¡Bloqueados!
Manfredo Kempff Suárez
Los signos de admiración en el encabezamiento de esta nota, no corresponden, están de más. Serían necesarios si los bloqueos nos hubieran sorprendido, se aceptaría la admiración si el asunto fuera una novedad que nos dejara pasmados. ¡Bloqueados!, diría algún comentarista de una nación civilizada, de una sociedad normal, pero no si proviene de un boliviano como yo, que hace una década ve bloqueos todos los días, primero en La Paz, luego en Santa Cruz, pero siempre bloqueos por todas partes. Los bloqueos son como una metástasis en un cuerpo enfermo. Saltan de un lugar a otro. No existe forma de combatirlos porque el antídoto, que es la ley, no se lo quiere aplicar por miedo.
Hace algo más de diez años que se empezó a oír con insistencia que había bloqueos en la carretera Cochabamba-Santa Cruz. Eran cercos de piedras y troncos que obstruían el paso durante un par de horas y que se levantaban en cuanto la Policía o los militares se presentaban. Los bloqueadores desaparecían en los montes y el tráfico volvía a la normalidad. Después las noticias eran que los cercos a la carretera habían durado todo un día y una noche y que los sitiadores se habían enfrentado con las fuerzas del orden. Luego los cercos duraban días enteros produciendo pérdidas enormes al comercio de exportación, principalmente. Se sabía que quienes bloqueaban la ruta eran los cocaleros del Chapare comandados por el dirigente Evo Morales, quienes se negaban al control gubernamental de los cultivos excedentarios de las hojas de coca, ya entonces con destino al narcotráfico.
Luego fue bloqueada la carretera Oruro-La Paz, por otros actores. Y más tarde fueron los caminos vecinales los cercados en diversos lugares de la República, porque nada hay más contagioso que los bloqueos. O que lo diga Santa Cruz, ahora principal importadora de bloqueadores. Después hasta las calles de la sede de Gobierno se obstruyeron con adoquines y vehículos. Apareció un nuevo método de lucha que provocó, en gran medida, los muertos de octubre del 2003, y antes, los muertos en Chapare. El sistema de acoso a los gobiernos de turno tuvo éxito – los únicos éxitos que en la última década logramos exhibir los bolivianos – porque paralizó al país. Y lo que querían los bloqueadores era eso justamente: inmovilizar todo para provocar un daño sensible tanto a la economía cuanto a la libre circulación de personas. El propósito de los bloqueos es sacar de quicio a la población y obligar a las autoridades a despejar los parapetos y por lo tanto a enfrentarse con los sitiadores, produciendo heridos y a veces muertos. Esa era la intención en el origen del MAS, provocar bajas y echarle la culpa a la represión oficial.
El bloqueo ha sido el mayor aporte del MAS y de su jefe Evo Morales a la “cultura política” boliviana en lo que va del presente siglo. La “cultura de la vida” de que se vanagloria el MAS, de manera cínica, tiene su origen en la violencia, el desacato, el pavor de la gente de quedarse aislada en un camino como rehén en manos de asaltantes. El bloqueo de caminos ha costado a la nación muchos millones de dólares en pérdidas y peor ha convertido a Bolivia en un país paria, al que nadie quiere venir y con el que hacer comercio carretero es de un riesgo incalculable. ¿Cómo se va a aventurar los extranjeros a transitar por senderos donde no existe Dios ni ley. ¿Si ni los propios bolivianos se animan a hacerlo?
A fin de cuentas, se ha establecido el bloqueo como el principal modo de lucha política en Bolivia. De nada vale el Congreso y menos el Ejército espiando acobardado detrás de sus murallas y la Policía recibiendo pedradas y palos todos los días. El método canalla impuesto por el MAS ahora le está haciendo probar de su propio menjunje envenenado. Las protestas de los trabajadores, de los cocaleros insaciables, de los “movimientos sociales”, se manifiestan de la manera más fácil: bloqueando. Hoy no se necesita de la verba de Juan Lechín o de Filemón Escobar para reclamar con elocuencia los derechos de los trabajadores. Hoy a quien le dé la gana, por el motivo que sea, a la hora que quiera, se sienta en una calle o en una carretera con unos cuantos “hermanos”, una wiphala, trago, coca, y paraliza el tráfico. Es ahí donde el gobierno inventor de la trampa se pone a temblar.
Los bloqueadores no van a discutir con las autoridades; esa es la premisa natural. ¿No es algo genial y diabólico al mismo tiempo? Son los ministros o el Presidente quienes tienen que acudir presurosos al lugar de los bloqueos para rogar a los sitiadores que retiren las rocas y los troncos, bajo promesa solemne de dar gusto a sus requerimientos. Y van bajo riesgo de ser retenidos o simplemente secuestrados. Esta cultura del bloqueo ha llevado al populacho a algo más: a que no piense. En vez de pensar en alguna estrategia o demanda fundamentada, echan piedras a los caminos, se sientan a coquear, beben, y esperan a los desesperados que acudan para en ceder todo. Es por eso que Bolivia no crece, vende más caro pero no produce más. ¿Cómo va a crecer un país donde su gente se las pasa sentada en las calles y caminos, sin trabajar, obstruyendo el comercio y la libertad de circulación de los ciudadanos? La Paz, hoy día, es un ejemplo patético.
