El Ejército Libre Sirio cambia de rostro
Los rebeldes endurecen sus acciones en la guerra y asesinan a quienes consideran traidores
Cada vez hay más extranjeros en sus brigadas
Mayte Carrasco
Beirut, El País
Asad, el León de Rankús, sonríe a los visitantes como si hubiera tenido un día magnífico. Sin embargo, este comandante del Geish al Hor (Ejército Libre de Siria, ELS) que comparte nombre con su mayor enemigo, el presidente Bachar el Asad, ha sufrido hace unos 30 minutos una emboscada en la que ha perdido a uno de sus hombres. “No he podido recoger su cadáver porque la bomba lo ha destrozado en varios pedazos”, explica. Además, acaba de darle una paliza a un traidor al que ha interrogado durante tres horas. De rodillas, sin un solo signo de fatiga, el León coge un trozo de pan y come como si nada, hablando sobre antigüedades bizantinas.
Eso es lo que más sorprende de los combatientes del ELS, su constancia, su voluntad de morir por la victoria y luchar hasta el final. Un sentimiento que se ha reforzado a medida que ha avanzado el conflicto, que comenzó en marzo de 2011. El ELS nació un poco más tarde, en otoño de ese año, cuando hartos de ver la brutal represión de las manifestaciones pacíficas (musájara), que acababan con asesinatos de indefensos opositores y con la mitad de los participantes en prisión, muchos decidieron tomar las armas, comprarse un fusil e ingresar en el ELS para defender a sus familias.
Desde entonces hasta hoy, el rostro del ELS ha cambiado. Ya no hay solo sirios, hombres musulmanes suníes en su mayoría que van de los 17 a los 40 años, que se dejan crecer la barba para diferenciarse de los soldados del régimen, sino que el número de katibas (brigadas) se ha multiplicado y ahora acogen a yihadistas extranjeros que han venido del mundo entero a ayudar a la causa. “En la mía hay un canadiense y un australiano”, explica Abo Jatab, un joven de una importante familia de Dubai que creó su propio grupo, Al Jadra, en el que luchan un millar de hombres. También hay franceses, británicos, y hasta españoles musulmanes.
La katiba más famosa y numerosa es Al Faruq, aunque hay muchas otras, como la Brigada 77, y en algunas hay incluso cristianos. “A nuestro grupo no le hemos puesto ningún nombre islámico, porque pensamos que si venía la OTAN nos mataría por radicales”, admite riendo el comandante Asad. La mayoría de ellas se coordinan con el mando central de Turquía para las grandes operaciones, como la de Damasco o Alepo, aunque para las escaramuzas locales muchas deciden ir por libre.
Entre sus filas no hay hombres de Al Qaeda ni radicales islámicos, al menos en el sureste del país. Solo unos pocos se declaran abiertamente salafistas, y se les reconoce porque no fuman, son más conservadores y llevan largas barbas rizadas y pantalones doblados por encima de los tobillos. Pero no hay signos de radicalización de los miembros del ELS ni voluntad mayoritaria de crear un Estado radical islámico tras la caída de El Asad. “Lo único que queremos es acabar con esta dictadura corrupta y después volver a nuestras vidas y dejar las armas”, explica el comandante Abo Alsoos, propietario de un supermercado y ahora importante líder del ELS en la provincia de Homs.
Más difícil es la cuestión es su financiación, porque “la mayoría del dinero que recibimos viene de los salafistas. El problema es que pidan algo a cambio, ahí si vamos a tener dificultades”, confiesa el doctor Abbas, líder del Comité Local de Al Qusair. Otras fuentes señalan a los Hermanos Musulmanes como importantes contribuyentes. “Ahora todos se dejan la barba larga, pero cuando acabe todo esto todo volverá a la normalidad”, augura Abbas.
Tras meses de violencia, la brutalidad se ha extendido en ambos bandos. Mientras Bachar el Asad bombardea ciudades donde mueren miles de hombres, mujeres y niños atrapados en el conflicto, lanzando a sus matones (shabiha) para cometer masacres, violar a mujeres y buscar al enemigo casa por casa, como ocurrió en Baba Amro (Homs), el ELS también ha endurecido sus prácticas.
