La Justicia llama al secretario del Papa
Gänswein declarará sobre la filtración de documentos personales de Benedicto XVI
Pablo Ordaz
Roma, El País
No sería lógico, ni creíble, que la gran intriga sobre el robo y la difusión de la correspondencia secreta de Benedicto XVI se cerrara en falso con la condena rápida y a media luz de un personaje secundario llamado Paolo Gabriele, el mayordomo del Papa, detenido el 23 de mayo en su domicilio del Vaticano. Gabriele, de 46 años, casado y con tres hijos, se presentó ayer ante el tribunal formado por tres jueces laicos —aunque muy católicos— asumiendo su papel en el reparto, traje gris, corbata oscura, aspecto demacrado, pero con la esperanza de descargar el peso de la culpa. La declaración como testigo de un personaje a la altura de la obra, monseñor George Gänswein, el secretario particular de Joseph Ratzinger, puede arrojar luz sobre un caso aún muy oscuro. Desde que, a principios de año, empezaran a salir a la luz las luchas de poder en el seno de la Iglesia, monseñor George, de 57 años, reforzó su papel como guardián, amigo y confidente de un Papa anciano y enfermo, la única persona en la que el Pontífice podía confiar a ciegas. Pero también, como habitante del Apartamento papal, tocado por la sombra de la sospecha. El martes, Gabriele y Gänswein, el mayordomo gris y un monseñor con aspecto de galán de cine, volverán a verse las caras después de cuatro meses, pero ahora delante de un tribunal.
La primera jornada del juicio se fue en los formalismos de rigor. Sin cámaras ni grabadoras, en una sala presidida por un crucifijo, el presidente del Tribunal de Justicia del Vaticano, Giuseppe Dalla Torre, rector de una universidad católica privada (Lumsa), rechazó la mayoría de las alegaciones presentadas por la abogada del mayordomo y por el defensor del otro encausado, Claudio Sciarpelleti, un informático al servicio de la secretaría de Estado. Sin embargo, sí aceptó juzgarlos por separado. A Gabriele se le acusa de “robo agravado” y puede ser condenado a cuatro años de prisión. Sciarpelleti, que no se presentó al juicio por motivos de salud, se enfrenta a una pena de un año por “favorecer” el delito haciendo de correo entre el mayordomo y otros supuestos filtradores de documentos. Lo que no aceptó el tribunal fue la incorporación a la causa de la investigación realizada por la comisión cardenalicia nombrada por Benedicto XVI para esclarecer los hechos. Durante varios meses, tres cardenales mayores de 80 años —ya no papables y por tanto libres de esa tentación— tomaron declaración a una treintena de personas. El resultado de las pesquisas fue comunicado al Papa el pasado 26 de julio durante una reunión en la residencia de Castel Gandolfo. Pero nada ha trascendido. Según el juez Dalla Torre, la preciosa investigación no se puede incorporar a la causa porque “la comisión fue creada según el Código de Derecho Canónico”, mientras que el juicio “se desarrolla según el Código Penal del Estado Ciudad del Vaticano…”. Esto, y todo lo demás, se sabe porque a la sala pudo acceder un grupo de ocho periodistas cuya misión era apuntar todo con un bolígrafo facilitado por el Vaticano —para evitar que algún espabilado pudiese colocar una cámara en el capuchón— y luego contárselo a los colegas de todo el mundo arremolinados en la puerta.
Lo más relevante es, sin duda, la presencia de testigos en la sala a partir del martes. Además del secretario particular, el tribunal podrá llamar a declarar a una de las laicas consagradas que forman parte de la Familia Pontificia, al religioso Carlo María Polvani y a varios miembros de la Gendarmería Vaticana. Fue su titular, Domenico Giani, quien la mañana del 23 de mayo se presentó en el domicilio de Paolo Gabriele, también conocido por Paoletto, y se incautó de varias cajas con la correspondencia privada del Papa, una pepita de oro, una edición ilustrada de la Eneida de Annibal Caro, de 1581, y un cheque sin cobrar de 100.000 euros que José Luis Mendoza, el presidente de la Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM), le había entregado al Papa durante el último viaje a Cuba. Sin embargo, tras la detención, las filtraciones se siguieron produciendo. El propio Paoletto ya había advertido en una entrevista a la que acudió con el rostro oculto que no estaba solo, que había más de 20 personas deseosas de sacar a la luz las miserias del Vaticano por el bien de la Iglesia. La cuestión es que, influidos por el Espíritu Santo o por un deseo mundano de hacer caja, las filtraciones estaban muy bien enfocadas contra el secretario de Estado, monseñor Tarcisio Bertone. De ahí la importancia de la declaración del secretario particular del Papa. Monseñor Gänswein no es un ayudante más. Sobre todo en esta etapa del papado donde se han cruzado el deterioro físico de Ratzinger y las luchas de poder en el Vaticano hasta provocar lo que L'Osservatore Romano dio en llamar “un Papa rodeado por lobos”. El padre Georg ostenta el mismo cargo y cumple idéntica función junto a Benedicto XVI que el polaco Estanislao Dziwisz, Don Estanislao, cumplió en los últimos años de Juan Pablo II. Compatriotas, amigos, su última trinchera frente a la enfermedad o los lobos.
