Phelps se rinde a Lochte en Londres
La gran estrella de los últimos años acaba cuarto en los 400 metros estilos y se queda por primera vez sin medalla, lejos de su rival por el trono mundial
Diego Torres
Londres, El País
La organización anunció que las entradas para ver la natación estaban agotadas pero el día de la primera gran carrera de los Juegos había asientos vacíos en el ondulante centro acuático de Londres. Señal de que los brokers han enredado más de la cuenta en los inescrutables procesos de reventa del mercado negro, que opera básicamente en la red. Hubo asientos vacíos, por tanto, testigos mudos del drama.
Porque lo que se representó en un acto de cuatro minutos fue una pequeña tragedia. La historia del agotamiento de Michael Phelps, el espíritu más combativo que ha conocido la natación, el hombre que persiguió las metas olímpicas con más abnegación en la era del márketing, rendido ante un poder que lo consume todo. Una fuerza invisible que se detecta cuando caen las hojas del calendario, cuando se mueven las manecillas del reloj, o cuando el cronómetro no deja de correr para arruinar todos los planes. El paso del tiempo se mide así. También se mide en momentos como el de ayer, cuando claudican los hombres que parecían invencibles frente a otros, como Ryan Lochte, que se coronó en los 400 estilos como un gran campeón. Un campeón sonriente. Un campeón menos marcial. Menos industrial. Un campeón de playa.
Si Phelps no hubiera existido, Lochte habría sido proclamado hace tiempo como el heredero indiscutible de Mark Spitz, Don Schollander, o Johnny Weissmuller. Pero estaba Phelps con su talento maravilloso, su determinación de acero, y su programa de preparación a largo plazo, producto de una visión iluminada de su entrenador allá por 1997. Phelps fue metódico mientras Lochte se dedicó al surf, al skate, a la bicicleta, al baloncesto. A todo aquello que le arrimase la corriente de su existencia difusa, o zen, según cómo se mire. Él se autodefine como un go-with-the-flow kind of guy. Un “tío que va con el flujo”. Poseía un don natural para los deportes pero no le atraía el sometimiento a ninguna rutina que destrozase su modo de sentirse uno con el universo. “Mi familia me enseñó a aprovechar cada día de mi vida al máximo”, dijo hace poco, “y yo siempre he intentado divertirme”.
Phelps, con 27 años, ha anunciado que lo deja después de los Juegos. Lochte, con 28, no ha anunciado nada porque seguramente no medita las cosas con la anticipación de su rival. Pero está en el umbral de su retirada. Sabe que su trayectoria tiene un límite y después de los Juegos de Pekín, en 2008, junto con su entrenador, el lacónico Gregg Troy, trazó una senda para recuperar en lo posible el tiempo perdido. De algún modo, Lochte dejó de divertirse como solía en los cuatro años que siguieron. Dejó de atiborrarse de hamburguesas, guardó sus tablas de surf, y comenzó a desarrollar un trabajo específico de potencia con el objetivo de ocupar el hueco que Phelps anunció que dejaría libre tras Pekín. Los 400 metros estilos, el decatlón de la natación, la carrera que determina al nadador más completo, la que exige resistencia y velocidad, la que demanda perfección en las cuatro modalidades, fue el hueco más grande de todos. La dureza que exige su preparación, las horas, los kilómetros que hay que dedicarle a lo largo del invierno, disuadieron al nadador de Baltimore. Lochte se animó a redoblar sus esfuerzos. Durante tres años fue recogiendo los frutos. Ganó el oro en los Mundiales de 2009 y 2011. Y mientras, Phelps descansó.
Cuando Phelps quiso regresar ya era demasiado tarde. La carrera de ayer reflejó esta parábola en los últimos 150 metros. Phelps tuvo energía para nadar la posta de mariposa, pero, castigado por su posición en el margen derecho de la piscina, perdió referencias en los 100 metros de espalda. Iba mirando el techo del centro acuático sin percibir que a varios metros se le escapaba Lochte, que salvó la posta en 31 segundos en la ida y 30 en la vuelta. Al virar para la braza Phelps descubrió ante sí que Lochte se había ido para siempre. A un par de cuerpos, quizá más. Tres segundos más rápido.
“Intenté acelerar pero no pude”, dijo Phelps sobre esos cincuenta primeros metros de braza en los que no consiguió recortar nada, ni a Lochte ni a Thiago Pereira, que cada vez que se hundía era para salir unas pulgadas más lejos. El viraje intermedio de la braza fue el punto de rendición. Quizá dando síntomas de cansancio, quizá frustrado ante la convicción de que había perdido el oro, a Phelps se le paró el motor. Su nado subacuático fue digno de un cualquiera. Los últimos cien metros le descubrieron dando brazadas de crol por nada. Un instante de deuda, de resignación, le había perdido. El prodigioso japonés Kosuke Hagino, maestro de la espalda y la braza con 18 años, le arrebató el bronce con un tiempo de 4m8,94s. Phelps hizo medio segundo más. Lochte tocó la meta en 4m5,18s, el tercer mejor tiempo de la historia y su mejor marca en la prueba.