En febrero, esta periodista vio una fosa común con los cadáveres de al menos seis hombres, supuestos informadores del régimen, con signos de haber sido ejecutados a las afueras de Al Qusair. El Ejército rebelde apenas tiene prisiones, y en el mes de julio, en un cuartel, se llevaron a ejecutar a un supuesto traidor, con las manos atadas a la espalda y una venda en los ojos. Uno de los combatientes mostró un vídeo en que se veían a dos soldados de El Asad con las manos atadas. Apareció una motosierra en la imagen y le cortaron la cabeza. Reconocí el lugar de la grabación por los cojines a mi lado, y en la silla en la que estaba sentada miré y aprecié aún abundantes restos de sangre de esas dos personas.
El odio y el rencor ha aumentado entre los combatientes, muchos de los cuales ha perdido a muchos amigos o a familiares. Escondidos en casas esparcidas por el campo, algunas tomadas a ricos Shabiha o partidarios del régimen, su día a día consiste en esperar las pequeñas operaciones al estilo guerra de guerrillas que realizan de forma esporádica. “No tenemos prisa, queremos hacer una revolución perfecta”, dice Abo Alsoos frente a una magnífica piscina en la que chapotean algunos de sus hombres.
Su katiba cuenta con dos tanques robados a las tropas de El Asad. Sin embargo, aunque las armas y munición llegan ahora con más alegría que en invierno, sus fusiles y RPG aún no son suficientes para enfrentarse al Ejército sirio, que cuenta con 4.000 tanques, aviones que realizan fotografías desde el aire, helicópteros que bombardean y tecnología punta en comunicaciones, además de decenas de infiltrados en las filas del ELS, que recientemente ha creado una policía secreta que se encarga de detectar estos casos. “Descubrimos a tres desertores que instalaron tarjetas sim de localización en varios cuarteles. Los matamos”, confiesa uno de los policías del ELS en Al Qusair.
A pesar de todas las dificultades, el ejército rebelde es ahora más fuerte que nunca, por su determinación y por el odio acumulado a lo largo de todo este tiempo. Ya no esperan ninguna ayuda de Occidente, se saben solos. “La benássar [victoria] será nuestra, inshallah”, asegura Asad, “aunque tardaremos aún unos seis meses o más”, predice. Más tiempo y más vidas, más sangre derramada en una guerra civil que no terminará mañana.
Cada vez hay más extranjeros en sus brigadas
Mayte Carrasco
Beirut, El País
Asad, el León de Rankús, sonríe a los visitantes como si hubiera tenido un día magnífico. Sin embargo, este comandante del Geish al Hor (Ejército Libre de Siria, ELS) que comparte nombre con su mayor enemigo, el presidente Bachar el Asad, ha sufrido hace unos 30 minutos una emboscada en la que ha perdido a uno de sus hombres. “No he podido recoger su cadáver porque la bomba lo ha destrozado en varios pedazos”, explica. Además, acaba de darle una paliza a un traidor al que ha interrogado durante tres horas. De rodillas, sin un solo signo de fatiga, el León coge un trozo de pan y come como si nada, hablando sobre antigüedades bizantinas.
Eso es lo que más sorprende de los combatientes del ELS, su constancia, su voluntad de morir por la victoria y luchar hasta el final. Un sentimiento que se ha reforzado a medida que ha avanzado el conflicto, que comenzó en marzo de 2011. El ELS nació un poco más tarde, en otoño de ese año, cuando hartos de ver la brutal represión de las manifestaciones pacíficas (musájara), que acababan con asesinatos de indefensos opositores y con la mitad de los participantes en prisión, muchos decidieron tomar las armas, comprarse un fusil e ingresar en el ELS para defender a sus familias.
Desde entonces hasta hoy, el rostro del ELS ha cambiado. Ya no hay solo sirios, hombres musulmanes suníes en su mayoría que van de los 17 a los 40 años, que se dejan crecer la barba para diferenciarse de los soldados del régimen, sino que el número de katibas (brigadas) se ha multiplicado y ahora acogen a yihadistas extranjeros que han venido del mundo entero a ayudar a la causa. “En la mía hay un canadiense y un australiano”, explica Abo Jatab, un joven de una importante familia de Dubai que creó su propio grupo, Al Jadra, en el que luchan un millar de hombres. También hay franceses, británicos, y hasta españoles musulmanes.
