropical, escucharlo repetir sus ajadas consignas mientras intentaba bailar bajo la lluvia, obeso y abotargado por los medicamentos, solicitando seis improbables años más para cumplir sus incumplidas promesas de redención social, me hizo recordar piadosamente al joven oficial insurgente que, al rendirse gallardamente ante las cámaras, echó a rodar su vertiginosa carrera hacia el retorno y el fracaso ¿definitivo? del populismo militarista en nuestra América.
Ibsen Martínez
Caracas, El País
Luego de pasar más de dos décadas conspirando, sigilosa e incesantemente, desde sus años de cadete en la Academia Militar y, más tarde, como oficial con mando de tropa en los cuarteles, contra el sistema bipartidista que rigió a los venezolanos desde la caída del último dictador, en 1958, sus compatriotas pudimos verlo al fin, por vez primera, a principios de febrero de 1992.
Acababa de fracasar Hugo Chávez en su intentona golpista contra el presidente Carlos Andrés Pérez y sus captores lo pusieron precipitadamente ante las cámaras para que fuese él mismo, “en vivo”, quien declarase el fracaso de la sangrienta asonada e instase a la rendición a aquellos de sus conmilitones que todavía combatían rabiosamente en algunos puntos de Caracas. Puede decirse sin exagerar que aquella fue su primera cadena televisiva nacional y, también, la más breve y la más provechosa desde el punto de vista electoral. Le bastaron 47 segundos para capturar la imaginación y el fervor de millones de venezolanos desafectos a un decadente sistema político, carente ya de cometido social, hecho de excluyentes clientelas, caciques arrogantes y apáticas maquinarias electorales.
Las cámaras mostraron por primera vez a quien habría de encabezar en la primera década del siglo XXI un sorprendente renacimiento de los populismos caudillescos latinoamericanos. Se le veía delgado, agotado por las muchas horas de vigilia, pero aun cautivo y desarmado como estaba, sus captores lucían mucho más consternados que el insumiso prisionero. Acaso columbraban ya lo que habría de venir: aquella alocución fue el comienzo de la irresistible carrera electoral de un formidable líder de masas de la izquierda latinoamericana.
En los años que siguieron, muchos quisieron ver en él una mezcla del desaparecido líder liberal colombiano Jorge Eliécer Gaitán y de Fidel Castro. Su ideario primigenio, un confuso amasijo de máximas bolivarianas, de agrarismo decimonónico, de militarismo nasserista, de consignas fidelistas, de admoniciones gandhianas y de cristianismo pentecostalista, llevó al mexicano Carlos Fuentes a afirmar que Chávez tenía una ferretería en la cabeza. Esa cacharrería contribuyó, sin embargo —quizá justamente por ser eso: un amasijo sin espíritu de sistema—, a allegarle el apoyo de muchísimos sectores, pobres y no tan pobres, dentro y fuera del país.
Para fines del siglo pasado ya era presidente de Venezuela en virtud de una avalancha de votos jamás vista hasta entonces. Los accidentes de su primer lustro en el poder mostraron que aquel amasijo de ideas podía ser mejor arsenal que los fusiles y tanquetas. La retórica delirante de aquellos años fue, cabalmente, la más apropiada para quien inauguró en nuestra América la era de la “democracia no-liberal”: el régimen híbrido que se legitima originalmente con el voto universal, y una vez en el poder desarbola sistemáticamente las instituciones garantes de la separación de poderes.
El logro mayor del uso que Chávez dio a los ingentes recursos petroleros de Venezuela, en su afán de avasallar la región a golpes de petrochequera, es haber subsidiado con largueza el régimen cubano y servido de unidad de cuidados intensivos de la dictadura castrista
Se ha dicho que el modelo fue emulado con éxito por Evo Morales, Rafael Correa y, por un tris, también por Ollanta Humala. Más preciso sería decir que se intentó trasplantarlo, a trancas y barrancas, en virtud de lo que Tom Friedman llamó “Primera Ley de la Petropolítica”. El logro mayor del uso que Chávez dio a los ingentes recursos petroleros de Venezuela, en su afán de avasallar la región a golpes de petrochequera, es haber subsidiado con largueza el régimen cubano y servido de unidad de cuidados intensivos de la dictadura castrista.
Veinte años después de la alocución de golpista cautivo, luego de 14 en el poder y al cabo del boom de precios del crudo más prolongado que haya vivido Venezuela en cien años de actividad petrolera, Chávez está, según muy fiables sondeos, en riesgo cierto de perder el poder político en su país. Con todo, nadie podrá negar que su paso por el poder dio al fin relevancia a la colosal calamidad que para un petroestado populista entraña una población mayoritariamente pobre y excluida del sistema político.
Pero sus programas sociales, atascados en el mejor de los casos por una corrupción sin precedentes, corrupción solo posible en un petroestado autoritario, sin contraloría ni contrapesos, no logran mitigar el rechazo que la mayoría de los venezolanos siente ahora por la vocación continuista del “presidente-comandante” que lo llevó a reformar la Constitución y asegurarse la reelección indefinida.
La cruel paradoja de esto último está en que su enfermedad, a todas luces agravada en los últimos tiempos, seguramente no le permita permanecer en el poder hasta 2024, tal como alguna vez imaginó y prometió a los suyos.
El desastroso estado de la economía, de las infraestructuras, de los servicios públicos, de la administración de justicia y la inseguridad rampante, sumado a la decisiva fuerza que supone una oposición unida, explicarían suficientemente una derrota ante el primer contendiente verosímilmente presidenciable que ha tenido en todos estos años.
Si Chávez perdiese los comicios de este domingo ante Henrique Capriles, es lícito preguntarse cuál será el legado político que su paso por el poder dejará a la izquierda de la región. Al respecto, el escritor venezolano Francisco Toro señala que es muy tentador pensar que un triunfo de Capriles indique el retorno de la derecha a la región.
Sin embargo, “sería un error pensar así” —dice Toro en un artículo aparecido ayer en The New York Times— porque el dilema que inquieta a América Latina desde hace una docena de años no es el de “izquierdas o derechas”, sino, más bien, de “qué tipo de izquierdas”.
Capriles Radonski ha dicho repetidamente que su modelo económico sería el de Brasil, donde decenas de millones de brasileños han sido salvados de la pobreza en el mismo lapso que Chávez lleva en el poder sin para ello quebrantar las libertades públicas e individuales propias de una verdadera democracia.
El cierre de campaña de Chávez en Caracas se vio arruinado por un huracanado aguacero, tradicionalmente conocido como el Cordonazo de San Francisco por la fecha en que usualmente ocurre, cerca de la onomástica del santo de Asís. Fue la última comparecencia televisiva de Chávez antes de la elección de hoy.
Verlo capear a duras penas, no solo el temporal, sino la humillante estampida de sus seguidores que le abandonaron bajo el inclemente vendaval tropical, escucharlo repetir sus ajadas consignas mientras intentaba bailar bajo la lluvia, obeso y abotargado por los medicamentos, solicitando seis improbables años más para cumplir sus incumplidas promesas de redención social, me hizo recordar piadosamente al joven oficial insurgente que, al rendirse gallardamente ante las cámaras, echó a rodar su vertiginosa carrera hacia el retorno y el fracaso ¿definitivo? del populismo militarista en nuestra América.