ANÁLISIS / La brutal e injusta factura de la Historia
El Estados Unidos de Obama paga el profundo resentimiento que le guarda el mundo árabe desde la época de George W. Bush
Javier Valenzuela
Madrid, El País
La Historia es cruelmente inoportuna, suele pasar factura en el peor momento. Es injusto, ciertamente, que el Estados Unidos de Obama, que en el discurso de El Cairo propuso una reconciliación con el mundo árabe y musulmán, que apoyó la Primavera Árabe con, como mínimo, mayor convicción que la Unión Europea, y que ha expresado una voluntad de cooperar con los gobiernos islamistas supuestamente moderados surgidos de las elecciones democráticas en Túnez y Egipto, pague ahora el precio de tantos años de desprecio imperial hacia los pueblos del norte de África y Oriente Próximo, tantos años de denigrar intelectualmente la arabidad y el islam, tantos años de apoyar regímenes autocráticos como los de Ben Alí y Mubarak, tantos años de sostén a Israel haga lo que haga.
Que nadie se llame a engaños: el resentimiento con Estados Unidos en el mundo árabe y musulmán es muy profundo, y se ahondó enormemente en los años de George W. Bush, con la invasión de Irak, las barbaridades de Abu Graib y Guantánamo y una forma brutal de combatir el yihadismo que, entre otras cosas, se apoyaba en las autocracias árabes, a las que incluso se subcontrataba la detención y tortura de los sospechosos. ¿También en Túnez, el país más abierto, más tolerante, más liberal en el buen viejo sentido de la palabra del Magreb? Pues sí, también en Túnez. Sus habitantes –laicos, meros musulmanes piadosos y pacíficos o militantes en el integrismo– no han olvidado que Ben Alí era citado como ejemplo de gobernante árabe por Washington y por las instituciones financieras allí basadas como el FMI y el Banco Mundial.
Dicho lo cual, es evidente que Estados Unidos no es responsable del bodrio cinematográfico que denigra a Mahoma colgado por no se sabe muy bien quién en Internet. Y aún lo es más que las reacciones de las inflamadas turbas salafistas que estamos viendo estos días en Egipto, Libia, Yemen, Sudán y Túnez sólo hablan mal de sus protagonistas, solo confirman su carácter mostrenco en lo ideológico, totalitario en lo político y violento en la metodología. El salafismo, esa interpretación primaria, fundamentalista y excluyente del islam regada en los últimos lustros por los petrodólares de Arabia Saudí –un aliado de Estados Unidos, mire usted por donde- es, tristemente, un tumor en expansión.
Sus víctimas ahora son las sedes diplomáticas y el personal de Estados Unidos, en flagrante violación de convenciones internacionales que a ellos se las traen al pairo. Pero en los últimos meses lo han sido muchos hombres y mujeres árabes por cosas como hacer exposiciones de cuadros o emitir series de televisión consideradas “blasfemas”; por no llevar el “hiyab” en las calles; por negarse a que los Estados democráticos surgidos de la Primavera Árabe sean confesionalmente integristas. Hasta los pacíficos sufíes, musulmanes defensores de una hermosa vía mística de practicar la religión del Corán, están siendo sañudamente perseguidos por los salafistas en el norte de África. Y en Tombuctú, caída ahora en manos de estos locos de Dios, centenarias expresiones de piedad popular musulmana son destrozadas por los iconoclastas.
Los demócratas tunecinos y sus amigos en el exterior llevaban meses denunciando que los salafistas estaban imponiendo en el país del jazmín su matonismo –exposiciones asaltadas, películas y series de televisión perseguidas, mujeres acosadas…-. Y ello ante la pasividad del gobierno de los islamistas supuestamente moderados de En Nahda, ganadores de las elecciones legislativas libres de 2011, las que siguieron al derrocamiento de Ben Ali. Hasta hoteles que sirven alcohol tan solo en su interior han sido acosados por estas turbas, en un país cuyo principal recurso económico es el hoy escaso turismo extranjero. A esto último responden los salafistas en Túnez y Egipto con un levantamiento de hombros: ellos proponen un turismo “halal” para clientelas de los países del Golfo.
Ahora, con los brutales asaltos en Túnez a las representaciones diplomáticas y otros centros civiles vinculados a Estados Unidos, el mundo sabe que esas denuncias no eran paranoicas, que el salafismo está aprovechando la libertad recién conquistada para imponerse tal y como lo hicieron los nazis en la República de Weimar, a puñetazos si es preciso.
Entretanto, el Estados Unidos de Obama paga una pesada factura histórica. Quizá el mayor símbolo de esta injusticia sea la violenta muerte, el pasado martes, de Chris Stevens en el asalto armado al consulado de Bengasi. El embajador norteamericano en Libia, designado personalmente por el actual presidente norteamericano, hablaba árabe, amaba a los árabes, conocía y respetaba sus usos y costumbres y apoyaba combativamente ese deseo de libertad y dignidad que expresan desde el pasado año millones de ellos. A sus asesinos les importó un comino.
