Un hervidero racial en Disneylandia
La muerte de dos hispanos a manos de la policía desata una violencia sin precedentes en una de las urbes próximas a Los Ángeles más acomodadas
Rocío Ayuso
Los Ángeles, El País
Disneylandia recibe de media unas 40.000 personas al día, como si la población entera de la ciudad de Soria se trasladara diariamente al llamado “lugar más feliz del mundo”. Casi todos ellos consideran el parque de atracciones como una urbe en sí misma, con su propia moneda (dólares con la cara de Mickey) o su propia oficina postal, sin saber que están en Anaheim, entre las 10 localidades con más habitantes de California. Y sin noción alguna de las tensiones raciales y económicas en las que se apoya esta comunidad, parte del condado de Orange, que series como The OC retratan como el Beverly Hills junto al mar, una zona blanca, conservadora y de dinero. Nada más lejos de la verdad, como dejan claro los disturbios sociales de estos últimos días, desencadenados por la muerte de dos hispanos a manos de la policía.
Los problemas comenzaron el 21 de julio, cuando Manuel Ángel Díaz, de 25 años, murió de un tiro en la espalda efectuado por agentes de la policía tras darle el alto. El fallecido no estaba armado. La policía dice que hizo un gesto sospechoso. Los testigos dicen que fue rematado en el suelo.
Ni 24 horas después de este altercado, otro hispano, Joel Acevedo, de 21 años, yacía muerto con una pistola entre sus piernas. La policía asegura que dispararon contra un reconocido pandillero tras una breve persecución. La comunidad vio otro acto de brutalidad policial. Antes de que concluyera la semana se produjo un tercer tiroteo, esta vez sin víctimas.
Para ese momento la mecha había prendido. Primero fueron las protestas, luego las manifestaciones y finalmente los disturbios con fuertes enfrentamientos entre antidisturbios y manifestantes, actos de vandalismo en los comercios de la zona, 24 detenidos —algunos de ellos todavía bajo custodia—, varios heridos, y más de un centenar de locales destrozados a lo largo de varias jornadas. Eso además de los llamamientos a la calma tanto del alcalde como de organizaciones locales, las denuncias civiles y legales contra la ciudad y sus fuerzas del orden, y las advertencias de que estos incidentes no son más que la primera chispa de una situación que puede empeorar en los próximos días.
No hace falta ir muy atrás para ver las razones de esta erupción de violencia en una comunidad aparentemente pacífica y feliz. Un desayuno cualquiera en uno de sus dinners o cafeterías más baratas mostrará lo que no muestran ni The OC ni Disneylandia: todos los sabores de Latinoamérica, una comunidad donde principalmente los mexicanos de origen, muchos de ellos ya nacidos en Estados Unidos, dominan tanto a un lado como al otro del mostrador.
Sin embargo, en los 150 años de historia de este municipio solo 3 de los 127 concejales que sirvieron a la ciudad fueron latinos. Y de sus 363 agentes de policía, solo 82 hablan su mismo idioma, ese español / spanglish con el que se maneja el 53% de la población de esta ciudad de mayoría hispana y pobre —sin apenas derecho al voto entre menores y sin papeles— de 340.000 habitantes. Una desigualdad que incluso se percibe geográficamente. Claramente separadas por una autopista, al norte está lo que se llaman las “Flatlands”, barrio llano e hispano de trabajadores y pobreza, y al otro lado, más cerca del mar, los “Hills”, colinas donde viven los que tienen, en su mayoría blancos caucásicos y, como el resto del condado, bastión republicano. Un barrio en el que además viven cuatro de los cinco concejales actuales.
Son los mismos moradores de este barrio los que fomentaron la desigualdad en su ciudad, apoyando inversiones hoteleras necesitadas de mano de obra barata en el sector servicios, ya sea para esa gran ciudad utópica con orejas de Mickey o para los negocios que crecen a su sombra aprovechando la bonanza de este destino vacacional. Un cambio muy rápido y desproporcionado, con sueldos mínimos para sus trabajadores y sin muchas posibilidades de mejora en el escalafón social debido a un sistema de representación municipal que fomenta la desigualdad al no escoger sus concejales por barrios, y que reporta beneficios solo entre los que más tienen.
Por ejemplo, un estudio sobre el área muestra que los “Hills” tiene el doble de bibliotecas y muchas más zonas verdes, parques de bomberos y otros servicios comunitarios que las “Flatlands”, donde sus jóvenes (un 20% de los latinos de Anaheim aún no ha cumplido los 18) se encuentran a la salida del instituto sin trabajo y atrapados entre un mundo de pandilleros y de violencia policial.
“La policía no se mete con los chicos blancos de los barrios ricos por estar charlando. Y esos no le tienen miedo a la policía. Pero los jóvenes con la tez más oscura de los barrios más pobres sí”, resumió Dana Douglas, abogada de la familia Díaz, que ha denunciado a las fuerzas de seguridad por la muerte de su hijo. La otra denuncia, incluso anterior a estas muertes, la presentó un grupo defensor de las libertades civiles reclamando —ahora más que nunca— un sistema municipal que represente de manera más equitativa a la comunidad.
A falta de una investigación oficial sobre los sucesos que desataron la crisis, la policía describe ambas muertes como las de dos pandilleros que opusieron resistencia a los agentes de seguridad. Para la comunidad, las muertes son producto del ambiente en el que se criaron, que no es tan feliz como los veraneantes de Disneylandia lo perciben. Veraneantes que ni se dieron cuenta de la gravedad de los disturbios, envueltos en un reino mágico donde no se escuchan las protestas locales, que también critican al parque porque consigue del municipio todo lo que quiere a cambio de mantener en el área esta pingüe fuente de ingresos que, claramente, no llega a todos por igual.