“Mucha gente ha dicho que Michael era inhumano pero es como todos nosotros”, dijo Lochte. “Yo lo único que he hecho es aprender de él que para ganar hay que trabajar muy duro”.
Diego Torres
Londres, El País
La organización anunció que las entradas para ver la natación estaban agotadas pero el día de la primera gran carrera de los Juegos había asientos vacíos en el ondulante centro acuático de Londres. Señal de que los brokers han enredado más de la cuenta en los inescrutables procesos de reventa del mercado negro, que opera básicamente en la red. Hubo asientos vacíos, por tanto, testigos mudos del drama.
Porque lo que se representó en un acto de cuatro minutos fue una pequeña tragedia. La historia del agotamiento de Michael Phelps, el espíritu más combativo que ha conocido la natación, el hombre que persiguió las metas olímpicas con más abnegación en la era del márketing, rendido ante un poder que lo consume todo. Una fuerza invisible que se detecta cuando caen las hojas del calendario, cuando se mueven las manecillas del reloj, o cuando el cronómetro no deja de correr para arruinar todos los planes. El paso del tiempo se mide así. También se mide en momentos como el de ayer, cuando claudican los hombres que parecían invencibles frente a otros, como Ryan Lochte, que se coronó en los 400 estilos como un gran campeón. Un campeón sonriente. Un campeón menos marcial. Menos industrial. Un campeón de playa.
Si Phelps no hubiera existido, Lochte habría sido proclamado hace tiempo como el heredero indiscutible de Mark Spitz, Don Schollander, o Johnny Weissmuller. Pero estaba Phelps con su talento maravilloso, su determinación de acero, y su programa de preparación a largo plazo, producto de una visión iluminada de su entrenador allá por 1997. Phelps fue metódico mientras Lochte se dedicó al surf, al skate, a la bicicleta, al baloncesto. A todo aquello que le arrimase la corriente de su existencia difusa, o zen, según cómo se mire. Él se autodefine como un go-with-the-flow kind of guy. Un “tío que va con el flujo”. Poseía un don natural para los deportes pero no le atraía el sometimiento a ninguna rutina que destrozase su modo de sentirse uno con el universo. “Mi familia me enseñó a aprovechar cada día de mi vida al máximo”, dijo hace poco, “y yo siempre he intentado divertirme”.
Phelps, con 27 años, ha anunciado que lo deja después de los Juegos. Lochte, con 28, no ha anunciado nada porque seguramente no medita las cosas con la anticipación de su rival. Pero está en el umbral de su retirada. Sabe que su trayectoria tiene un límite y después de los Juegos de Pekín, en 2008, junto con su entrenador, el lacónico Gregg Troy, trazó una senda para recuperar en lo posible el tiempo perdido. De algún modo, Lochte dejó de divertirse como solía en los cuatro años que siguieron. Dejó de atiborrarse de hamburguesas, guardó sus tablas de surf, y comenzó a desarrollar un trabajo específico de potencia con el objetivo de ocupar el hueco que Phelps anunció que dejaría libre tras Pekín. Los 400 metros estilos, el decatlón de la natación, la carrera que determina al nadador más completo, la que exige resistencia y velocidad, la que demanda perfección en las cuatro modalidades, fue el hueco más grande de todos. La dureza que exige su preparación, las horas, los kilómetros que hay que dedicarle a lo largo del invierno, disuadieron al nadador de Baltimore. Lochte se animó a redoblar sus esfuerzos. Durante tres años fue recogiendo los frutos. Ganó el oro en los Mundiales de 2009 y 2011. Y mientras, Phelps descansó.
Cuando Phelps quiso regresar ya era demasiado tarde. La carrera de ayer reflejó esta parábola en los últimos 150 metros. Phelps tuvo energía para nadar la posta de mariposa, pero, castigado por su posición en el margen derecho de la piscina, perdió referencias en los 100 metros de espalda. Iba mirando el techo del centro acuático sin percibir que a varios metros se le escapaba Lochte, que salvó la posta en 31 segundos en la ida y 30 en la vuelta. Al virar para la braza Phelps descubrió ante sí que Lochte se había ido para siempre. A un par de cuerpos, quizá más. Tres segundos más rápido.
“Intenté acelerar pero no pude”, dijo Phelps sobre esos cincuenta primeros metros de braza en los que no consiguió recortar nada, ni a Lochte ni a Thiago Pereira, que cada vez que se hundía era para salir unas pulgadas más lejos. El viraje intermedio de la braza fue el punto de rendición. Quizá dando síntomas de cansancio, quizá frustrado ante la convicción de que había perdido el oro, a Phelps se le paró el motor. Su nado subacuático fue digno de un cualquiera. Los últimos cien metros le descubrieron dando brazadas de crol por nada. Un instante de deuda, de resignación, le había perdido. El prodigioso japonés Kosuke Hagino, maestro de la espalda y la braza con 18 años, le arrebató el bronce con un tiempo de 4m8,94s. Phelps hizo medio segundo más. Lochte tocó la meta en 4m5,18s, el tercer mejor tiempo de la historia y su mejor marca en la prueba.
“Mucha gente ha dicho que Michael era inhumano pero es como todos nosotros”, dijo Lochte. “Yo lo único que he hecho es aprender de él que para ganar hay que trabajar muy duro”.