Javier Valenzuela
Madrid, El País
La Historia es cruelmente inoportuna, suele pasar factura en el peor momento. Es injusto, ciertamente, que el Estados Unidos de Obama, que en el discurso de El Cairo propuso una reconciliación con el mundo árabe y musulmán, que apoyó la Primavera Árabe con, como mínimo, mayor convicción que la Unión Europea, y que ha expresado una voluntad de cooperar con los gobiernos islamistas supuestamente moderados surgidos de las elecciones democráticas en Túnez y Egipto, pague ahora el precio de tantos años de desprecio imperial hacia los pueblos del norte de África y Oriente Próximo, tantos años de denigrar intelectualmente la arabidad y el islam, tantos años de apoyar regímenes autocráticos como los de Ben Alí y Mubarak, tantos años de sostén a Israel haga lo que haga.
Que nadie se llame a engaños: el resentimiento con Estados Unidos en el mundo árabe y musulmán es muy profundo, y se ahondó enormemente en los años de George W. Bush, con la invasión de Irak, las barbaridades de Abu Graib y Guantánamo y una forma brutal de combatir el yihadismo que, entre otras cosas, se apoyaba en las autocracias árabes, a las que incluso se subcontrataba la detención y tortura de los sospechosos. ¿También en Túnez, el país más abierto, más tolerante, más liberal en el buen viejo sentido de la palabra del Magreb? Pues sí, también en Túnez. Sus habitantes –laicos, meros musulmanes piadosos y pacíficos o militantes en el integrismo– no han olvidado que Ben Alí era citado como ejemplo de gobernante árabe por Washington y por las instituciones financieras allí basadas como el FMI y el Banco Mundial.
Dicho lo cual, es evidente que Estados Unidos no es responsable del bodrio cinematográfico que denigra a Mahoma colgado por no se sabe muy bien quién en Internet. Y aún lo es más que las reacciones de las inflamadas turbas salafistas que estamos viendo estos días en Egipto, Libia, Yemen, Sudán y Túnez sólo hablan mal de sus protagonistas, solo confirman su carácter mostrenco en lo ideológico, totalitario en lo político y violento en la metodología. El salafismo, esa interpretación primaria, fundamentalista y excluyente del islam regada en los últimos lustros por los petrodólares de Arabia Saudí –un aliado de Estados Unidos, mire usted por donde- es, tristemente, un tumor en expansión.
Sus víctimas ahora son las sedes diplomáticas y el personal de Estados Unidos, en flagrante violación de convenciones internacionales que a ellos se las traen al pairo. Pero en los últimos meses lo han sido muchos hombres y mujeres árabes por cosas como hacer exposiciones de cuadros o emitir series de televisión consideradas “blasfemas”; por no llevar el “hiyab” en las calles; por negarse a que los Estados democráticos surgidos de la Primavera Árabe sean confesionalmente integristas. Hasta los pacíficos sufíes, musulmanes defensores de una hermosa vía mística de practicar la religión del Corán, están siendo sañudamente perseguidos por los salafistas en el norte de África. Y en Tombuctú, caída ahora en manos de estos locos de Dios, centenarias expresiones de piedad popular musulmana son destrozadas por los iconoclastas.
Los demócratas tunecinos y sus amigos en el exterior llevaban meses denunciando que los salafistas estaban imponiendo en el país del jazmín su matonismo –exposiciones asaltadas, películas y series de televisión perseguidas, mujeres acosadas…-. Y ello ante la pasividad del gobierno de los islamistas supuestamente moderados de En Nahda, ganadores de las elecciones legislativas libres de 2011, las que siguieron al derrocamiento de Ben Ali. Hasta hoteles que sirven alcohol tan solo en su interior han sido acosados por estas turbas, en un país cuyo principal recurso económico es el hoy escaso turismo extranjero. A esto último responden los salafistas en Túnez y Egipto con un levantamiento de hombros: ellos proponen un turismo “halal” para clientelas de los países del Golfo.
Ahora, con los brutales asaltos en Túnez a las representaciones diplomáticas y otros centros civiles vinculados a Estados Unidos, el mundo sabe que esas denuncias no eran paranoicas, que el salafismo está aprovechando la libertad recién conquistada para imponerse tal y como lo hicieron los nazis en la República de Weimar, a puñetazos si es preciso.
Entretanto, el Estados Unidos de Obama paga una pesada factura histórica. Quizá el mayor símbolo de esta injusticia sea la violenta muerte, el pasado martes, de Chris Stevens en el asalto armado al consulado de Bengasi. El embajador norteamericano en Libia, designado personalmente por el actual presidente norteamericano, hablaba árabe, amaba a los árabes, conocía y respetaba sus usos y costumbres y apoyaba combativamente ese deseo de libertad y dignidad que expresan desde el pasado año millones de ellos. A sus asesinos les importó un comino.