Pablo Ordaz
Roma, El País
No sería lógico, ni creíble, que la gran intriga sobre el robo y la difusión de la correspondencia secreta de Benedicto XVI se cerrara en falso con la condena rápida y a media luz de un personaje secundario llamado Paolo Gabriele, el mayordomo del Papa, detenido el 23 de mayo en su domicilio del Vaticano. Gabriele, de 46 años, casado y con tres hijos, se presentó ayer ante el tribunal formado por tres jueces laicos —aunque muy católicos— asumiendo su papel en el reparto, traje gris, corbata oscura, aspecto demacrado, pero con la esperanza de descargar el peso de la culpa. La declaración como testigo de un personaje a la altura de la obra, monseñor George Gänswein, el secretario particular de Joseph Ratzinger, puede arrojar luz sobre un caso aún muy oscuro. Desde que, a principios de año, empezaran a salir a la luz las luchas de poder en el seno de la Iglesia, monseñor George, de 57 años, reforzó su papel como guardián, amigo y confidente de un Papa anciano y enfermo, la única persona en la que el Pontífice podía confiar a ciegas. Pero también, como habitante del Apartamento papal, tocado por la sombra de la sospecha. El martes, Gabriele y Gänswein, el mayordomo gris y un monseñor con aspecto de galán de cine, volverán a verse las caras después de cuatro meses, pero ahora delante de un tribunal.
La primera jornada del juicio se fue en los formalismos de rigor. Sin cámaras ni grabadoras, en una sala presidida por un crucifijo, el presidente del Tribunal de Justicia del Vaticano, Giuseppe Dalla Torre, rector de una universidad católica privada (Lumsa), rechazó la mayoría de las alegaciones presentadas por la abogada del mayordomo y por el defensor del otro encausado, Claudio Sciarpelleti, un informático al servicio de la secretaría de Estado. Sin embargo, sí aceptó juzgarlos por separado. A Gabriele se le acusa de “robo agravado” y puede ser condenado a cuatro años de prisión. Sciarpelleti, que no se presentó al juicio por motivos de salud, se enfrenta a una pena de un año por “favorecer” el delito haciendo de correo entre el mayordomo y otros supuestos filtradores de documentos. Lo que no aceptó el tribunal fue la incorporación a la causa de la investigación realizada por la comisión cardenalicia nombrada por Benedicto XVI para esclarecer los hechos. Durante varios meses, tres cardenales mayores de 80 años —ya no papables y por tanto libres de esa tentación— tomaron declaración a una treintena de personas. El resultado de las pesquisas fue comunicado al Papa el pasado 26 de julio durante una reunión en la residencia de Castel Gandolfo. Pero nada ha trascendido. Según el juez Dalla Torre, la preciosa investigación no se puede incorporar a la causa porque “la comisión fue creada según el Código de Derecho Canónico”, mientras que el juicio “se desarrolla según el Código Penal del Estado Ciudad del Vaticano…”. Esto, y todo lo demás, se sabe porque a la sala pudo acceder un grupo de ocho periodistas cuya misión era apuntar todo con un bolígrafo facilitado por el Vaticano —para evitar que algún espabilado pudiese colocar una cámara en el capuchón— y luego contárselo a los colegas de todo el mundo arremolinados en la puerta.
Lo más relevante es, sin duda, la presencia de testigos en la sala a partir del martes. Además del secretario particular, el tribunal podrá llamar a declarar a una de las laicas consagradas que forman parte de la Familia Pontificia, al religioso Carlo María Polvani y a varios miembros de la Gendarmería Vaticana. Fue su titular, Domenico Giani, quien la mañana del 23 de mayo se presentó en el domicilio de Paolo Gabriele, también conocido por Paoletto, y se incautó de varias cajas con la correspondencia privada del Papa, una pepita de oro, una edición ilustrada de la Eneida de Annibal Caro, de 1581, y un cheque sin cobrar de 100.000 euros que José Luis Mendoza, el presidente de la Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM), le había entregado al Papa durante el último viaje a Cuba. Sin embargo, tras la detención, las filtraciones se siguieron produciendo. El propio Paoletto ya había advertido en una entrevista a la que acudió con el rostro oculto que no estaba solo, que había más de 20 personas deseosas de sacar a la luz las miserias del Vaticano por el bien de la Iglesia. La cuestión es que, influidos por el Espíritu Santo o por un deseo mundano de hacer caja, las filtraciones estaban muy bien enfocadas contra el secretario de Estado, monseñor Tarcisio Bertone. De ahí la importancia de la declaración del secretario particular del Papa. Monseñor Gänswein no es un ayudante más. Sobre todo en esta etapa del papado donde se han cruzado el deterioro físico de Ratzinger y las luchas de poder en el Vaticano hasta provocar lo que L'Osservatore Romano dio en llamar “un Papa rodeado por lobos”. El padre Georg ostenta el mismo cargo y cumple idéntica función junto a Benedicto XVI que el polaco Estanislao Dziwisz, Don Estanislao, cumplió en los últimos años de Juan Pablo II. Compatriotas, amigos, su última trinchera frente a la enfermedad o los lobos.