Fútbol boliviano: Wilstermann impuso su eficacia ante un Bolívar sin puntería


José Vladimir Nogales
Wilsterman aumentó su cosecha y su particular propósito de mantener a la vista la estela de The Strongest tras superar a Bolívar (3-2), sin aspavientos ni brillantez, gracias a la eficacia de su ofensiva. Aparicio lideró la acometida inicial que Wilstermann emprendió contra Bolívar, pero después de padecer quince tormentosos minutos en los que expuso su desnudez defensiva (sin suficiente marca en el medio, la zaga queda muy expuesta). La velocidad que emprende a las acciones desarbola al adversario hasta que toma la medida y se pincha.

Este Wilstermann de Mauricio Soria no cambia el discurso: sigue colgado de sus tres atacantes (a veces tiesos y condicionando el funcionamiento), sujeto por Paz y Andrada y protegido por Zenteno y Hugo Suárez. Pero, de igual modo, sigue sin cerebro. No hay novedad en el frente. El equipo se diluye en las segundas partes, donde el rival, sea el que sea, encuentra oportunidades. Bolívar las tuvo, aunque careció por completo de puntería en ataque, de fuego, de uñas. Jazmany Campos (indultado de su proscripción en el banco) revolucionó el partido en la segunda mitad, metiendo buenos pases, desbordando, desequilibrando por el sangrante flanco izquierdo de los rojos. Pero el suyo era un trabajo incomprendido o mal complementando. Sus acciones (en sociedad con el habilidoso Daniel Suárez) colocaron a su equipo al borde del empate, pero no encontraron al hombre que las concluyese. Aquél que plasmase su trabajo en la red.

La victoria, la segundo del curso, aleja a Wilstermann de los puestos de descenso y le afianza entre los líderes (a dos unidades de la cima). Buenas notas, buenos resultados desde la caída en el debut. Sin embargo, el segundo triunfo (aún tratándose de un adversario de envergadura) no evita la preocupación, más allá de los aplausos y la festiva euforia del final. El equipo, dignamente recompuesto para ganar partidos domésticos, no parece todavía en el nivel de los grandes compromisos. Ocurre que la lectura utilitaria de las victorias tiene la virtud (o el defecto) de esconder imperfecciones. Enfatiza lo positivo y disimula lo negativo. Y eso ocurrió en el Capriles. El 3-2 sobre Bolívar quedó en un plano equidistante entre una plausible victoria holgada y la frustración de un potencial empate´(bastante posible a tenor del mayúsculo despilfarro de la visita), que habría hecho saltar todas las alarmas. La posibilidad de acrecentar las cifras victoriosas residía, esencialmente, en lo que produjo ofensivamente con la pelota: juego vertical, profundidad y desborde. Pero faltó dosis de efectividad para materializar esas virtudes en la red. Lo otro, la sombra del empate, sobrevoló a partir de cierta incapacidad propia para neutralizar las virtudes del rival (maniatar a Campos, por caso) y por defectos de diseño (escasa marca en el centro del campo) que conducen al caos posicional cuando la batalla se instala en campo propio.

Se valora el interés por anotar pronto, pero desespera la distracción posterior. El temor es que un rival afilado (uno más certero que este etéreo Bolívar, envuelto en una severa diáspora interna) se cuele por esas rendijas de la confianza cuando ya sea imposible rectificar.

En la primera mitad (tras el sofocón inicial) el anfitrión se empleó con entusiasmo. Lo inquietante es comprobar que no se detecta nada nuevo en la idea del juego. Mucho vértigo y excesiva verticalidad; poca pausa y escasa reflexión. Wilstermann no elabora. Piensa poco. Acelera o tira pelotazos. Prescinde del medio para abastecer rápido a los puntas. Si el equipo está acertado, puede hacer daño con la movilidad de los puntas. Si se muestra impreciso y estático, sufre. Por eso, muchas veces cuando no encuentra espacios para prosperar y se somete a una fuerte presión en el centro, se mete en monumentales atascos.

Aparicio comenzó en la izquierda e hizo crujir las vértebras de Ariel Juárez. Cuando se cambió de banda lo padeció Barba. Su pierna derecha (cuando encontró campo para progresar) sembró el pánico en cada acción que lo tuvo en rol protagónico. Un desborde suyo por derecha arrancó a los rojos del sufriente letargo. El centro a la carrera (uno de manual) concluyó en el gol de Salinas.

El gol y la oleada de embestidas fueron la mejor noticia de un equipo poco brillante con la pelota, cuyo juego es demasiado previsible y peligrosamente rutinario. Es un conjunto vacío, con muy poco que ofrecer y al que le falta imaginación para crear y sorprender. Sin futbolistas que actúen entre líneas y enganchen la media con el ataque, la figura de un jugador-manija se añora más que nunca. Sin él se pierde ese factor sorpresa tan necesario para sacar al equipo del letargo futbolístico que en el que está sumido por la primacía verticalista en un sistema exageradamente encorsetado, pleno de rígidez. Puede ganar por una acción aislada, por un arranque de Aparicio o por el oportunismo de Salinas o De Francesco. Con esas armas superó a Bolívar, pero no dejan de ser argumentos de no muy alta eficacia que, aún obedeciendo una idea de cómo jugar (rápido y vertical), revelan carencias asociativas y escasez de variantes. Un penal a De Francesco (tan punible como el que Barba le cometió a Salinas minutos antes) fue transformado en un tranquilizador 2-0 por Hugo Suárez.