Rocío Ayuso
Los Ángeles, El País
Disneylandia recibe de media unas 40.000 personas al día, como si la población entera de la ciudad de Soria se trasladara diariamente al llamado “lugar más feliz del mundo”. Casi todos ellos consideran el parque de atracciones como una urbe en sí misma, con su propia moneda (dólares con la cara de Mickey) o su propia oficina postal, sin saber que están en Anaheim, entre las 10 localidades con más habitantes de California. Y sin noción alguna de las tensiones raciales y económicas en las que se apoya esta comunidad, parte del condado de Orange, que series como The OC retratan como el Beverly Hills junto al mar, una zona blanca, conservadora y de dinero. Nada más lejos de la verdad, como dejan claro los disturbios sociales de estos últimos días, desencadenados por la muerte de dos hispanos a manos de la policía.
Los problemas comenzaron el 21 de julio, cuando Manuel Ángel Díaz, de 25 años, murió de un tiro en la espalda efectuado por agentes de la policía tras darle el alto. El fallecido no estaba armado. La policía dice que hizo un gesto sospechoso. Los testigos dicen que fue rematado en el suelo.
Ni 24 horas después de este altercado, otro hispano, Joel Acevedo, de 21 años, yacía muerto con una pistola entre sus piernas. La policía asegura que dispararon contra un reconocido pandillero tras una breve persecución. La comunidad vio otro acto de brutalidad policial. Antes de que concluyera la semana se produjo un tercer tiroteo, esta vez sin víctimas.
Para ese momento la mecha había prendido. Primero fueron las protestas, luego las manifestaciones y finalmente los disturbios con fuertes enfrentamientos entre antidisturbios y manifestantes, actos de vandalismo en los comercios de la zona, 24 detenidos —algunos de ellos todavía bajo custodia—, varios heridos, y más de un centenar de locales destrozados a lo largo de varias jornadas. Eso además de los llamamientos a la calma tanto del alcalde como de organizaciones locales, las denuncias civiles y legales contra la ciudad y sus fuerzas del orden, y las advertencias de que estos incidentes no son más que la primera chispa de una situación que puede empeorar en los próximos días.
No hace falta ir muy atrás para ver las razones de esta erupción de violencia en una comunidad aparentemente pacífica y feliz. Un desayuno cualquiera en uno de sus dinners o cafeterías más baratas mostrará lo que no muestran ni The OC ni Disneylandia: todos los sabores de Latinoamérica, una comunidad donde principalmente los mexicanos de origen, muchos de ellos ya nacidos en Estados Unidos, dominan tanto a un lado como al otro del mostrador.
Sin embargo, en los 150 años de historia de este municipio solo 3 de los 127 concejales que sirvieron a la ciudad fueron latinos. Y de sus 363 agentes de policía, solo 82 hablan su mismo idioma, ese español / spanglish con el que se maneja el 53% de la población de esta ciudad de mayoría hispana y pobre —sin apenas derecho al voto entre menores y sin papeles— de 340.000 habitantes. Una desigualdad que incluso se percibe geográficamente. Claramente separadas por una autopista, al norte está lo que se llaman las “Flatlands”, barrio llano e hispano de trabajadores y pobreza, y al otro lado, más cerca del mar, los “Hills”, colinas donde viven los que tienen, en su mayoría blancos caucásicos y, como el resto del condado, bastión republicano. Un barrio en el que además viven cuatro de los cinco concejales actuales.
Son los mismos moradores de este barrio los que fomentaron la desigualdad en su ciudad, apoyando inversiones hoteleras necesitadas de mano de obra barata en el sector servicios, ya sea para esa gran ciudad utópica con orejas de Mickey o para los negocios que crecen a su sombra aprovechando la bonanza de este destino vacacional. Un cambio muy rápido y desproporcionado, con sueldos mínimos para sus trabajadores y sin muchas posibilidades de mejora en el escalafón social debido a un sistema de representación municipal que fomenta la desigualdad al no escoger sus concejales por barrios, y que reporta beneficios solo entre los que más tienen.
Por ejemplo, un estudio sobre el área muestra que los “Hills” tiene el doble de bibliotecas y muchas más zonas verdes, parques de bomberos y otros servicios comunitarios que las “Flatlands”, donde sus jóvenes (un 20% de los latinos de Anaheim aún no ha cumplido los 18) se encuentran a la salida del instituto sin trabajo y atrapados entre un mundo de pandilleros y de violencia policial.
“La policía no se mete con los chicos blancos de los barrios ricos por estar charlando. Y esos no le tienen miedo a la policía. Pero los jóvenes con la tez más oscura de los barrios más pobres sí”, resumió Dana Douglas, abogada de la familia Díaz, que ha denunciado a las fuerzas de seguridad por la muerte de su hijo. La otra denuncia, incluso anterior a estas muertes, la presentó un grupo defensor de las libertades civiles reclamando —ahora más que nunca— un sistema municipal que represente de manera más equitativa a la comunidad.
A falta de una investigación oficial sobre los sucesos que desataron la crisis, la policía describe ambas muertes como las de dos pandilleros que opusieron resistencia a los agentes de seguridad. Para la comunidad, las muertes son producto del ambiente en el que se criaron, que no es tan feliz como los veraneantes de Disneylandia lo perciben. Veraneantes que ni se dieron cuenta de la gravedad de los disturbios, envueltos en un reino mágico donde no se escuchan las protestas locales, que también critican al parque porque consigue del municipio todo lo que quiere a cambio de mantener en el área esta pingüe fuente de ingresos que, claramente, no llega a todos por igual.