La katiba más famosa y numerosa es Al Faruq, aunque hay muchas otras, como la Brigada 77, y en algunas hay incluso cristianos. “A nuestro grupo no le hemos puesto ningún nombre islámico, porque pensamos que si venía la OTAN nos mataría por radicales”, admite riendo el comandante Asad. La mayoría de ellas se coordinan con el mando central de Turquía para las grandes operaciones, como la de Damasco o Alepo, aunque para las escaramuzas locales muchas deciden ir por libre.
Entre sus filas no hay hombres de Al Qaeda ni radicales islámicos, al menos en el sureste del país. Solo unos pocos se declaran abiertamente salafistas, y se les reconoce porque no fuman, son más conservadores y llevan largas barbas rizadas y pantalones doblados por encima de los tobillos. Pero no hay signos de radicalización de los miembros del ELS ni voluntad mayoritaria de crear un Estado radical islámico tras la caída de El Asad. “Lo único que queremos es acabar con esta dictadura corrupta y después volver a nuestras vidas y dejar las armas”, explica el comandante Abo Alsoos, propietario de un supermercado y ahora importante líder del ELS en la provincia de Homs.
Más difícil es la cuestión es su financiación, porque “la mayoría del dinero que recibimos viene de los salafistas. El problema es que pidan algo a cambio, ahí si vamos a tener dificultades”, confiesa el doctor Abbas, líder del Comité Local de Al Qusair. Otras fuentes señalan a los Hermanos Musulmanes como importantes contribuyentes. “Ahora todos se dejan la barba larga, pero cuando acabe todo esto todo volverá a la normalidad”, augura Abbas.
Tras meses de violencia, la brutalidad se ha extendido en ambos bandos. Mientras Bachar el Asad bombardea ciudades donde mueren miles de hombres, mujeres y niños atrapados en el conflicto, lanzando a sus matones (shabiha) para cometer masacres, violar a mujeres y buscar al enemigo casa por casa, como ocurrió en Baba Amro (Homs), el ELS también ha endurecido sus prácticas.
En febrero, esta periodista vio una fosa común con los cadáveres de al menos seis hombres, supuestos informadores del régimen, con signos de haber sido ejecutados a las afueras de Al Qusair. El Ejército rebelde apenas tiene prisiones, y en el mes de julio, en un cuartel, se llevaron a ejecutar a un supuesto traidor, con las manos atadas a la espalda y una venda en los ojos. Uno de los combatientes mostró un vídeo en que se veían a dos soldados de El Asad con las manos atadas. Apareció una motosierra en la imagen y le cortaron la cabeza. Reconocí el lugar de la grabación por los cojines a mi lado, y en la silla en la que estaba sentada miré y aprecié aún abundantes restos de sangre de esas dos personas.
El odio y el rencor ha aumentado entre los combatientes, muchos de los cuales ha perdido a muchos amigos o a familiares. Escondidos en casas esparcidas por el campo, algunas tomadas a ricos Shabiha o partidarios del régimen, su día a día consiste en esperar las pequeñas operaciones al estilo guerra de guerrillas que realizan de forma esporádica. “No tenemos prisa, queremos hacer una revolución perfecta”, dice Abo Alsoos frente a una magnífica piscina en la que chapotean algunos de sus hombres.
Su katiba cuenta con dos tanques robados a las tropas de El Asad. Sin embargo, aunque las armas y munición llegan ahora con más alegría que en invierno, sus fusiles y RPG aún no son suficientes para enfrentarse al Ejército sirio, que cuenta con 4.000 tanques, aviones que realizan fotografías desde el aire, helicópteros que bombardean y tecnología punta en comunicaciones, además de decenas de infiltrados en las filas del ELS, que recientemente ha creado una policía secreta que se encarga de detectar estos casos. “Descubrimos a tres desertores que instalaron tarjetas sim de localización en varios cuarteles. Los matamos”, confiesa uno de los policías del ELS en Al Qusair.
A pesar de todas las dificultades, el ejército rebelde es ahora más fuerte que nunca, por su determinación y por el odio acumulado a lo largo de todo este tiempo. Ya no esperan ninguna ayuda de Occidente, se saben solos. “La benássar [victoria] será nuestra, inshallah”, asegura Asad, “aunque tardaremos aún unos seis meses o más”, predice. Más tiempo y más vidas, más sangre derramada en una guerra civil que no terminará mañana.