Los signos de admiración en el encabezamiento de esta nota, no corresponden, están de más. Serían necesarios si los bloqueos nos hubieran sorprendido, se aceptaría la admiración si el asunto fuera una novedad que nos dejara pasmados. ¡Bloqueados!, diría algún comentarista de una nación civilizada, de una sociedad normal, pero no si proviene de un boliviano como yo, que hace una década ve bloqueos todos los días, primero en La Paz, luego en Santa Cruz, pero siempre bloqueos por todas partes. Los bloqueos son como una metástasis en un cuerpo enfermo. Saltan de un lugar a otro. No existe forma de combatirlos porque el antídoto, que es la ley, no se lo quiere aplicar por miedo.
Hace algo más de diez años que se empezó a oír con insistencia que había bloqueos en la carretera Cochabamba-Santa Cruz. Eran cercos de piedras y troncos que obstruían el paso durante un par de horas y que se levantaban en cuanto la Policía o los militares se presentaban. Los bloqueadores desaparecían en los montes y el tráfico volvía a la normalidad. Después las noticias eran que los cercos a la carretera habían durado todo un día y una noche y que los sitiadores se habían enfrentado con las fuerzas del orden. Luego los cercos duraban días enteros produciendo pérdidas enormes al comercio de exportación, principalmente. Se sabía que quienes bloqueaban la ruta eran los cocaleros del Chapare comandados por el dirigente Evo Morales, quienes se negaban al control gubernamental de los cultivos excedentarios de las hojas de coca, ya entonces con destino al narcotráfico.
Luego fue bloqueada la carretera Oruro-La Paz, por otros actores. Y más tarde fueron los caminos vecinales los cercados en diversos lugares de la República, porque nada hay más contagioso que los bloqueos. O que lo diga Santa Cruz, ahora principal importadora de bloqueadores. Después hasta las calles de la sede de Gobierno se obstruyeron con adoquines y vehículos. Apareció un nuevo método de lucha que provocó, en gran medida, los muertos de octubre del 2003, y antes, los muertos en Chapare. El sistema de acoso a los gobiernos de turno tuvo éxito – los únicos éxitos que en la última década logramos exhibir los bolivianos – porque paralizó al país. Y lo que querían los bloqueadores era eso justamente: inmovilizar todo para provocar un daño sensible tanto a la economía cuanto a la libre circulación de personas. El propósito de los bloqueos es sacar de quicio a la población y obligar a las autoridades a despejar los parapetos y por lo tanto a enfrentarse con los sitiadores, produciendo heridos y a veces muertos. Esa era la intención en el origen del MAS, provocar bajas y echarle la culpa a la represión oficial.
El bloqueo ha sido el mayor aporte del MAS y de su jefe Evo Morales a la “cultura política” boliviana en lo que va del presente siglo. La “cultura de la vida” de que se vanagloria el MAS, de manera cínica, tiene su origen en la violencia, el desacato, el pavor de la gente de quedarse aislada en un camino como rehén en manos de asaltantes. El bloqueo de caminos ha costado a la nación muchos millones de dólares en pérdidas y peor ha convertido a Bolivia en un país paria, al que nadie quiere venir y con el que hacer comercio carretero es de un riesgo incalculable. ¿Cómo se va a aventurar los extranjeros a transitar por senderos donde no existe Dios ni ley. ¿Si ni los propios bolivianos se animan a hacerlo?
A fin de cuentas, se ha establecido el bloqueo como el principal modo de lucha política en Bolivia. De nada vale el Congreso y menos el Ejército espiando acobardado detrás de sus murallas y la Policía recibiendo pedradas y palos todos los días. El método canalla impuesto por el MAS ahora le está haciendo probar de su propio menjunje envenenado. Las protestas de los trabajadores, de los cocaleros insaciables, de los “movimientos sociales”, se manifiestan de la manera más fácil: bloqueando. Hoy no se necesita de la verba de Juan Lechín o de Filemón Escobar para reclamar con elocuencia los derechos de los trabajadores. Hoy a quien le dé la gana, por el motivo que sea, a la hora que quiera, se sienta en una calle o en una carretera con unos cuantos “hermanos”, una wiphala, trago, coca, y paraliza el tráfico. Es ahí donde el gobierno inventor de la trampa se pone a temblar.
Los bloqueadores no van a discutir con las autoridades; esa es la premisa natural. ¿No es algo genial y diabólico al mismo tiempo? Son los ministros o el Presidente quienes tienen que acudir presurosos al lugar de los bloqueos para rogar a los sitiadores que retiren las rocas y los troncos, bajo promesa solemne de dar gusto a sus requerimientos. Y van bajo riesgo de ser retenidos o simplemente secuestrados. Esta cultura del bloqueo ha llevado al populacho a algo más: a que no piense. En vez de pensar en alguna estrategia o demanda fundamentada, echan piedras a los caminos, se sientan a coquear, beben, y esperan a los desesperados que acudan para en ceder todo. Es por eso que Bolivia no crece, vende más caro pero no produce más. ¿Cómo va a crecer un país donde su gente se las pasa sentada en las calles y caminos, sin trabajar, obstruyendo el comercio y la libertad de circulación de los ciudadanos? La Paz, hoy día, es un ejemplo patético.