Bolívar salió más entero tras el descanso y su reacción coincidió con la inclusión de Jazmany Campos y el desmayo de Wilstermann. Mientras el equipo de Portugal recuperaba la autoestima en contacto con el balón, el ejército rojo se reducía a dos únicos soldados: Andrada y Paz. Su trabajo resultaba encomiable. Ellos eran suficientes para contener al enemigo y, aunque su esfuerzo físico era descomunal, aún se permitían detalles de buen fútbol.

Cediendo el balón a Bolívar, Wilstermann apostó por el contragolpe. Intimidó al principio (De Francesco dilapidó un gran desborde de Salinas) y se desvaneció después. Sin el balón, fue metiéndose atrás. Y cuanto más atrás se paró, más lejos del arco recuperaba el balón, haciendo largas, desgastantes y fútiles las corridas al otro arco. Wilstermann fue incapaz de dar tres pases seguidos. Cuando dio dos, lo hizo sin criterio. Bolívar organizó mejor sus recursos. Lo aprovecharon sus extremos. Yacerote y Campos se lanzaron sobre Rodríguez y Bejarano. Hicieron estragos. Sobre todo, Campos. El cruceño provocó que el profuso sangrado por ese andarivel se tornase en hemorragia. Fue el fin de una mala noche para Rodríguez. Fueron momentos difíciles para Wilstermann.

El intento de Mauricio Soria por subsanar aquella lacerante deficiencia ocasionó un mayúsculo desarreglo: el rediseño de la nómina (afuera Romero y Rodríguez) le llevó a tirar de la manta hacia atrás. Lo que, en teoría, ganó con Nicolás Suárez (marca) perdió en manejo y tenencia de pelota. Por un lado, al tener menos el balón Wilstermann recargó el peso del partido sobre su defensa. Segundo, al disponer de menos recursos para asegurar la posesión de cada balón recuperado hizo más intermitente y escuálido el contragolpe puesto que las entregas eran más propensas a infectarse del bacilo de la imprecisión en un terreno baldío. Por otra parte, Zanotti (cuya inserción obligó a descomponer el mediocampo) no solucionó el drama del carril izquierdo, allá por donde Campos (en sociedad con Lizzio) horadaba una defensa que, con el aporrear de los segundos, se revelaba inestable. El descuento llegó por esa fisura. Campos, que se escurrió entre Suárez y Zanotti, envió un centro que sobrepasó la abortiva maniobra de Hugo Suárez y le quedó limpio a Miranda.

El descuento desató los peores temores en un estadio que, de súbito, quedó enmudecido. Pesadillas como la que parecía fraguar el cruento destino se habían vivido muchas veces antes. Y ésta iba en camino, de no mediar una rápida respuesta roja: balón abierto por Andrada, desborde de Aparicio, centro a la carrera, pifia defensiva y gol de Lucas de Francesco. Volvía la calma.

Portugal no se resignó. Pese a la recompuesta desventaja, en su lectura del partido veía posibilidades. Veía a un Wilstermann defensivamente fragmentado, sin marca ecalonada en el medio y escasamente compacto, con las líneas de contención muy separadas. Veía que le dolía el toque corto. Que las maniobras coordinadas abrían peligrosas fisuras en una estructura resquebrajada, que ninguna solidez ofrecía. Y apostó por la figura del desequilibrante Daniel Suárez. Entre el joven atacante y el lateral Ariel Juárez (que trepó poco, siendo un arma letal ante un Wilstermann que carecía de soluciones para tapar eventuales proyecciones de los laterales) le armaron un insoluble lío a Zanotti, desbordado hasta por su sombra.

En ese contexto, el cotejo ingresó en una vorágine incontrolable. No había pausas. Todo era vértigo. A los embates de Bolívar, Wilstermann respondía contragolpeando. El gol de Campos (de tiro libre) agregó suspenso a un partido que nunca estuvo resuelto. Mucho menos sobre el final, cuando Rentería no alcanzó a empujar un venenoso centro de Suárez o el enésimo desborde del mismo Suárez que el lateral Ariel Juárez disparó sobre el arco. En la última jugada, Aparicio tuvo el cuarto y lo erró por goloso.

A esa altura Wilstermann ya se sentía ganador y con la conciencia tranquila. Los goles, como suele ocurrir, relativizan lo demás. Y esta vez lo demás resultó, durante bastante tiempo, deprimente. Conviene señalarlo porque Soria ha superado los plazos del ensamblaje y el equipo está en tiempo de definir su personalidad. Pero no hay avances. Mayor solidez defensiva, mejoras en la creación. Y cada rival es tratado como un enemigo temible. Los resultados son inmejorables, pero la imagen es imperfecta.

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